(palimpsesto de una
charla-comida
con los Sembradores
Laguna; gracias, Javier,
por la hospitalidad)
La literatura de Occidente arrancó hace unos 3,500 años cuando, según la tradición, un bardo ciego llamado Homero recopiló una serie de cantos y poemas referidos a una guerra mítica, y compuso un par de obras geniales: “La Ilíada” (o sea, lo ocurrido en Ilión o Troya) y “La Odisea” (o sea, lo que le sucedió a Odiseo o Ulises). Cada una de ellas está compuesta de veinticuatro cantos o rapsodias y toca temas referidos a un conflicto que, según los decires, resultó decisivo para la evolución de los pueblos griegos.
La primera de esas obras no tardará en volverse parte de la cultura popular globalizada. En su insaciable y poco imaginativa búsqueda de temas para esquilmar espectadores, Hollywood va a lanzar el próximo mayo una versión de la Guerra de Troya con Brad Pitt como Aquiles y Orlando Bloom en el papel de Paris Alejandro. Lo cual, como todo, tiene sus pro y sus contra. Lo malo es que, conociendo cómo se las gasta la industria fílmica americana, lo más probable es que esa genial epopeya quede como multimillonaria película de matinée, útil sólo para digerir palomitas y darse tacos de ojo.
Lo bueno es que el filme despertará alguna inquietud por repasar nuestros orígenes y suscitará cierto interés por la primera obra maestra de nuestra literatura. Y digo nuestra, porque “La Ilíada” nos pertenece a todos los occidentales: a quienes hablamos lenguas nacidas en el Mediterráneo, seguimos los razonamientos de los filósofos griegos y consideramos a las columnas como un elemento arquitectónico fundamental, muy a pesar de los adefesios que se construyen en La Rosita y San Isidro. Leer “La Ilíada” es retornar a la cuna de nuestra cultura y abrevar en la fuente original, de la que brotó nuestra civilización.
Y como buena obra griega, “La Ilíada” habla de temas que nos son comunes a todos los humanos y que siguen siendo importantes 35 siglos después.
En el estremecedor Canto XXIV, el rey de Troya Príamo (en la película, Peter O’Toole: difícil hallar una mejor elección) se dispone a pagar un abundante rescate por el cadáver de su hijo, el noble Héctor, modelo de hombre decente. Para ello ordena a sus hijos restantes (¡nueve!) preparar un carro con riquezas. En eso se le sube la bilis y truena en contra de su descendencia: “¡Daos prisa, malos hijos! Ojalá que en vez de Héctor hubieseis muerto todos en las veleras naves. ¡Ay de mí, desventurado, que engendré hijos valientísimos en la vasta Troya y ya puedo decir que ninguno me queda! (...) Y (sólo me) restan los que son indignos, embusteros, danzarines, señalados únicamente en los coros (o sea, en las pachangas) y hábiles en robar al pueblo corderos y cabritos...” (XXIV, 253-264).
Como se puede ver, las cosas no cambian tanto como creemos: igual que Torreón, Troya padece un caso grave de juniors depredadores, borrachos y soberbios; los padres se enfrentan a la mala crianza y falta de respeto de sus críos y la Vieja Guardia se queja de lo mal que anda la juventud, interesada sólo en divertirse, en tanto los fieros aqueos se agolpan ya a las puertas de la ciudad, o los esbirros de Madrazo se aprestan a acabar con la viabilidad de este país. No hay nada nuevo bajo el Sol.
Al parecer, desde que el mundo es mundo ha existido la brecha generacional. Aunque el término se originó hace menos de cincuenta años, el fenómeno que describe ha estado entre nosotros durante toda la historia. Pero el hecho de que el problema sea recurrente no significa que no podamos echarle un vistazo y hacer una breve reflexión.
Si el concepto no había surgido antes, ello se debía a múltiples factores culturales. Primero que nada: tanto en el siglo XV a. C como en el XV d. C., un hijo no podía aspirar a una existencia muy diferente de la de su padre: ni tendría más bienes, ni viviría más tiempo, ni lo haría con mayores comodidades; de una generación a otra (de un siglo a otro) las cosas no cambiaban mayormente. Así pues, nadie podía quejarse de que sus progenitores no lo comprendían, ni que estaban “fuera de onda”. La vida de uno era en lo general una repetición más o menos monótona, más o menos brutal, de la del otro.
