Adam Smith es un referente obligado. ¿Qué poseen las naciones? ¿De qué son dueñas y cómo pueden utilizarlo para su bienestar? La riqueza de los mares o simplemente tener acceso a ellos, los minerales, las tierras fértiles, los ríos, las bahías, etc. siempre han sido motivo de codicias y guerras.
Definir hasta dónde llega el derecho de una nación y dónde comienza el de las demás fue uno de los impulsos para el nacimiento del derecho internacional.
Hace tres décadas se discutían las definiciones de mar territorial y mar patrimonial y el uso del espacio aéreo. Hoy se plantea con seriedad la posibilidad de acudir a impuestos globales a partir de costos ecológicos como el calentamiento del planeta producto del consumo de hidrocarburos. La polémica pareciera nunca terminar.
Si la discusión entre las naciones es compleja, la interna no lo es menos. ¿Hasta dónde llegan los derechos individuales de propiedad, dónde comienzan aquellos que compartimos con nuestros conciudadanos?
En los extremos estarían autores como John Locke para quien la propiedad es un derecho cosubstancial del ser humano y nadie, menos aun el Estado, puede limitarlo.
Del otro lado estaría una larga lista de pensadores para los cuales la propiedad privada deriva del Estado y siempre está condicionada a éste. También están los radicales para la propiedad es fuente de todos los problemas, la solución es abolirla. Las fórmulas son muy variadas, desde prohibir la propiedad privada hasta fomentarla a cualquier costo. Los efectos también son muy diferentes.
Queda claro sin embargo que sólo con definiciones precisas y estables se logra ese efecto positivo del cuidado y cultivo de los propietarios sobre sus propiedades, sean éstas a título personal, comunitario o nacional.
Triste, pero los humanos tendemos sólo a cuidar aquello que sabemos en alguna forma nuestro. De allí la añeja discusión sobre la propiedad y sus efectos sociales. Al final del día la idea es llegar a una clara definición sobre lo propio, lo de los otros y aquello que nos pertenece como nación, lo nuestro.
Poder defender lo mío frente a los otros, incluido el Estado y que los otros se puedan defender igual, son los cimientos del pacto social. También lo es poder defender lo nuestro frente a nosotros mismos y frente a extraños. Sólo así se logra una dinámica de cuidado y fomento de los bienes individuales y de la riqueza de las naciones, para regresar a Smith.
En México pareciera que hemos logrado una perversa combinación. Por un lado históricamente hemos limitado y debilitado los derechos individuales de propiedad. Por el otro hemos erigido una propiedad nacional, lo nuestro, tan amplia como frágil. El peor de los mundos.
Comencemos por los derechos agrarios, alrededor de la mitad del territorio está regida por una fórmula, comunitaria y ejidal que, salvo honrosas excepciones, no ha generado procuración y cuidado de los recursos.
Buena parte del medio millón de hectáreas de bosques y selvas que se pierden anualmente están en esa condición. El resto del territorio priva una “propiedad privada” sobre cuyos titulares recae una condición de “capitus diminutio” puesto que los procedimientos para resolver controversias no son resueltos por el Poder Judicial sino por tribunales especiales. Ni unos ni otros tienen potestad plena sobre sus bienes, tampoco hay certidumbre, elemento central en el cuidado de las tierras.
La deforestación histórica del territorio nacional pasa por esa fallida y trágica historia agraria. Esos bosques y selvas no son privados ni son “nuestros”, son de otros. Lo mismo ha ocurrido con las especies marinas concesionadas gremialmente. Su explotación irracional es otra historia terrible. También están en el limbo: no son de alguien, tampoco pertenecen cabalmente a “lo nuestro”.
En México nadie puede poseer playas. Los más de diez mil kilómetros de litorales están encomendados a una dependencia, la Secretaría de Marina. Por supuesto es una ficción, pues no hay forma de cuidar y limpiar centralmente una extensión así. De allí que la mayoría estén convertidas en muladares. En teoría son “nuestras”, en la práctica no son de nadie.
Lo mismo ocurre con los ríos y riachuelos controlados centralmente. Los individuos, pero también los municipios y los estados, no están facultados para ejercer ninguna acción de aprovechamiento, limpieza o cuidado sin autorización central.
Resultado es el gran basurero del país, una verdadera vergüenza. Tratar de retener agua por vía de pequeñas represas es un acto ilegal. Los ríos también son “nuestros”. El ámbito privado es débil y “lo nuestro” es lejano e inexistente.
De allí que en parte la explicación de por qué el sentimiento nacional contrahecho sobre “lo nuestro”. Si de eso se trata pues la verdad, qué sentido tiene, quizá por ello cuidamos poco o nada de “lo nuestro”. “Nuestro” también es en teoría el petróleo, el gas y los recursos geotérmicos.
Pero como el beneficio siempre ha sido indirecto, a través del Estado y en el camino ha habido pingües negocios y aprovechamientos corporativos indebidos, los mexicanos tampoco reaccionamos hacia la discusión como si fuera nuestro.
En días pasados el director de Pemex compareció ante legisladores de la comisión respectiva e hizo una serie de declaraciones dramáticas. Habló de cómo esa empresa, que es nuestra, se está descapitalizando aceleradamente. Entre el aumento de pasivos y la imposición fiscal los recursos propios para crecer son nulos.
O permitimos la entrada de capital fresco en ciertas áreas o regresemos a la versión estatista e invertimos en nuestra empresa. El problema es que esos recursos estatales para nuestra empresa tendrían que salir de proyectos de áreas sociales y de infraestructura donde no pueden entrar recursos privados.
¿Qué hacemos con nuestra empresa? De nuevo, el peor de los mundos. A la petroquímica le pasó lo mismo, la dejamos en el limbo. Resultado: hoy importamos productos que podríamos elaborar en México por un monto equivalente a todas nuestras exportaciones petroleras a precios normales. ¡Qué buen negocio! Si queremos que en México se reduzcan los niveles de pobreza, si queremos que el número de miserables disminuya, si queremos un país más justo, tenemos que revisar nuestra actitud ante lo nuestro.
Nuestros mares, nuestras playas, nuestros bosques y selvas, nuestros ríos, nuestro petróleo, nuestro gas, nuestras riquezas arquitectónicas y artísticas, merecen un mejor aprovechamiento, un uso más racional y menos emocional. No necesitamos pelear contra ningún extranjero. La guerra por lo nuestro es entre mexicanos.