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Los días, los hombres, las ideas/Dallas, 40 años después

Francisco José Amparán

Uno de los problemas fundamentales que históricamente hemos tenido los varones, es cómo abordar a una fémina desconocida con la que deseamos tener encuentros cercanos de cualquier tipo, de preferencia del tercero (los cuales, paradójicamente, suelen ocurrir en el cuarto). Una de las angustias fundamentales de mi generación la constituía lo que los filósofos criptomarxistas llaman el “dilema de la cuarta pregunta”. Y es que al sacar a bailar a una nena, allá en los setenta, la plática solía tener como arranque las siguientes haladas palabras: “¿Cómo te llamas? ¿En qué escuela estás? ¿En dónde vives?” Y zácatelas, si uno se atoraba en la siguiente inquisición, se podía decir que uno había valido y el abordaje había sido un fracaso.

Por supuesto, hay hombres que desde chiquitos son hábiles y capaces para esas cuestiones. Como que en algunos galanes (no pocos de ellos bastante feos) es un instinto natural. Los que de él carecemos, tenemos que echar mano a cualquier recurso. Hay quienes se tiran un clavado con los modelos ya muy probados. Sin embargo, en este mundo postmoderno, ello implica varios problemas. Y es que si uno sale con el clásico: “¿Te acompaño al pan, nena?”, uno se está arriesgando a que: a) Le digan a uno que no sea baboso, que ya nadie va por el pan; o b) En efecto la nena sí va por el pan y uno tiene que salir pagándolo.

También se puede olvidar el caché y recurrir a Chico Ché; sólo que la sublime frase “¿Tons qué, mami?” deja mucho qué desear. ¿Quién puede iniciar un idilio con semejante catalizador?

Los de mi generación, por fortuna, teníamos una frase hecha que resultaba muy útil para iniciar conversaciones con desconocidas. Tenía la ventaja de ser simple, del dominio público y poseer cierta aureola de intelectualidad sin llegar a la pedantería. Y además, de alguna forma simulaba una cierta condición de complicidad, de formar parte de una especie de cofradía secreta. En mis tiempos era relativamente válido abordar a una chica y soltarle La Cuarta Pregunta: “¿Te acuerdas en dónde estabas cuando te enteraste del asesinato de Kennedy?” La chica necesitaba ser descerebrada (que sí, las había también entonces) o tener la categoría de nonata en 1963 para no contestar la pregunta. Creo que todos los nacidos a fines de los cincuenta y anteriores pueden dar respuesta a esa cuestión.

(De hecho ése es mi recuerdo más remoto: un servidor jugando con una troca de latón azul y naranja en el suelo de la cocina de la horrenda casa de la Urrea; de pronto la música en el radio Admiral azul turquesa se interrumpe y un precipitado locutor da la noticia de que acaban de dispararle al presidente Kennedy en Dallas. Mi madre, quien siempre dijo que Kennedy estaba “muy guapote”, reprimió un grito de angustia. Hasta ahí mi recuerdo. Tenía exactamente seis años y un mes).

La pregunta actual sería: “¿Te acuerdas en dónde estabas cuando te enteraste de los Torrazos Gemelos?” Pero como que esos hechos fueron tan públicos y notorios que carecen del elemento clave de la intimidad: yo vi el segundo avionazo con otras cincuenta gentes arremolinadas en torno al televisor del bar (lo abrieron para que pudiéramos ver la transmisión de CNN) de Mount Royal College en Calgary. Como que no es lo mismo.

Sin embargo, existen algunos paralelismos. Ambos acontecimientos marcaron el fin de una etapa y el arranque de otra, en apariencia más turbulenta. Para Oliver Stone y su generación, el asesinato de Kennedy marcó el término de la época idílica de Estados Unidos, la pérdida de su inocencia (es decir, si alguna vez tuvo inocencia un país que esclavizó negros y exterminó indios) y el inicio de una pendiente que terminó en los arrozales de Vietnam, una sociedad hastiada de sexo, drogas y vacuidad y los índices de violencia más altos del mundo industrializado. Esto último, de acuerdo a la premisa de que si el presidente puede ser asesinado con tal facilidad, entonces no hay por qué contenerse y se puede proceder a descerrajarle un balazo al vecino que ha tocado “La Negra Tomasa” a todo volumen por vigésima tercera vez esa noche.

Menciono a Stone porque lo ocurrido en Dallas es un referente obligado para él y su cinematografía y representa una obsesión para muchos miembros de esa generación: desde su punto de vista, su juventud y todo lo demás se fue al demonio cuando sonaron aquellos disparos (¿Tres? ¿Cuatro?) en Dealey Plaza media hora después del mediodía del 22 de noviembre de 1963. Y si así fue, alguien tiene que ser responsable. Y ese alguien no puede ser un pobre diablo, armado con un rifle marca Patito. De ahí, de esa premisa, surgen las numerosas teorías sobre conspiraciones armadas (sic) por los Poderes Supremos: el Pentágono, el complejo militar-industrial, los políticos vivales, la CIA, la Mafia, los cubanos exiliados... Se han publicado unos cincuenta posibles escenarios (les recomiendo el expuesto en la gruesísima novela “American tabloid”, de James Ellroy (¿Se acuerdan de “L.A. Confidential”?), que está muy bien concebido). Otros incluyen a la mafia corsa, al baterista de Frank Sinatra y al papá del actor Woody Harrelson disparando desde una alcantarilla. No, si por imaginación no paramos. Y a cuarenta años de aquellos acontecimientos, la conspiracionitis sigue a todo lo que da.

