“Había una vez...”; así empezaban los cuentos que nos contaban en nuestra infancia, con los que nuestros progenitores intentaban atarantarnos lo suficiente como para que nos durmiéramos con presteza y dejáramos de dar guerra por lo menos algunas horas. Pero, como ocurre con todo lo que barre la modernidad, tanto las historias como su forma de contarse tienen que cambiar. Ahora hablar de princesas, castillos y dragones suena peligrosamente o a artículo chafa del “¡Hola!”, o a los desvaríos de un enajenado clavadísimo en la trilogía de “El señor de los anillos”. Las nuevas leyendas empiezan más bien con “Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana...” y los críos difícilmente se tragan las historias que tradicionalmente nos asombraban, produciendo desde gritos de gozo hasta escalofríos. En los albores del siglo XXI habría que considerar cambios de tema, ritmo y contenido para las leyendas que, durante siglos, fueron útiles para dormir, entretener y servir de lección a los infantes latosos.
Así pues, he aquí una humilde propuesta de adecuación y reciclaje de historias que alguna vez tuvieron un propósito moral o de esparcimiento, pero como que ya no funcionan. A ver si así le llegan un poco más a quienes, nacidos luego de la invención de los CD’s y el Internet y que consideran a Freddy Kruger un personaje pintoresco e inofensivo, no están muy dispuestos a comulgar con los mitos que se contaban repetidamente en el pretérito, anticuado siglo XX.
La Llorona: Dicen que, en la noches sin Luna, cuando el reloj digital del comedor da las doce, es posible oír por las calles de la ciudad los gritos y lamentos de una mujer. Son voces desgarradoras, que producen escalofríos, erizan los cabellos y llegan a encanecer el pelo de quienes las escuchan. Algunos valientes han intentado averiguar el origen de esas horrísonas quejas, pero al salir a investigar se encuentran las calles vacías: no hay rastro de la mujer que profiere tan terribles gemidos. Dicen que esa dama cometió un grave pecado y de tan nefasta manera lo expía, pidiendo perdón a quien la oye por su gravísima falta. Y que su tormento no cesará hasta que no haya desfacido ese entuerto, reparado el mal que hizo. Mientras tanto, en las noches sin luna, por las distintas calles y avenidas, calzadas y bulevares, se seguirán escuchando los terribles gritos: “¡Ay, mi marido! ¿Cómo podré volver a él? ¡Ay de mí! ¡Choqué la Suburban! ¡Y no estaba asegurada! ¡Qué será de mis abonos! ¿Quién los pagará?” Sólo cabe rezar para que, mediante algún mecanismo de financiamiento, pueda sacar el vehículo del corralón y el alma de esa mujer descanse en paz.
La monja de la catedral de Durango: Dicen que, en las noches de luna llena, en la torre oriente de Catedral, es posible ver una silueta blanca que se reclina en uno de los pilares del campanario. La presencia, inusualmente quieta, parece estar envuelta en un sudario y tener la vista fija en dirección al sur. Quienes la ven no pueden reprimir un escalofrío retintineante, que les sacude espinazo, cóccix y rabadilla, pues se intuye que esa espera será eterna. Dicen que es una muchacha de humilde cuna que, desde pequeña, tuvo un objetivo en la vida: ser estrella del mundo de la farándula; sus pobres padres, que trabajaban de sol a sol como burócratas del gobierno estatal, trataban de hacerla entrar en razón: apuntaban a su carencia de voz, dado que cantaba peor que una rana tuberculosa; le hacían ver que al bailar se movía con la gracia de un rinoceronte reumático: nada de eso la desvió de su objetivo. En cuanto tuvo la edad suficiente, puso manos a la obra. Primero pretendió entrar al Clan Trevi-Andrade, pero el promotor le hizo el feo. Luego quiso grabar un disco por su cuenta, pero el representante artístico que había contratado se largó a Las Vegas con el anticipo. Como último recurso, se convirtió en concursante de La Nacademia, pero resultó eliminada en las primeras fases del certamen. Eso no fue lo peor: desde entonces, ni siquiera a las cincuenta y ocho fiestas de reunión de ex alumnos ha sido requerida. Por ello sube a la parte más alta del campanario, a esperar la llegada de la invitación para la audición que, al cierre del último capítulo en que participara, ya cuando aparecían los títulos en pantalla, le prometió un funcionario del canal televisivo. Y ahí sigue, con la vista clavada en lontananza...
El callejón del beso: Estos eran un niño, llamado Ciberio y una niña, llamada Módema, que se conocieron en el café Internet de su colonia y desde entonces no supieron vivir el uno sin la otra. Chateaban horas y horas, se enviaban unos cincuenta forwards de e-mail cada día y jugaban on-line conjuntamente “Civilization” durante días, aunque nunca pudieron derrotar a su principal y acérrimo contrincante, un chiquillo sangrón de Singapur. Esta cercanía cimentó su relación y con el paso del tiempo, al alcanzar la pubertad, se convirtió en algo más. Fue entonces que el padre de la niña, un hombre hosco y duro, amargado por no haber enviudado pese a lo que había gastado en seguros de vida de su mujer, viendo a lo que salía la conexión, decidió cortar todos los servicios de Internet de la casa de Módema. Ésta creyó morir: ¿cómo iba a sobrevivir a semejante encierro? ¿Cómo sobrellevar una soledad tan absoluta? Ciberio no se resignó a tan amargo distanciamiento y para ello urdió un plan (luego de consultar con unos 354 amigos de su chat-room favorito). Ciberio rentó el cuarto de azotea de una casa vecina a la de Módema. De ahí sacó una extensión pirata del cable y la pasó a la recámara de su amada, donde ésta se colgó de la conexión y pudo enchufarse. Ahora ambos utilizan el mismo sistema y pueden enviarse correos electrónicos que cruzan, como un suspiro, los pocos metros que separan a sus respectivos procesadores... que para ellos representan una distancia infinita, aunque reducida por el tamaño de su amor y la velocidad de su Pentium.
