Señal de los tiempos: Este año no habrá festejo del Cinco de Mayo en la Casa Blanca. Por andar de rejegos y amantes de la paz y la legalidad mundiales, ahora no nos invitaron al 1600 de la Avenida Pennsylvania para festejar ahí esta fecha, la más importante del calendario cívico nacional... fuera de México. O al menos, en Estados Unidos y Canadá. No que vayamos a extrañar tan discutible y kitsch escenario. Lo que sí, nuestros compatriotas del “otro lado” van a sentir como que falta algo en el jolgorio de ese día, tan movido y rumboso en esos lares.
Y es que, efectivamente, aunque en muchas ciudades norteamericanas el 15 de septiembre hay Grito, mariachis y hasta fuegos artificiales (en donde se permite tal barbarie), el festejo mero bueno, de hecho el que americanos y canadienses identifican como La Fiesta Mexicana por excelencia, es el Cinco de Mayo. Y esto no es simple apreciación subjetiva. Estadísticamente está demostrado que los días en que se vende más salsa picante y más ingredientes para guacamole en la Unión American son el Cinco de Mayo y el domingo del Super Bowl, en ese orden. Ah, y las ventas de salsa ya sobrepasan las de catsup: Continuamos la reconquista, je, je.
Por qué en el extranjero nuestra briosa raza de bailadores de jarabe (López Velarde dixit) conmemora con más ahínco la batalla de Puebla que la independencia nacional sigue siendo un misterio para un servidor. Si a Octavio Paz nos remitimos, en “El Laberinto de la Soledad” de 1950, no dice una palabra de tan singular situación. Así pues, quizá éste sea un fenómeno reciente. Pero ¿por qué se da? ¿Qué hay detrás?
Me late que se trata de una reacción de nuestros connacionales a generaciones y generaciones de gabachos preguntándole a la paisanada qué guerra hemos ganado o a quién hemos derrotado militarmente, dado que nuestra historia pulula con generales y héroes. La respuesta automática a tal inquisición es que vencimos a los franceses el Cinco de Mayo de... hace mucho. Pero ¿por qué no otra batalla?
Para efectos prácticos y relacionados con esa pregunta, la gesta de la independencia no cuenta porque, en su arranque, no hubo una acción de armas de la que muchos se quieran acordar (la degollina de inocentes en Guanajuato, por parte de la gente de Hidalgo, es usualmente echa a un lado por incómoda); y nadie puede presumir de grandes eventos bélicos en su culminación; de hecho, tuvo un final pactado: Si se fijan, no hubo batalla decisiva (como fueron Ayacucho y Carabobo en Sudamérica, o Yorktown en Gringoria) que acabara con el poder militar español... dado que no existía tal a mediados de 1821, luego que Iturbide dio el chaquetazo. El Ejército Trigarante entró a México con más facilidad que la mayoría de los chilangos regresando de “vacaciones” de Semana Santa. Y los caballos no tenían calcomanía de “Hoy no circula”, además.
Mucho menos recuerda nadie la batalla de Tampico de 1829, la única vez en que efectivamente México (con eficiente ayuda de sus patriotas enfermedades intestinales) derrotó de manera decisiva a un ejército extranjero invasor (el español de Isidro Barradas). El problema con ese acontecimiento es triple: a) El 99 por ciento de la población ignora que ocurrió tal cosa; b) Por lo mismo, no hay día libre ni sorteo mayor de la Lotería, así que no hay relación pavloviana fecha-jolgorio; y c) el general victorioso fue Antonio López de Santa Anna, quien no perdió una oportunidad en su vida para recordarle a todo mundo que él había evitado la reconquista hispana de México. Quizá por tanta publicidad que se hizo el siglo pasado (y por otras causas, of course), nadie menta uno de sus pocos hechos de guerra dignos de felice recordación.
