Iniciamos el año atrapados, otra vez, en la rueda de un calendario mercantilista que determina nuestros pensamientos y acciones, como en otros tiempos lo hicieron los ciclos agrícolas, las fases de la luna, las fiestas de la iglesia o de la patria, o las actividades escolares.
Cívico, ritual o natural, todos los calendarios han cedido su lugar al que establece la compra-venta de productos y que nos es impuesto por implacables campañas publicitarias que nos urgen a consumir, comprar, aprovechar la oferta antes de que se acaben los productos que no necesitamos, pero que no podemos dejar de tener porque así lo mandan el anuncio, el spot radiofónico o televisivo, el paquete que diariamente recibimos por correo o encontramos deshojado en banquetas y cocheras, con su perentorio mensaje: ¡Compre, compre, compre! Más barato, mejor, más fácil, en sensacional oferta, con las más atractivas facilidades de pago, con el poder de su firma, con una sola llamada telefónica o haciendo “click” para aceptar la irrepetible oportunidad. “¡Agradezcan!”, decía aquel que, sin traer a casa el arroz que le habían encargado, regresaba en cambio con velas de sebo, papel picado, un sombrero, un muñeco de cuerda, miel de abeja, una manguera, bolsas de hule o cualquier cosa con la que de ningún modo podría prepararse la sopa y que nadie necesitaba para nada, pero que indudablemente eran un ofertón. Sin sopa y sin dinero volvía el del encargo; debiendo la mitad de la compra, aunque muy agradecido por la oportunidad de adquirir barato algo que ni deseaba ni le hacía falta ni tiene ahora dónde guardar.
Así somos, ni hablar, y así vivimos el presente, esclavos de la publicidad, víctimas de la mercadotecnia, llenos de falsas necesidades inventadas por el comercio, esperando el próximo cambio de fecha para endrogarnos de nuevo. Nuestros actos cotidianos, nuestros salarios, ahorros, créditos y compromisos pecuniarios están en función de lo que vamos a tener que comprar, vestir y comer, a un ritmo cada vez más acelerado para que el gasto sea mayor.
Y si el consumo, junto a un prometido y creciente confort son la divisa de cada programa de publicidad y el objetivo de toda producción, la finalidad última, la meta a cuyos resultados han de conducir es, naturalmente, el dinero con su variante más tentadora: el poder. Económico, técnico, social, político, artístico, empresarial... poder y dinero son el binomio hacia el que nos arrastra este movimiento diario, en el que se pretende comprar y vender todo: alimentos, muebles e inmuebles, educación, arte, trabajo, prestigio, sentimientos, salud, fe, salvación... Todo se vale, todo se excusa, siempre que el saldo multiplique los ingresos y asegure el poder.
Con pena atestiguamos la desaparición de reglamentos y normas de control que antaño permitían o negaban el acceso del individuo a escuelas, espectáculos, empresas o transportes públicos. Hoy, cualquiera que pague entra, sin importar malos antecedentes y costumbres, sospechas de conducta reprobable, comportamiento inmoral, ineficiencia fehaciente. No se trata de actitudes democráticas, bueno fuera, el caso es que quien paga, entra y se queda, porque es necesario aumentar la matrícula, romper récord de audiencia, cubrir la cuota de ventas. El usuario de un servicio, aun si éste implica trabajo común, se ve obligado a convivir con sujetos indeseables por su desacato a cualquier autoridad, su conducta agresiva o su pereza, pero que están ahí porque pagaron boleto de entrada, colegiatura o ficha de inscripción. Los padres de familia defienden la insolencia de sus hijos, pues “para eso pagan”; las autoridades disimulan las transgresiones a la ley, porque los delincuentes pagaron y adquirieron derechos, sin importar que con ello afecten el derecho de los demás.
No meditamos lo suficiente y muchas veces actuamos a la ligera, permitiendo todo género de abusos. Es una realidad que nuestra reflexión difícilmente va más allá de la plática a la hora del café o durante el receso laboral, sin que las preocupaciones lleguen a apoderarse de nosotros y nos obliguen al cambio, a la toma de decisiones enérgicas y responsables, a la deliberada acción para transformar eso que nos atrapa y que no deseábamos, pero que nos fue ofrecido con el atractivo del precio, del poder o de la impunidad que habrá de reportarnos. Siento que estamos atrapados en un torbellino semejante a aquél en que Alicia y los demás personajes de Lewis Carroll, sin saber cómo, a dónde ni por qué, corren desaforados en absurda carrera que no lleva a ninguna parte, pero en la que no participar sería inadmisible.
