Montaigne nos enseña a conocernos a nosotros mismos. Connais-toi, toi meme. Me pregunto si Paulina López Portillo escogió el camino de la literatura y de la escritura para conocerse a sí misma. O bien eligió ir al origen, es decir, conocer primero a su madre.
En su obra “Muncy, la mujer que se transformó en su casa” recientemente publicada en la Editorial Océano, Paulina no da ni fórmulas, ni métodos, ni mucho menos definiciones. Lo que hace la autora es entregarnos un libro en donde al evocar a su madre y tratar de entenderla, es, de alguna manera, encontrarse a sí misma. La mujer que se transformó en su casa, resultó también ser la casa que transformó a la protagonista Dorotea (Paulina), en mujer. En mujer libre. En mujer que aprende a abrir y cerrar puertas para al traspasarlas, descubrirse de más en más. Y finalmente en mujer que logra liberarse y definirse.
Todos los personajes de la novela son Paulinas. Todas las voces que aparecen en su libro, son suyas. Le salen desde lo más profundo de su corazón. Allí está la de Laura, la amiga de Dorotea-Paulina, la más emancipada de las cuatro bailarinas. Escuchemos a esta mujer que le hablaba de tú a la vida: Yo creo en creer. Todo está bien. Lo importante es querer creer que algo vale la pena porque en ese momento lo estás viviendo y eres feliz. No hay que meter tanta cabeza, les dice a Clara, a Dorotea-Paulina y a Rebeca.
Estas PERSONAJAS en femenino y con mayúscula, son mujeres cuyo misterio es el de la vida misma. Los móviles que las hacen vibrar y reaccionar son los móviles eternos: la pasión, los celos, la búsqueda ingenua de lo absoluto, la pasión en un solo sentido, la ligereza de los hombres, la imprudente ternura, la fuga ante el amor, la necesidad de creer en él y el cansancio de amar. A pesar de que son temas fundamentales, la autora nunca utiliza el gran discurso. Nos habla de la felicidad, de su vanidad. Es llamativo que no hable de la felicidad en singular, sino de las felicidades, en plural. De aquellas que sentimos como rayos luminosos en la noche. De aquellas que de pronto nos permiten abrir puertas y más puertas hasta encontrar lo que buscamos. Y de aquellas que llegan y se van como vinieron, es decir, a toda prisa y cuando menos las esperamos. Para ¿qué utilizar felicidad en singular, cuando ésta tiene el mal tino de escaparse continuamente? ¿Acaso, al cabo de mucho tiempo, no aprendemos a vivir esta felicidad tan añorada como si se tratara como un milagro?
Dorotea-Paulina por su parte parece vivir sumida en la tristeza que viene del otro lado. Su verdadera felicidad, consiste en bailar y bailar: Sólo bailar me quita esa sensación de sin sentido de la vida, porque ahí, bailando, devengo fugacidad. Bailando soy lo más real que puedo ser: no soy nadie, ni nada sólo un verbo: bailar. Hablando de verbos pronunciados por mujeres, afortunadamente, las de ahora, ya no conjugamos el verbo aguantar en todos sus tiempos. Ese ya pasó a la historia. Hoy por hoy las mujeres, sobre todo aquellas que se han dado permiso de ser felices, conjugan el verbo vivir antecedido por el pronombre yo que implican lo que es la vida misma: bailar, trabajar, expresarse, sentir, aceptarse, quererse, respetarse, amar, disfrutar y liberar. Como bien dice Laura: Vivir la vida viviendo. Paulina-Dorotea, o Dorotea-Paulina edifica su propia religión, su propia filosofía. Por ejemplo un día mientras escuchaba un maravilloso concierto de Mendelssohn llegó a las siguientes conclusiones: Tal vez no entiendo bien qué es la libertad, o qué hacer con ella. Tal vez no se trata tan sólo de abrir puertas, sino de saber cuáles cerrar, ¿o mantener cerradas? Cada puerta que logra Dorotea abrir, es como si se contestara a una de las miles de dudas que la agobian.