Así pues, si alguien se acuerda de una victoria nacional en la mal enseñada y peor aprendida clase de historia de México de primaria, esa es la de Puebla. Todo el mundo tiene por ahí, en algún recóndito rincón de la memoria, la imagen de la niña Fulanita de Tal recitando loas a mi general Zaragoza, con toda su camada sufriendo el solazo del patio de la primaria. Los de mi generación recordarán la genial canción de La Tropa Loca (“Cayeron diez/ y ninguno mexicano”), ejemplo nunca seguido (por desgracia) de cómo se puede ser cronista patrio-lírico sin caer en la solemnidad de guardia fúnebre (¿Por qué no ha hecho El Tri algo parecido?). Que además el Cinco de Mayo sea día libre en muchas esferas de la vida nacional ayuda no poco a recordar la fecha con cariño.
Sí, ya sé que algunos lectores estarán incómodos, con la digestión de los huevos motuleños a punto de cortárseles, desde que señalé que “la única vez en que efectivamente México (...) derrotó de manera decisiva a un ejército extranjero invasor” ocurrió bajo el mando de Santa Anna y en una fecha ignota. Pero esa es la realidad. La batalla de Puebla de 1862 no fue decisiva ni mucho menos. Los irreductibles galos fueron derrotados, sí, pero no exterminados ni nada por el estilo: Ese Cinco de Mayo, menos del diez por ciento de los efectivos de Lorencez (los cuáles no pasaban de 4,800 soldados: Sombra Norte, aunque más sobrios) fueron bajas. Los sobrevivientes (o sea, casi todo el ejército francés) se retiraron más o menos tranquilamente a Córdoba y Orizaba a lamer sus heridas. Como comprobación de que el de Puebla no fue un combate crucial, baste recordar que los franceses tomaron la Ciudad de México un año más tarde, y se quedaron en el país otros tres. Que su intervención haya estado llena de contratiempos, y que no dominaran sino el suelo que pisaban, tiene qué ver con el espíritu de resistencia nacional y la tenacidad de los guerrilleros republicanos, no con las pérdidas sufridas por los invasores el Cinco de Mayo.
También se puede decir que al general victorioso poco le duró el gusto: El joven Ignacio Zaragoza moriría cuatro meses después, víctima de un microbio eminentemente conservador, el de la tifoidea. Las tendencias políticas del bicho quedan expuestas cuando se ve a cuantos liberales se llevó entre las patas esa enfermedad. O vaya uno a saber qué puestos de tacos frecuentaba “la chinaca liberal”, como lo denostaban sus enemigos.
De cualquier manera, está bien celebrar una victoria como ésa. Después de todo, fue una de las raras ocasiones en nuestra larga (y frustrante) saga bélica en que la oficialidad mexicana se portó a la altura, haciendo lo que tenía que hacer, peleando de acuerdo al librito y sin cometer tonterías. Lorencez, en cambio, hizo estupidez y media: Colocando la artillería como niño de párvulos, ordenando cargas de infantería en suelo fangoso y cuesta arriba y atacando posiciones bien defendidas y pertrechadas (los famosos fuertes de Loreto y Guadalupe). Tanto Zaragoza como Napoleón III luego hicieron hincapié en que el mando francés había actuado con la capacidad e inteligencia de los Tres Chiflados (y eso que ni siquiera existían todavía).
En todo caso, mientras se conserve el “puente”...
PD: El lector Pedro Duarte, que no desperdicia oportunidad para restregarme mis errores (ni los cometidos por los Acereros de Pittsburgh, como si ésos fueran culpa mía), apunta que me equivoqué en la columna del domingo pasado: Los americanos sacaron a Noriega de la embajada vaticana en Panamá con música a todo volumen de Twisted Sister, no de la Familia Partridge. La realidad, ignoraba la selección y complacencias utilizadas entonces y suponer el uso de tan fresa grupo me pareció suficientemente siniestro. Ahora, con esta aclaración ya no sé, la verdad, qué sería peor. Pobre Noriega. Ah, y gracias, Pedro.
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