Blanca Nieves y los Siete Enanos: Este era un próspero empresario de la maquila textil que, por causas de fuerza muy mayor, casó con su hermosa secretaria ejecutiva bilingüe capturista. De esa unión nació una hermosa niña, cuya piel era blanca como la nieve, por lo que sus padres tuvieron la inconmensurable imaginación de llamarla Blanca Nieves. Blanca Nieves perdió a su madre cuando ésta se fugó con el repartidor de pizzas, quien le había prometido una Suprema con doble topping cada día por el resto de su vida. Desconsolado, el padre de Blanca Nieves creyó que su fracaso se debía a que ya rondaba la cincuentena y sus atractivos habían caducado. Fue a una beauty-shop a que le hicieran una restirada y le quitaran lo cachetón. En ese trance se prendó de la hermosa dueña del lugar (en realidad era una franquicia, pero el papá no se dio cuenta sino hasta después), con la que terminó casándose.
Blanca Nieves creció y se volvió una muchacha realmente atractiva. Su madrastra no la podía ver ni en pintura, dado que la aventajaba en frescura y belleza. Ni haciéndose dos peelings al año podía tener el cutis y color de piel de su hijastra. El padre veía esta competencia, pero como buen macho mexicano, no decía esta boca es mía; peor aún: aprovechaba cualquier oportunidad para irse de viaje de negocios a Toronto (donde tenía una movida con una masajista tailandesa). De manera tal que Blanca Nieves quedó a merced de su madrastra... la cual decidió eliminarla. Aprovechando un programa de intercambio cultural de los Rotarios, la madrastra envió a Blanca Nieves a Malasia, esperando que allá se perdiera y no volviera a atosigarla con su belleza.
Blanca Nieves llegó a Kuala Lumpur, creyendo que su padre la había abandonado a su suerte. Lloraba y lloraba, sin que la familia anfitriona pudiera consolarla. Finalmente, cansada de estarse amargando la existencia y ya aburrida por no entender malayo, se escapó a una comuna ecologista en la costa. Al poco rato se decepcionó al no encontrar a nadie remotamente parecido a Leonardo DiCaprio en “The beach” y, aprovechando una vacante en un pueblo cercano, entró como gerente de márketing en una maquila de joyas de fantasía y bisutería fina, que empleaba mano de obra infantil esclava proveniente de Birmania. Los chiquillos y chiquillas adoraban a Blanca Nieves porque se preocupaba por ellos, les cocinaba exóticos antojitos y mantenía sus viviendas limpias mientras hablaba con los lagartos, boas, tigres y otros animalitos de la selva. Al poco rato, gracias al ingenio de Blanca Nieves, los productos eran exportados a América, vía una agencia aduanera medio chueca de Hong Kong. Para ahorrar en publicidad, la imagen que aparecía en las cajas era la de Blanca Nieves.
Así fue como su madrastra se enteró no sólo del éxito de su hijastra, sino que, pese al sol ecuatorial, la condenada seguía teniendo cutis de porcelana: cuando compró una caja de “piojitos” de plástico. Loca de celos, decidió ir a eliminar a su némesis: tomó el primer vuelo a Kuala Lumpur vía Los Ángeles que encontró y se presentó en el pueblo disfrazada de “head-hunter”. Blanca Nieves, que era medio cegatona, no la reconoció y aceptó encantada el lunch de negocios al que la invitó su aviesa madrastra. Cuando estaba a punto de probar un chop suey envenenado, a la mesa llegó Aug-Zul, un magnate chino que se había hecho rico en el mercado especulativo taiwanés, quien de sopetón le reveló a Blanca Nieves todas las verdades: que aquélla no era ninguna buscadora de talentos (él conocía a todas las de ese lado de Asia-Pacífico); que él la amaba desde que había visto su rostro en las cajas de bisutería y que el chop suey de ese restaurante era una auténtica miseria. La madrastra, presa de la desesperación, se reservó el privilegio de ser la primera suicida en tirarse de las Torres Petrona, las más altas del mundo (Los Malos y Malas de los cuentos, en especial los de Disney, siempre terminan cayéndose de algún lado). Poco después, entre el aplauso de los niños birmanos, que recibieron diez minutos de break para el efecto, Blanca Nieves casó con el magnate. Luego de comprar acciones de Microsoft días antes de que Bill Gates se pitorreara de la acusación antimonopolio en su contra, fueron muy felices.
Quizá estas leyendas no sepan ni suenen igual. Pero me temo que sólo así podremos retener la atención de los niños en este malhadado siglo. A ver si a ustedes les funcionan.
Consejo no pedido para aguantar el fin del verano (ya entrado el otoño): escuchen “The nylon curtain” de Billy Joel; renten “El hombre que sería rey” (The man who would be king, 1975) con Sean Connery y Michael Caine y lean “Los pájaros de Bangkok”, de Manuel Vázquez Montalbán. Provecho.
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