Además, las sociedades estaban fuertemente estratificadas y compartimentalizadas: el que nacía para maceta, del corredor no pasaba. Las instituciones se basaban en conceptos autoritarios y verticales y a nadie le extrañaba el castigo a los transgresores: si un grupo de macheteros salía a impedir una obra real y benéfica para el pópulo, las fuerzas de Su Majestad los barrían limpiamente (¡Ay, qué tiempos aquéllos!). Y una buena bofetada al chiquillo latoso no era vista como políticamente incorrecta y sí como una medida muy efectiva.
Y en tercer lugar, los márgenes de la existencia humana eran muy diferentes: hace apenas un siglo, un ser humano común y corriente en promedio podía esperar alcanzar la edad de 44 años. Las mujeres estaban acostumbradas a tener diez o doce partos antes de arribar a la muerte por simple desgaste (si es que no morían en alguno de ellos, cosa harto frecuente). De esas numerosas proles, sobrevivía si acaso una tercera parte: el sarampión, las infecciones, los accidentes, mataban niños como moscas. Varios de nosotros no hubiéramos tenido el menor chance de durar mucho en este mundo, de haber nacido en un siglo diferente. Que un abuelo viera crecer a sus nietos y tuviera que hacer tres inútiles y carísimos regalos de graduación, era algo sumamente raro.
Las cosas empezaron a cambiar en la segunda mitad del siglo XX. En primer lugar, hubo transformaciones notorias en las posibilidades de empleo, diversión, enfoque vital y prosperidad entre una generación a otra. Cuando antes un padre no había podido estudiar sino secundaria, ahora el hijo podía aspirar a terminar una carrera profesional; mientras el padre tuvo que andar toda su vida en camión o a pie, el hijo aspiraba a un Vocho como derecho casi natural y quizá lo más importante: antes el Viejo había tenido que soplarse la música y las películas que eran el deleite de su padre, dado que no había de otras; pero, después de la Segunda Guerra Mundial, el Jovenazo ya no tuvo que padecer ese suplicio y es que había surgido una nueva clasificación en la sociedad liberal capitalista: el adolescente; el cual requería sus propios ámbitos, gustos y modas.
Nunca antes había existido tal criterio: una persona era o niño o adulto y a esta última clase entraba a los12 años, con los primeros pantalones largos, y tenía que trabajar y comportarse como tal. Pero a partir de los cincuenta, en buena parte del mundo ésa ya no fue la norma. De repente apareció una subespecie que requería de su propio hábitat.
Así surgió la música rock y los copetes engomados y las infames películas de surfistas que eran coto exclusivo de los no-adultos. Los cuales, además, adquirieron el sublime e inalienable derecho a divertirse mientras lo siguieran siendo, gastando el dinero de sus progenitores. Para ello la economía capitalista creaba modas, peinados, movimientos musicales, películas, que debían ser copiados, consumidos y seguidos como si en ello les fuera la vida a los espinilludos. Y también se creó la noción de que el Joven que no se comportaba como Joven no merecía estar en este mundo. ¿Y quién lo determinaba? Ah, pues los mercadotecnistas, la última cantantilla berreante, un galancete de Hollywood (o Televisa, total) o el miembro más tonto, greñudo y musculoso de la pandilla de la colonia.
La ruptura generacional se agravó debido a la tecnología: los jóvenes de 15 años se admiran al enterarse que sus padres vieron la primera luz en un mundo sin computadoras, Internet, CD’s, DVD’s ni, en algunos casos, televisión. Mi abuela nació en 1899 en un México sin electricidad, pavimento ni automóviles. Murió a los 98 años luego de adaptarse a casi todas las vicisitudes del siglo; pero hubo algo que se negó a hacer, por ahí de un lustro antes de morir: manejar el control remoto de la tele: para ella, eso era ya demasiado y se negó rotundamente a hacerse diestra en tal maniobra. Algo así le ocurrió a muchos adultos: de repente se volvieron analfabetos técnicos funcionales, incapaces de comprender (o asimilar) que sus hijos encontraran maneras muy diferentes de ver las cosas y experimentar el mundo.
