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Las laguneras opinan.../Volver a clases, tema con variaciones

María Asunción del Río

Se acabó el tiempo de vacaciones y estamos volviendo a clases. Los cambios de horario y de rutina, las prisas, los útiles y materiales escolares que otras veces nos han dado tela de dónde cortar, hoy pasan a segundo término para dejar su lugar a una reflexión más importante: el significado de volver a la escuela.

Para noventa y cuatro de cada cien alumnos que hace diez años fueron por primera vez a la escuela, “este cuento se acabó”, pues según el INEGI, sólo seis de aquel centenar de niños pudieron acabar su secundaria y están en posibilidades de ingresar a la preparatoria. Para los jóvenes que esta semana decidieron acabar con sus vidas, incapaces de enfrentar el hecho de que no siempre nuestros proyectos son los mismos que los de personas e instituciones con las que tenemos que vérnoslas en el mundo real, tampoco hay regreso a clases. Con sus planes frustrados porque “no dieron el ancho” exigido por el sistema al que pretendían incorporarse, optaron no por un cambio de escuela ni por un semestre perdido en el que tendrían que dedicarse a otra cosa, sino por el fin absoluto de todo.

Se contrae el corazón y se llena la boca de un sabor amargo al pensar que son nuestros métodos permisivos de educación y crianza, los que aplicamos en casa (no el proceso de selección y admisión a las escuelas) los que están generando espíritus débiles, intolerantes a la frustración, ayunos de esperanza, ignorantes del valor de la vida y de las cosas trascendentales.

Y me temo que, detrás de esas prematuras muertes tan publicitadas, hay mucho más que un enorme deseo de estudiar o de ingresar precisamente al plantel que rechazó a las víctimas de tan lamentable decisión. Hecho gravísimo y revelador que nos habla de importantes vacíos espirituales, intelectuales y familiares, de esa intolerancia al fracaso en la que estamos educando a nuestros hijos, no enseñándoles que un “no” es tan factible como un “sí” y que la autoridad ejercida por padres, maestros o gobernantes no es necesariamente sinónimo de atropello ni violación a los derechos humanos.

Volver a la escuela es algo más que estrenar uniforme y forrar libros; más que ensayar relaciones con otras personas y adaptarse a nuevos maestros y distintos estilos de aprendizaje. Es la oportunidad que se nos da a los que somos privilegiados (850 millones de personas como nosotros no lo son) para acceder a la educación, al dominio del pensamiento y al de las palabras que le dan forma y con ello a la certeza de la libertad.

Encontramos muchos “peros” en nuestro sistema educativo y con bastante razón, ya que los resultados no concuerdan con las inversiones. Los índices de desarrollo a nivel nacional son malos y empeoran inexorablemente, como lo prueban los problemas sociales de todo tipo que aquejan al país: políticos, laborales, administrativos, económicos.

También, porque la falta de un proyecto oficial unificador de los esfuerzos y logros de tantos involucrados en el proceso educativo, hace que la multiplicación arbitraria de intentos dé como resultado una división de resultados: aprendizajes fraccionados, repetitivos y poco prácticos, cuya reiteración impide el avance hacia metas más enriquecedoras.

Aprendices de todo y oficiales de nada, trabajamos en la superficie de los conocimientos, sin profundizar en ellos porque son reemplazados por novedades de fondo y forma que generalmente se adoptan antes de probar su eficacia. En este permanente ejercicio de quita y pon, los protagonistas suelen salir tan en blanco como entraron, sólo que más viejos y con la sensación de no haber aprendido mucho. Y aun así somos privilegiados.

Esto es tan cierto como que nuestra mirada se posa en las aulas y proyectos educativos de los países allende el mar o de nuestro más cercano vecino del norte, envidiándolos por sus recursos, por el uso de sus talentos, su visión de conjunto, su capacidad de aplicar el conocimiento a la producción de bienes y la consecuente generación de empleos.

Llama la atención el interés que conceden al aprendizaje de niños y jóvenes. Quisiéramos algo así para los nuestros, que los recursos y la sensibilidad de un gobierno y un sistema educativo preocupados por el progreso se tradujeran en acciones encaminadas al crecimiento intelectual, a la conciencia democrática y al bienestar de todos.

No obstante, como tantas veces nos sucede en este espacio, hay contradicciones que parecen poner fin a la utopía y colocan en tela de juicio las bondades del sistema norteamericano.

Por ejemplo, todos sabemos el impacto que en los últimos tiempos han tenido los medios de comunicación electrónica sobre el pensamiento, las costumbres, valores y formas de vivir de quienes tienen acceso a ellos. La millonaria proliferación de usuarios del Internet tiene en jaque a toda clase de organismos que luchan por regular los espacios que en la red desarrollan ilimitadamente pornografía, violencia, desenfreno y más formas de agresiones a la moral y a la conciencia de sus “visitantes”. Sin embargo, pocos reaccionan contra la censura por demás ridícula que está castigando a escuelas y casas editoriales, a quienes se prohíbe mostrar aspectos importantes de la historia y la cultura porque van contra los derechos humanos (Cfr. McGraw-Hill y American Library Association). Prohibir que en un libro escolar se mencionen la esclavitud o la discriminación sexual que ha existido y existe en tantas naciones a través del tiempo, que se hable de los triunfos y fracasos de los pueblos, o de los productos que brinda la naturaleza en determinadas regiones, porque ello privilegia a unos y lastima a otros, es tan absurdo como pretender sancionar al servicio meteorológico porque en un lugar llueve y en otro hay sequía.

Esto sucede en Estados Unidos, donde la pornografía infantil, la manipulación genética o la venta indiscriminada de drogas están en discusión, pero no la deformación de la realidad, que tendrá que llevarse a los libros maquillada y color de rosa, para que nadie se ofenda. Hoy esto es legal, gracias a las leyes censoras que fueron aprobadas sin mayor aspaviento.

A pesar de todo, volvemos a la escuela y con ella a la educación y a la cultura, su producto más preciado, ambas como vías directas hacia la libertad de pensamiento, que es la única que en verdad importa. Contra las acciones referidas en este escrito –desde el suicidio material hasta el de las ideas– hacemos eco a Dietrich Schwanitz para entender que, en una palabra, la cultura (producto refinado de la educación) “es la forma en que espíritu, carne y civilización se convierten en persona y se reflejan en el espejo que son los demás”.

Para que esto sea posible, aun en el marco de nuestras limitaciones individuales y nacionales, ¡feliz regreso a clases! y que nada limite nuestro derecho a ser educados ni nuestro acceso a la cultura; que ésta no se presente “como una imposición, como una tarea desagradable, como una forma de competitividad o como una manera de adularse a sí mismo”. Que no se manifieste separada de la vida cotidiana, ni se convierta en un tema más para comentar o criticar, sino que nos posibilite esa comunicación “que hace del entendimiento entre los seres humanos un auténtico placer.”

ario@itesm.mx

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