Las escenas se introdujeron a los hogares mexicanos dejando atónitos a más de uno de los espectadores que apenas terminábamos de ingerir nuestros alimentos nocturnos. La violencia desbordada en la toma de unas instalaciones dedicadas a la elaboración de un periódico, no eran creíbles, se detenían en la duramadre del cerebro sin lograr penetrar en nuestros sentidos. La furia desatada por un grupo de personas que usaron la caja de un camión en reversa para destruir un portón, por el que penetraron como vándalos un puñado de torvos sujetos, arremetiendo sin piedad contra las personas que se encontraban en el interior del local golpeándolos brutalmente, nos dejaron pensando si el género humano está retrocediendo a los primeros tiempos en que no había gran diferencia entre simios y antropopitecus. Los instintos primitivos afloraban en todo su esplendor cuando agredían sin una pizca de misericordia a sus semejantes, tirándolos al suelo en el que eran pateados con encarnizada bestialidad. Se perdió con el andar del tiempo todo vestigio de caballerosidad que impide seguir golpeando al contrario cuando éste da muestra de haberse rendido o es incapaz de responder al agresor.
¿Qué produjo este desquiciamiento social? Se trató de hacer el mayor daño físico sin detenerse en consideraciones tales como la compasión, la clemencia o la indulgencia. Eso acaba de pasar en el Excélsior, periódico que se edita en la ciudad de México. Son varias las razones que se nos antoja dieron lugar a que en esa casa editora se llegara a esos extremos de vileza.
La empresa había adquirido el carácter de cooperativa formada por sus propios trabajadores. Un grupo de valerosos periodistas dieron vida a un rotativo que molestó al presidente Luis Echeverría, quien se dice, usó los servicios de gente dentro del periódico para desestabilizarlo provocando que, al paso del tiempo, las pugnas por el poder lograran su objetivo de llevarlo al borde de la ruina ética y financiera. Pero eso es explicable, lo entiendo. Qué más podía esperarse de quien en 1968 participó en la masacre de Tlaltelolco. Lo que no logro comprender es cómo puede el ser humano comportarse como un animal sediento de sangre. Los individuos cuyos rostros aparecieron en las pantallas televisivas no eran seres humanos, eran cavernarios a los que aún no se les ha concedido la gracia divina del entendimiento. Eran rostros patibularios que, muy bien, pudieron desalojar el local sin tener que tundir a sus víctimas, que no hubieran resistido la invitación a salir.
Una persona de saco y corbata, presumiblemente oficinista, llamaba la atención del espectador. El de la cámara lo enfocó por un buen rato, en lo que fue moqueteado, pateado y zaherido. Tumbado en el piso hacía inútiles esfuerzos por incorporarse, sin que nadie acudiera en su auxilio. Lo más que le permitieron sus reflejos fue el sentarse, como Dios le dio a entender, propiciando que cobardemente le pegaran de patadas en la cabeza hasta que quedó exánime, tendido en el suelo, con la mirada perdida, agónico. Todo grabado en un video sin que las bestias se molestaran en ocultarse o hicieran cualquier otra cosa para evitar salir en las tomas. Dio la impresión de que lo deseado por los trogloditas, era que se difundieran las imágenes de su fechoría.
De lo que se puede inferir que había la seguridad de que no serían molestados por las autoridades. Es del todo posible que esa exteriorización de la maldad quede en la más absoluta de las impunidades. Y a eso es a lo que voy. De unos años atrás se está convirtiendo este país en un polvorín. De vez en vez se presentan hechos como los aquí narrados que con el paso del tiempo se van volviendo más frecuentes. Es común que las autoridades se hagan de la vista gorda permitiendo esos abusos sin que se tomen las medidas pertinentes ya sea para evitarlos, ya sea para reprimirlos.
Estamos entrando poco a poco en una vorágine colectiva en la que los revoltosos tienen a las autoridades pintadas en la pared. No hay ninguna consideración a las personas que ocupan cargos de autoridad, ni éstas hacen nada por darse a respetar. Esta descomposición social tiene su origen en el descontento. El principio de autoridad brilla por su ausencia, por que no hay quién se ocupe en defenderlo; al contrario, parece que hay una competencia a ver quién hace peores cosas que lo denigren. Lo que puede, en el futuro inmediato, traer graves consecuencias.
En resumen, no es una buena idea darles protección a quienes agreden a sus semejantes, dado que el libertinaje puede acabar con este país.