Tan arrutinados estamos en esta forma de vida que nos arrastra y nos impone su ley, que pretendemos comer lo mismo, andar en los mismos coches, llevar el mismo corte de pelo, vacacionar en los mismos lugares, decorar la casa con las mismas cosas y sufrir por los mismos kilos de más.
Las viejas excepciones han dejado de serlo, de modo que cada vez son menos raros, por ejemplo, los negocios de perversión y vicio, las cofradías dudosas, los grupos de pederastas, homosexuales y adictos a sustancias prohibidas, que ganan terreno en una sociedad primordialmente consumista, que les abre puertas y ventanas, siempre ante la posibilidad de un nuevo mercado de productos de todo tipo (ropa, maquillaje, accesorios, bebidas y fármacos, profesionales especializados...), diseñados ex profeso para satisfacer las necesidades reales o ficticias de cada grupo.
¿Hacia dónde nos conduce esta forma de vivir? Con dinero, a donde nos plazca; sin él, al exilio social y a la frustración. A veces me gusta remar contra la corriente y me doy a extravagancias como escribir cartas a mano, vestirme de rojo cuando los demás visten de negro, emocionarme con novelas románticas donde no hay escenas sexuales y volver a reírme con las ocurrencias de Tres Patines; también me da la loquera de comer lo que ya no se usa porque engorda, de embobarme con la luz de una estrella y de escandalizarme con la ingeniería genética, con la corrupción de nuestro sistema de gobierno y con la violencia que conforma la programación de la tele.
Quisiera vivir de nuevo el calendario de las fiestas patrias, no para comprar banderitas, ceniceros o calzones tricolores, ni para ir a la cena-baile más sonada, sino para ver que en mis hijos se renueva el espíritu nacional mientras imaginan la fortaleza de Cuauhtémoc, impávido ante el martirio; o, mientras dibujan las carabelas de Colón, reviven el encuentro de dos mundos, o acompañan al general Ignacio Zaragoza en el sitio de Puebla. Tales actividades han desaparecido en el quehacer escolar, y los chicos sólo saben que ese día no hay clases, pero sí alguna tardeada cuyo pago incluye baile, cohetes y aguas frescas. O tal vez me gustaría revivir el calendario litúrgico que nos llevaba al ramillete espiritual y los ejercicios de Adviento, preparándonos para recibir a Jesús, o para acompañarlo en su pasión o gozarlo en su Resurrección, aunque no hubiera preposadas ni reventones de Sábado de Gloria y Pascua en la disco. Tampoco estaría mal evocar el calendario agrícola y participar en la cosecha, dar gracias por la abundancia de la tierra o colaborar en el resguardo de sus frutos para los tiempos difíciles... ¡Puro sueño guajiro!, porque el cambio parece irreversible y el recuerdo no es más que eso. Hoy por hoy, ni el tiempo puede arriesgarse, porque gastarlo es pérdida, dinero que se va.
Considerando las expectativas que nos ofrece el momento actual: una guerra inminente, de alcances catastróficos; conflictos con la naturaleza que, agredida, protesta con trepidaciones, huracanes y sequías por el agotamiento que le hemos provocado (me ahorro, por inútil, la enumeración de todos los puntos intermedios del renglón político y social), no estaría mal volver al terreno litúrgico y, como en el antiguo catecismo, recordar que las virtudes hacen contrapeso a los pecados.
Para iniciar el año, hay que pensar en fuerzas de reacción con qué atenuar y combatir los males más señalados:
Contra corrupción, honradez; contra mentira, verdad; contra flojera, trabajo; contra derroche, austeridad; contra frivolidad, reflexión; contra indecencia, recato; contra promesas, acción; contra cinismo, compromiso; contra ignorancia, educación. Y contra el mal y sus múltiples rostros de injusticia, pobreza, enfermedad, amenazas, miedo, abusos y violencia –armada o no– , sólo nuestra lucha –la de todos– esperanzada y sin tregua por la paz.