La ciencia añadió otro ingrediente a la brecha: la medicina hizo posible alargar la vida humana y suprimir muchos pesares. Si de por sí históricamente los jóvenes suelen ser irresponsables y creerse invulnerables, las nuevas hazañas médicas agravaron la cuestión: muchos adolescentes tienen la noción de que nada les puede pasar y si les pasa, de que todo se puede arreglar. Y que, además, no tienen porqué soportar el dolor. Muchos creen que pueden eliminar de sus vidas el sufrimiento y para ello recurren a múltiples recursos, que van del chantaje paterno a las drogas. Vaya, algunos piensan que no tienen que padecer el supremo horror de ser feos (o al menos, de que sus congéneres los vean así) y van a enderezarse narices o liposuccionarse 154 gramos de grasa antes de cumplir los veinte años. ¡Por favor! ¿Quién es una persona completa sin sufrir? ¿Qué puede hacer por el crecimiento propio y de su comunidad aquél que es ajeno al dolor? ¿Y qué podemos esperar de quien hace de su apariencia física el centro del Universo... veinticinco años antes de que empiece a caducar? Todo ello tiene que ver con un problema fundamental: no se les enseña que todas las acciones tienen consecuencias. Que es imposible zafarse de ellas. Y que hay que pagar por todo lo que hacemos en este mundo. Suele olvidarse tan importante detalle.
Ciertamente hay una brecha generacional, que como hemos visto es producto de circunstancias históricas concretas. Pero ello no debe significar alejamiento; ello no tiene porqué traducirse en extrañamiento. Padres e hijos pueden hacer muchas cosas para no verse como alienígenas.
La primera es reconocer que el padre es padre y el hijo es hijo (y el Espíritu Santo, es Espíritu Santo; no me vaya a excomulgar Sandoval por apóstata y cómplice de inexistentes Crímenes de Estado). Ello implica una situación de dependencia y subordinación. El padre debe mandar y el hijo obedecer. El hijo tiene el derecho muy humano de quejarse de que el padre no lo entiende; pero también debe entender al padre, quien no la tiene nada fácil, la verdad. El padre debe predicar con el ejemplo: imposible inculcar valores que no se viven en la mesa del desayuno. El padre debe ser un guía mucho más importante que los otros chiquillos de la manada en donde pasta su hijo; debe demostrar que es más maduro que todos ellos, no seguirles la corriente y solapar (o, peor aún, fomentar) sus borracheras y tropelías. El hijo debe buscar puntos de contacto con el padre: música, deportes, películas, libros. El padre no debe encontrarlos haciendo lo que hace su hijo: se supone que él es el maduro, él tiene la experiencia, él ya pasó por eso. El padre no debe pretender ser amigo de su hijo ya cuando éste tenga 25 años sabrá si quiere ese tipo de relación. Por lo pronto, la naturaleza lo obliga a ser conductor, corrector, enmendador. El hijo debe ver así no sólo a sus padres, sino a todos sus mayores, listos o tontos, necios o sabios. Como que hoy en día se desprecia y devalúa al adulto por serlo y no se muestra mucho respeto hacia quienes hemos pasado más tiempo en este mundo y por ello sabemos algo al respecto. Es una de las manifestaciones más desagradables de la brecha. Pero que, como muchas otras, tiene que ver con aquello que los jóvenes han visto en su casa.
Es cuestión, pues, de revisar juntos los roles que cada quién juega como padre, hijo, pareja, hermano. La naturaleza no perdona: a los adultos que se siguen considerando (y actuando como) jóvenes y a los jóvenes que piensan que ya lo han vivido todo, les espera el mismo destino: el vacío y el ridículo. Como que la temporada se presta para la reflexión.
Consejo no pedido para sentirse joven: Escuchen el soundtrack de “Érase una vez en América” de Ennio Morricone; lean “Colas de lagartija” de Juan Marsé; y renten “Locura Americana” (American Graffiti), enternecedora muestra de lo que pueden ser las decepciones juveniles.
Correo:
francisco.amparan@itesm.mx