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Llevan la guerra al mar

El País

Madrid, España.- Es 1805, Napoleón es el amo de Europa. La revolución (al estilo Bonaparte: del yugo de Luis XVI al yugo de la liberté-egalité-fraternité) prosigue su curso imparable a la espera de una invasión de las islas Británicas, donde Jorge II pone sus bigotes en remojo. No crece la hierba al paso de las tropas de infantería imperial, no hay fortaleza que resista los disparos de la artillería gala, ningún frente aguanta los asaltos de la caballería napoleónica. Y, sin embargo, los ingleses, cual aldea de Astérix y Obélix, mantienen su territorio libre de tropas francesas. Gracias al mar.

Sólo frente a la pericia de los marinos de la Pérfida Albión sucumben los ejércitos del emperador de Francia, como ya comprobaron los monarcas españoles siglos antes, cuando el sol no se ponía en su territorio y el pirata sir Francis Drake le llevaba el oro a la reina de Inglaterra. Los océanos tienen la culpa de las hemorroides imperiales. Los océanos, y Jack Aubrey, capitán de la Armada británica, héroe de las espléndidas novelas marinas de Patrick O?Brian, y excusa de Peter Weir, el cineasta australiano, para volver a ponerse detrás de la cámara cinco años después de El Show de Truman.

Un nuevo azote del imperio

A principios de aquel mismo año, en Trafalgar (costas de Cádiz), la gran derrota de la Armada de Napoleón (y sus aliados comparsa españoles) a manos británicas había dejado, sin embargo, un resquicio de esperanza al emperador: el almirante Nelson, el mejor marino inglés, murió tras la batalla. Nadie podría recoger su testigo y Francia podría volver a intentar la conquista de Gran Bretaña.

Napoleón se las prometía muy felices. Pero no contaba con Jack Aubrey ni aún menos con Russell Crowe, australiano como Weir, el actor que mejor podía ofrecer la fuerza, el vigor, la destreza y el ardor guerrero del héroe de los best sellers de O?Brien a bordo del HMS (Her Majesty Ship: Barco de Su Majestad) Surprise, el buque que le acaban de asignar en Portsmouth, base de la Armada británica, con una misión secreta que Master and Commander.

Al otro lado del mundo nos va a descubrir. Costas de Brasil, abril de 1805. El buque Surprise, con 28 cañones y 197 hombres a bordo tiene la orden de ?interceptar el buque francés Acheron... Hundirlo, incendiarlo o capturarlo?.

Así comienza la búsqueda de un buque francés casi fantasma, superior en metros de eslora, hombres, armamento y velocidad. Es en esa persecución obsesiva a lo Moby Dick donde descubrimos a Aubrey, un hombre de acción, un ser íntegro y de valor probado, un capitán al que sus hombres conocen como El Afortunado.

A su lado, y rodeado de pescantes, barloventos, popas, proas, babores, estribores, y de toda la terminología marinera con que el escritor nos deleita en las obras originales, otro hombre ejemplar: Stephen Maturin, el cirujano de a bordo. Interpretado por Paul Bettany (el poeta zumbado de Destino de caballero, el amigo imaginario de Crowe en Una Mente Maravillosa), Maturin, de nuevo un hombre de confianza para el personaje de Russell Crowe, es el perfecto álter ego del protagonista, la otra cara de la moneda del guerrero.

Hombre de ciencia, naturalista y médico en una época de grandes descubrimientos (las teorías de la evolución, por ejemplo), este antecedente de Darwin es la voz de la conciencia de Jack Aubrey, el contrapeso ético que todo militar necesita para recordar que la guerra es el problema y no la solución.

De la relación exquisita entre ambos amigos no sólo sale ganando el conflicto interno de la trama, sino que, como buenos melómanos, aficionados a tocar el violín y el violonchelo que son, también la espléndida música original de los australianos Iva Davies, Richard Tognetti y Christopher Gordon, bien combinada con clásicos reconocibles de Bach y Mozart, encuentra su inspiración.

Vive Dios que la tripulación también encuentra un equilibrio perfecto entre la inexperiencia y la juventud de algunos mandos intermedios (entre ellos niños de buena familia que iniciaban así su carrera en la Armada) y la veteranía de marineros rasos, lobos de mar perfectamente caracterizados (hay caras que parecen sacadas directamente de principios del siglo XIX, como la de Billy Boyd, uno de los hobbits de la saga de El Señor de los Anillos ) dispuestos a un motín por un quítame allá esa ración de ron o por un contramaestre gafe que les lleva a mal traer durante la escala forzosa en las islas Galápagos.

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