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Los días, los hombres, las ideas/58 años de la ONU

Francisco José Amparán

Hace 58 años y dos días, un grupo de señores muy atildados y con rostros muy serios se reunieron en la ciudad de San Francisco con el audaz propósito de firmar un montón de documentos y darse efusivos apretones de manos. Los papeles consagraban la creación de una nueva organización internacional, que pretendía servir de mediadora, conciliadora y foro de discusiones para un mundo que menos de dos meses atrás acababa de salir de la peor guerra de la historia. Después de tan larga y amarga pesadilla, cualquier esfuerzo por evitar que algo así ocurriera de nuevo podía ser tomado con esperanza y escepticismo en partes iguales. Esperanza, porque resultaba evidente que el ánimo universal había cambiado desde el otoño de 1939: quien sacara a relucir las armas por “quítame acá estas pajas” no contaría con mucho ni muy entusiasta apoyo. Y escepticismo, porque la Segunda Guerra había demostrado que la estupidez y la crueldad humanas no conocen límites y que un organismo mundial creado luego de la Primera, la Sociedad o Liga de las Naciones, había servido para dos cosas: para nada y para pura...

En esa atmósfera entre optimista y cínica nació la Organización de Naciones Unidas. Mientras se acerca a las seis décadas de existencia y su función y capacidades son revisadas a la luz de los últimos acontecimientos, como que resulta conveniente ver qué se esperaba de ella, cuáles eran las expectativas en esos tristes días de 1945 y hasta qué punto ha cumplido con las promesas, explícitas y tácitas, con que nació.

El parto, como dijimos, ocurrió en San Francisco, luego de que muchos prolegómenos fueron elaborados en las oficinas de Relaciones Exteriores, en Tlatelolco. Pero los países europeos (que entonces constituían un porcentaje apreciable de la membresía) dejaron claro que la sede permanente de la ONU no podía situarse entre tranvías y calles empinadas: en aquellos tiempos, sin vuelos intercontinentales ni jets, el desplazarse hasta la Ciudad de la Bahía iba a resultar muy tortuoso: primero cruzar el Atlántico en barco y luego volar muchas horas (o montarse en un tren varios días) para alcanzar la costa del Pacífico. No, Naciones Unidas tenía que estar más cerca. Y por eso se optó por Nueva York... aunque se suponía que la ONU iba a estar en las afueras de la ciudad, no a tiro de piedra (o casi) de Broadway, Wall Street y Central Park. Es fecha que los neoyorkinos siguen maldiciendo el día en que les enjarretaron al dichoso organismo en pleno Río del Este: los burócratas internacionales arman pachangas ruidosísimas en la madrugada, se estacionan donde les da la gana y en general se mueven con más impunidad que líderes sindicales petroleros, sin que nadie les toque un pelo, dado que tienen inmunidad diplomática. El 90% de los habitantes de la Gran Manzana vería con profunda satisfacción que la ONU se largara con sus bártulos a Ginebra, París o el mismísimo Timbuktú. Para lo que les importaría...

Como hija de la Segunda Guerra Mundial, la ONU es reflejo de los tiempos que corrían. Primero que nada, se reconoció que su antecesora, la Liga de las Naciones, había tenido demasiadas ambiciones y pocos recursos con qué satisfacerlas. Así que había que olvidarse de vanas pretensiones democráticas, que tanto habían socavado a la Liga. Por ello se convino en que los grandes tuvieran suficiente cancha para moverse a gusto en el nuevo organismo. Sí, habría un espacio muy abierto y democrático, donde chicos, medianos y grandes pudieran hablar, discutir y votar. Vaya, en ese sitio estaría incluso el mobiliario más bonito. Es lo que se llama la Asamblea General, donde están presentes e intervienen (algunos, ¡vaya que intervienen!) todos los países miembros. Y desde ahí se manejan instituciones tan benéficas como la Unión Postal Universal y la Organización Mundial de la Salud. Santo y bueno.

Pero los asuntos peliagudos, los que tienen que ver con la guerra y la paz, ésos dependen del Consejo de Seguridad. Los Estados Unidos hubieran tenido que estar locos si hubieran dejado esas cuestiones a la discreción de países con población inferior al cupo de algunos estadios deportivos y frecuentemente gobernados por tiranos mercuriales. Quienes hoy cuestionan lo cerrado del Consejo de Seguridad, deberían pensar qué ocurriría si de países como Vanuatu o Kiribati o Antigua & Barbuda (así se llama un país del Caribe, no un freak-show del Atayde), o Siria o Libia dependieran asuntos cruciales para la comunidad internacional.

En el Consejo de Seguridad hay cinco miembros permanentes. De nuevo, la alineación habla de cómo estaban las cosas en 1945: son los ganadores de la Segunda Guerra Mundial y más tarde, las primeras cinco potencias nucleares. Lo cual reforzó la noción de que quienes tienen poder de veto deben seguir detentándolo: nadie en su sano juicio desea que pasen resoluciones que sean detestadas por alguien con misiles atómicos. El arreglo es simple y sensato: no se tomarán decisiones que pisen callos de los grandotes y éstas serán por consenso.

