Hace mucho, mucho tiempo, cuando los niños íbamos a la escuela mañana y tarde y teníamos clases de civismo, invariablemente se tocaban dos temas que nos llenaban de orgullo patrio: uno era el de nuestro Himno, el cual, por su belleza y marcialidad, ocupaba el segundo lugar entre todos los del mundo, tan sólo aventajado por la Marsellesa de Francia (jamás supe en virtud de qué concurso ni juzgado por quién, aunque para mí, el mexicano era y sigue siendo el único que vale la pena). El otro tema era el de nuestra Constitución Política. Los maestros de entonces infundían en las mentes y corazones de niños y jóvenes la emoción de que, además del Himno Nacional, los mexicanos poseíamos un código prácticamente perfecto, el más cercano al original Derecho Romano, con muchos puntos de ventaja sobre cualquier legislación imperfecta como las que regían los destinos de los Estados Unidos, los países europeos, las naciones asiáticas y ni qué decir de las latinoamericanas (nunca supe, en aquel entonces, si los africanos eran regulados por alguna otra ley que no fuera la de la selva).
Con el paso del tiempo las cosas fueran cambiando: el Himno Nacional, no sólo sufrió la mutilación de los versos que mencionaban al “héroe inmortal de Cempoala”, como castigo retroactivo por andar vendiendo territorios que no eran suyos: de hecho, dejó de ser una presencia permanente entre los estudiantes porque, además de limitarse en las escuelas el calendario de Honores a la Bandera, se redujo también la obligación de aprenderlo y analizarlo: la mayor parte de los mexicanos de hoy saben (?) nada más la primera estrofa y el coro; aunque, eso sí, discuten enérgicamente –en el aula, en la tele y en foros de opinión– si la tierra tiene centro o centros, ignorando el sentido poético de la composición y lo que la imagen quiere despertar en los patriotas cantores. En cuanto a nuestra Carta Magna, con todo respeto creo que ya no nos da mucho para presumir; primero, porque naciones regidas por documentos teóricamente menos buenos que el nuestro, nos dan ejemplo práctico de legalidad, justicia, sentido común y aplicabilidad de la ley, mientras que nosotros, que poseemos el modelo, somos frecuentemente paradigmas de arbitrariedad, irrespeto y faltas graves a la justicia, propiciadas, muchas veces, por recovecos de la misma legislación.
Por otra parte, la modernización de la vida y sus novedades, el natural crecimiento del país y la multiplicación y complejidad de sus necesidades, ha obligado a tal cantidad de enmiendas que el documento primigenio ya poco tiene que ver con el actual. Aunque usted no lo crea, aparte de las estatales y municipales existen al menos 453 leyes derivadas de la Constitución (cada una con sus artículos y apartados), para regular la vida social, política, económica y cultural de los mexicanos. Sin duda, el tiempo y los cambios de nuestros modus vivendi y operandi rebasaron hace rato el espíritu que dio origen al símbolo patrio y a la legislación redactada en 1917, a instancias del Barón de Cuatrociénegas. Cada día se solicitan nuevas reformas, añadidos y consideraciones que conforman un revoltijo verdaderamente intransitable para el ciudadano común y sugieren la conveniencia de mejor hacer una ley nueva, porque la actual ya no aguanta más parches, trasplantes, excepciones y extensiones. Aunque suene a sacrilegio, es un hecho que la claridad de nuestra Carta Magna se encuentra opacada por numerosas carencias, obsolescencias y contradicciones, como lo revelan casos de delincuentes probados que escapan a la acción de la justicia porque un artículo constitucional les privilegia con algún detalle que aligera su crimen, lo cambia de denominación o lo hace prescribir; o bien, casos como los que ahora –víspera de elecciones– traen tan ocupadas a las clases política y eclesiástica y dan pábulo a los medios de información para alimentar la flama de pasiones con que se nutre su diario transmitir. Me llama la atención el escándalo que provocó en políticos y comunicadores el hecho de que algunos prelados católicos se hayan declarado públicamente en contra de conductas y principios establecidos en el seno de la Iglesia desde sus orígenes, como el respeto irrestricto a la vida o el establecimiento de la pareja humana, hombre y mujer, cuya natural unión sería santificada para “henchir la Tierra” al perpetuar la especie.
¿Por qué un discurso de dos mil años de antigüedad se convierte de pronto en argumento de proselitismo electoral? Habrá que considerar qué fue primero, si la doctrina cristiana o los postulados del partido que encabeza la protesta. Sin pecar de simples vayamos a la intención. El artículo 130 constitucional establece claramente que ningún ministro de culto puede realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna. Claro, pero desde el primero se anuncian las garantías a las que tiene derecho todo ciudadano mexicano, una de las cuales es la libertad de pensar y expresarse, ejercida sin restricción alguna en los últimos tiempos. Esto es tan cierto, que continuamente se violan principios establecidos en dicha Constitución, sin que ello parezca molestar a nadie; tal es el caso del artículo noveno que señala la libertad de manifestación pública, siempre que no se insulte a la autoridad o se la intimide de cualquier forma para que resuelva lo que se le pide.
¿Dónde están las demandas de los partidos contra sus adeptos o contra grupos que día a día alteran el orden, agreden los derechos de los demás e insultan, calumnian y difaman sin recato a quien les da la gana, así se trate de la primera autoridad de la nación? ¿Por qué se ignora el artículo 58º de la Ley Federal Electoral que prohíbe a un partido la postulación de candidatos que ya han sido postulados por otro y en cambio se adopta esta estrategia como práctica cada vez más común entre las coaliciones? Claro que, como dice el filósofo de Güemes, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa; sin embargo, sospecho que la sombra de algún espíritu comecuras chocarrea sobre el asunto.
Por otra parte, no dejan de quedar en entredicho las protestas que, más que una razón de justicia, parecen tener un peso específico de publicidad. Yo francamente ignoraba que existía un partido de tan utópico nombre, pero ahora sí lo sé, gracias a la polémica de la quincena (no lo nombro, para no resultar prosélita involuntaria). La reflexión aquí sigue siendo la misma: urge analizar objetivamente la Ley, detenerse en sus contradicciones, eliminar situaciones obsoletas por el tiempo y prever las que no están contempladas, despojarla de toda esa serie de escondrijos que tantas veces castigan al que la ignora y tantas otras permiten a quien la conoce, utilizarla a su favor para cubrir conductas réprobas; hay que quitarle esas circunstancias jurídicas que dejan escapar al delincuente de “cuello blanco” o al que trafica con drogas de todos colores, mientras someten bajo el peso más grande al que no tiene qué comer.
¿A quién debemos condenar y a quién exonerar en el caso de la denuncia contra los ministros católicos, si tanto la parte civil como la religiosa han ignorado (o adaptado a sus intereses) uno o varios artículos constitucionales para dar cumplimiento a otros y actúan en defensa de su responsabilidad moral? El código nos ofrece recursos, pero éstos resultan parciales y poco convincentes: unos contravienen a otros, revelan vacíos, interpretaciones subjetivas y culpas en las que no se nos había ocurrido pensar, que de pronto intercambian los papeles y parecen acusar al denunciante y respaldar al acusado. La luz de nuestra Carta Magna está menguando y es preciso renovarla. Creo que ésta es una inmejorable área de oportunidad para los poderes de la Unión, a muchos de cuyos miembros les convendría sustituir la práctica de la descalificación y el bloqueo por la más positiva de reformar a México, encauzarlo por un camino recto y propiciar su desarrollo en un marco de salud ética y hacia un verdadero y justo Estado de Derecho.