A Dorotea le cuesta trabajo vivir. Por momentos siente que para no seguir sufriendo lo mejor es ya no abrir tantas y tantas puertas. Y mientras Dorotea-Paulina, Paulina-Dorotea se sigue cuestionando, desde una de las habitaciones de la casa que rentó ex profeso para escribir, escucha a Muncy niña tocar el piano. En realidad Muncy niña, no vive en esa casa, vive en el país de la música. En el de la libertad. Como es todavía una niña, no sabe cómo expresar esa sensación. Nada más la siente dentro de su panza, como le confiesa a su madre, aquí dentro en mi panza. A lo que le contesta: Ahí está. Nunca lo olvides, cuando te sientas perdida siempre recuerda que puedes regresar ahí. Y con los años, así lo hizo Muncy, cada vez que se sentía como extraviada, iba a su piano y tocaba y tocaba, en tanto que su hija Dorotea-Paulina, bailaba y bailaba. Dorotea-Paulina, la hija de Muncy-casa-mujer se busca a través de muchos espejos deformantes. Nos habla de sus soledades: la soledad de la incomprensión mutua y esta especie de exilio que sufre la persona obtusa o incomprendida. La soledad de no conocerse a sí misma. Y la soledad de los celos encerrados en su propia cárcel.
Dorotea-Paulina la sabia, tranquiliza a Rodrigo, dueño de la casa, un personaje complejo que se pregunta cuáles son los límites entre el bien y el mal y le recuerda que: Uno es responsable de otro ser querido, responsable hasta de su responsabilidad.. Este no es sólo un problema racional, es un enjambre de emociones en el que se mezclan el amor y la indignación, la compasión y la impotencia, el dolor y la injusticia.
¿Quién no ha sentido en la vida ese “enjambre de emociones”? ¿Quién no se ha sentido confundido ante el dilema que existe entre el mal y el bien? Y, ¿quién de nosotros no ha experimentado la desilusión de saberse odiado sin motivo alguno? ningún ser humano conoce verdaderamente a otro ser humano. Sólo lo puede presentir, sólo lo puede amar y aceptar con todas sus debilidades. La llave de todo el conocimiento está, tal vez, cuando deja una de juzgar y de etiquetar al otro.
Nos gusta la forma que tiene Paulina para filosofar. Nos gustan sus conceptos y sus obsesiones. Pero lo que más nos gusta es su manera de escribir. Su narrativa, es como ella: bonita, alta, delgada, de ojos claros y serenos. Su prosa también se le parece, se mueve como ella, con delicadeza y sensibilidad. Su estilo es igual que su pelo, largo y brillante. Y sus voces, las que le salen desde las entrañas, nos enamoran, nos seducen y nos enseñan muchas cosas. Por ejemplo que el apego a tantos objetos, es el quinto ladrón. Después de abrir tantas y tantas puertas, Dorotea-Paulina descubre, que no hay que apegarse a nada, ni a los afectos, ni mucho menos a las cosas materiales. Se necesita amar de otra manera para que no ocurra, le dice a Sofía, a esa mujer que de inmediato supo comprender su constante búsqueda a través de esa casa, la cual por cierto, me recordaba la casa Tomada de Cortázar. Finalmente todos somos nuestra casa. Todos somos nuestra cama, nuestro reloj de pared. ¿Por qué será que el de la casa que rentó Dorotea-Paulina para escribir siempre marcaba las cinco de la tarde? He allí otro, de los tantos enigmas que nos invita la autora, con su libro, a descubrir, abriendo y cerrando nuestras propias puertas.
Por último, los invito, a penetrar en una de las habitaciones de esta maravillosa casa llena de cuartos de todos tamaños y olores. Tomemos una de las tantas llaves que le entregara Sofía a Dorotea. Recorramos uno de los corredores más largos. Allí encontramos una puerta dorada. Abrámosla con la ayuda de la llave más chiquita. Ahora dispongámonos a escuchar un hermosísimo diálogo: -Muncy ya acuéstate. -No puedo dormir. ¿Estás todavía triste porque se murió la gatita? -Mami, ¿a dónde se van los muertos? Al corazón de quienes los quieren. ¿No lo sientes ahí? Sí, muy grande; pero ya no está... Antes estaba fuera de ti, ahora la traes dentro. ¿Está en mí? Ahora está en todos lados si miras bien.