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Legislatura finada

Miguel Ángel Granados Chapa

Salvo el remoto caso de un período extraordinario, hoy llega a su fin la LVIII legislatura. Durante los siguientes cuatro meses su receso será cubierto por una comisión permanente que lo será casi de trámite, pues el fragor de la batalla política (dar espacio a la cual es una de las funciones de la tarea parlamentaria) se ubicará en la arena electoral. Procede, por lo tanto, un primer acercamiento al examen, una evaluación sumaria de las labores de los diputados que hoy concluyen su trabajo sustantivo. Si hoy lo coronaran, como es posible jurídicamente, con el desafuero de los dirigentes petroleros que desviaron de Pemex al PRI cientos de millones de pesos, esta legislatura pasará a la historia por algo más que por su cogobierno con el primer Presidente de la República surgido de la oposición.

Se atribuye, sin razón, al período legislativo que hoy termina una improductividad que no resiste un análisis riguroso. El principal defecto de la LVIII legislatura sería, en esa perspectiva, y para utilizar las frases hechas por la propaganda foxista que alcanzó a varias capas sociales, que estorbó “las reformas estructurales que tanto necesita el país”.

En rigor de verdad, esa creencia no corresponde con los hechos. Sólo una reforma de ese alcance, la tributaria, fue presentada oportunamente a los diputados y después de una discusión que duró seis meses no fue aprobado en su totalidad, aunque no se la desechó por completo. Ciertamente, se frustró el propósito de incrementar la recaudación para dinamizar el gasto y no se llegó a la hacienda pública redistributiva a que aspiró el Presidente. Pero los costos de esa situación deben ser repartidos por mitad entre la legislatura renuente y el Ejecutivo que no fue capaz de persuadirla.

Las otras dos reformas estructurales de que se habló fueron más materia de propaganda que insumos legislativos a los que el Congreso hubiera hecho el feo. La propuesta del presidente Fox para reformar el régimen de la energía eléctrica apenas llegó a mediados del año pasado a los senadores. Es verdad que con anterioridad se produjo una larga discusión sobre el tema, en torno a iniciativas presentadas en el sexenio pasado y que el Senado rechazó. Pero en rigor estricto el proyecto presidencial en esta materia fue presentado con demora y no es sólo atribuible a los legisladores el que su discusión no progresara.

Es más significativo el ejemplo de la reforma laboral. Malamente puede nadie acusar a la legislatura de impedir la reforma a la ley del trabajo presentada por el Ejecutivo porque el Presidente nunca presentó un proyecto propio. Sólo en diciembre pasado, que para efectos prácticos puede decirse que era ya el cuarto para las doce, un grupo de diputados inició la reforma laboral. Se sabe que encierra los propósitos oficiales, de la Presidencia, pero el proyecto prefirió no reconocer la paternidad que lo gestó. Es falso, por consecuencia, que la legislatura haya frenado la reforma laboral de Fox. No la inició jamás hasta ahora.

Eso no quiere decir que la legislatura fuese en todo tiempo una leal colaboradora del Ejecutivo. En su peor momento dio al traste con una de las primeras y principales mociones del Presidente, la que buscaba introducir los derechos de los pueblos indígenas en la Constitución. Por una suerte de egoísmo institucional que la hizo postergar necesidades políticas profundas a la preservación de su autonomía, el Congreso impidió a Fox no sólo obtener una victoria política sino, sobre todo, resolver un rezago histórico tan grave que, no lo olvidemos, causó un alzamiento armado todavía no concluido. La legislatura quedó en ese punto por debajo de la exigencia histórica que se le había planteado.

En la cresta opuesta, la de su rendimiento más trascendente, por los efectos multiplicadores de la ley y por el modo en que se gestó, la legislatura que se va puede ufanarse de haber acordado el acceso a la información pública en pro de la transparencia administrativa. Si bien los primeros trabajos en esa línea fueron elaborados en la administración pública, los diputados los aprovecharon tanto como una iniciativa ciudadana en lo que hasta ahora es el ejemplo más acabado de colaboración civil y gubernativa. Lástima que no se repitiera en el caso de la legislación sobre medios electrónicos, cuya frustración habrá que anotar en el debe de la legislatura que hoy se retira.

No fue un período de brillantes oradores ni de discusiones para los bronces. Pero en el liderazgo de las fracciones estaban dos antiguos presidentes de partido (Felipe Calderón, del PAN y Rafael Rodríguez Barrera, del PRI), así como una diputada que aspiró a serlo. Aunque después contribuyó al principal error de la directiva de la Cámara —la interpretación torcida de la ley para decidir quién encabeza los trabajos en este año—, Beatriz Paredes protagonizó uno de los momentos estelares de la legislatura, la respuesta al primer informe de gobierno del presidente Fox.

Aunque habrá que dedicar especial atención a la relación entre los dos poderes —el veto, las controversias, la colaboración— es indudable que el Ejecutivo tuvo en la legislatura más un apoyo que un freno, aunque su propaganda sostenga lo contrario. Por eso, tras enumerar los logros comunes, entre ellos la aprobación unánime de la legislación fiscal que en cada diciembre fue sometida a los diputados, Santiago Creel dijo el viernes pasado que la confrontación entre poderes, de que se habla no es sino una falacia.

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