Claro, se toma en cuenta a los demás. Ello nunca quedó tan claro como a principios de este año, cuando EUA sudó tinta tratando de conseguir los nueve votos (y sacarle la vuelta al veto francés) para la aventura iraquí. A fin de cuentas, para evitar una humillante derrota en el Consejo, se lanzó como “El Borras”, sin autorización ni nada. En su atropello sólo fue seguido por los británicos y los invisibles australianos, a quienes no se ha visto en Iraq ni en comerciales de cerveza.

Algunos interpretaron ello como una derrota para la ONU. Pero la verdad es que no hizo sino remarcar una de sus tantas limitaciones: en un mundo dominado por una hiperpotencia, es poco lo que puede hacerse para refrenar sus desmanes. Además de que, tradicionalmente, la ONU ha sido más apta para remendar agujeros que para prevenir que se abran. Y a veces ni eso.

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial ha habido más de 120 conflictos que pueden catalogarse de guerras. Problemas añejos como el árabe-israelí ya cumplieron sus bodas de oro y siguen en las mismas. La ONU no fue capaz de parar las matanzas en El Congo (ni en 1960 ni ahorita), las atrocidades en la ex Yugoslavia, los genocidios en Cambodia y Rwanda o la guerra civil en Sudán, Liberia, Sierra Leona... Los Cascos Azules suelen servir más de tiro al blanco que de tropas de pacificación y tardaremos un buen rato en olvidar el papelón que hicieron en Bosnia, cuando los holandeses terminaron encadenados a la artillería serbiobosnia para evitar los bombardeos de la OTAN (que, encabezada por EUA, le pese a quien le pese, fue la que terminó con aquellos horrores). Así pues, a simple vista la ONU no pareciera haber sido una organización muy capaz que digamos, ni justificar los ridículos que hicimos en primaria cuando nuestros aviesos padres nos disfrazaron de africanitos o japonesitos o hinduítos para el malhadado festival del 24 de octubre: una de tantas que nos deben y motivo de tres o cuatro sesiones con el terapeuta... y a lo que salen.

Sin embargo, las Naciones Unidas ha cumplido muy bien su labor en otros campos. La viruela, un matador, cegador y deformador eterno, fue desterrada de la faz de la Tierra a mediados de los ochenta: la primera victoria de la Humanidad sobre una enfermedad tradicional y ello gracias a las campañas de la OMS. Esperamos que la polio siga el mismo camino en un lustro (México dio “el paso definitivo” hace ya un buen rato). Millones de personas han sido cobijadas y protegidas por el Alto Comisionado para los Refugiados, sin cuya intervención muchos conflictos hubieran terminado en auténticas catástrofes humanitarias. ¿Y qué decir de los millones que han sido salvados del hambre, o que hoy comen mucho mejor gracias a las semillas mejoradas provistas por la FAO? Vaya, hasta podríamos enlistar a los cientos de pintores regularzones que sobreviven gracias a las tarjetas navideñas que cada diciembre, de forma artera, nos asesta la UNICEF...

En gran medida la percepción de que la ONU ha fracasado (o no ha servido de gran cosa) se debe a las desmedidas (y equivocadas) expectativas que de ella se ha formado el culto público. La ONU no es un gobierno mundial ni mucho menos; está aquejada por una burocracia esclerótica, como cualquier institución de su envergadura; no posee un ejército permanente, lo que limita su capacidad de reacción y como debe obtener consensos hasta para el color de los azulejos de los baños, es paquidérmicamente lenta (como lo demostró la crisis de Rwanda de mayo de 1994). Por supuesto que a veces dobla las manitas ante los poderosos, pero ello se debe a un principio elemental: que los fuertes siempre pasan encima de los débiles. Y, siento desilusionarlos, pero la ONU ha sido débil desde su nacimiento. De hecho, la mayoría de sus miembros así es como la quieren. Después de todo, ¿en qué organismo puede Iraq presidir la Comisión de Desarme, o Siria la de Derechos Humanos? Es como poner a “Brozo” de maestro de etiqueta, o a Murat como encargado de modernizar... lo que sea. Los tiranos, déspotas y dictadores del mundo (que son la mayoría de los gobiernos en este planeta) no quieren a la ONU metiendo las narices en sus asuntos; así que mientras menos garras y dientes tenga, pues mejor.

Sin embargo, de la ONU se puede decir lo mismo que de la democracia: es el peor organismo internacional con excepción de todos los demás. Ahora Koffi Annan ha conformado una Junta de Notables para que recomiende cambios y transformaciones. Yo no depositaría muchas esperanzas en ese tipo de comisiones. Pero cualquier cosa que haga a la ONU más flexible y útil, pues va de gane. Ya veremos.

Consejo no pedido para sentirse cosmopolita: Lean “Una casa para Mr. Biswas” de V. S. Naipaul; escuchen “Watermark” de Enya y renten “Tierra de Nadie” (No Man’s Land, 2001), sobre la alucinante guerra civil yugoslava y los inútiles y frecuentemente surrealistas esfuerzos de la ONU allí. Provecho.

Correo: francisco.amparan@itesm.mx

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