Y eso que Stone le hizo un flaco favor a su causa filmando la película “JFK”, exponiendo el caso montado por Jim Garrison, el fiscal de New Orleans que ha sido el único en abrir un proceso relacionado con los eventos de Dallas. Como se puede ver en el filme, todo el caso estaba prendido con alfileres, sustentado en una serie de suposiciones, testigos de dudosa calidad y una paranoia digna de la Comisión de Arbitraje de la FMF. En realidad, Garrison se dejó llevar por su fantasía al más puro estilo Chapa Bezanilla, armó un tinglado más abigarrado y bizarro que la portada del “Sargento Pimienta” y se aferró a un clavo ardiente. Además, ¿quién le puede creer a alguien que se llama como un personaje de Los Polivoces?

Como expone Gerald Posner en su libro “Case closed: Lee Harvey Oswald and the assassination of JFK” (Random House, 1994), el principal argumento contra las conspiraciones es que no ha sido posible probar ninguna... y eso que con frecuencia implican la participación de varias docenas de personas, entre planeadores, ejecutores y encubridores y los elementos “sospechosos” del caso (como la trayectoria de la famosa “bala mágica”) son perfectamente explicables.

Por supuesto que hay muchos cabos sueltos en todo el asunto del magnicidio en Dallas. Pero dándole vueltas al caso como si fuera un cubo de Rubik (lo que un servidor ha hecho muchas veces: este asesinato también ha sido una de mis obsesiones: quizá nostalgia trasnochada de las troquitas de lámina), se puede concluir que no pocos de ellos tienen que ver con la ineptitud, la burocracia y el azar. Ciertamente no todo está explicado. Pero resulta muy difícil creer en un complot de tal nivel, con tantos participantes y que ha sido investigado por tantos obsesos, sin que se haya dado pie con bola en cuatro décadas.

Sin embargo, a cuarenta años de distancia, la búsqueda continúa. Ello, por dos razones principales. La primera, que la complotitis es toda una industria. Como decíamos, a cada rato salen libros con nuevas teorías (o disprobándolas, que también deja) y algunos se venden como pan caliente. Incluso hay, periódicamente, conferencias y congresos sobre el magnicidio, con cientos de participantes.

La segunda razón es que, como decíamos nuestros instintos y la razón se rebelan en contra del pensamiento de que el hombre más poderoso de la Tierra, alguien que además nos cae bien (por su magnífico gusto en damas, por lo sonriente, católico y “guapote”) y quien presumiblemente podía haber cambiado el destino del siglo XX (cero Vietnam, fin de la Guerra Fría a fines de los sesenta, no Nixon, no Reagan...) fuera destruido por un Don Nadie. Que un “pelagatos” como Lee Harvey Oswald pudiera afectar de esa manera tan azarosa y despectiva los destinos de tantos seres humanos, resulta difícilmente digerible. Por ello hay que buscar en otros lados, azotar los arbustos para que salgan las bestias negras que seguramente planearon un asunto tan terrible en sus dimensiones y repercusiones.

Si se fijan, es más o menos el mismo proceso mental que ha seguido mucha gente en relación con el asesinato de Colosio. ¿Cómo pudo un tipejo como Aburto, con un arma de quinta categoría, asesinar a quien plausiblemente hubiera sido el hombre más poderoso de México durante seis años? ¡No, no puede ser! ¡Tuvo que existir alguien más, tuvo que haber una conspiración!

Y ¿quién tenía el poder para hacer algo así? ¡Ah, pues Salinas! ¿Quién más, sino el Villano Favorito?

Que la muerte de Colosio significó el fin del proyecto salinista transexenal; que Salinas terminó exiliado y su hermano enrejado; que el magnicidio fue un golpe casi mortal para el de Agualeguas por todo lo que tuvo que improvisarse y cómo le salió la improvisación, no parece arredrar a quienes siguen empeñados en apuntar el dedo hacia el pelón. Pero si ése fue un complot de Salinas sólo cabe señalar que ha sido, por sus efectos, el peor concebido de la historia humana.

Lo mismo con el caso del Cardenal Posadas y la muerte de Digna Ochoa. Hay quienes siguen empeñados en ver, en el primero, un crimen de Estado y en el segundo, un asesinato. Que todas las evidencias concretas apuntan en otras direcciones sale sobrando. Los que siguen agitando esos fantasmas confían, precisamente, en que la gente no cree en soluciones sencillas. Y que en cambio se traga la versión de que puede haber cadáveres mutilados en tráilers refrigeradores (¿Para qué mover los cuerpos? ¿A dónde? ¿No sería más fácil quemarlos o enterrarlos? Misterio absoluto).

Y claro, si el caso de Kennedy, que ya cumplió cuatro décadas, nos marca la pauta, quizá estaremos contándole a nuestros nietos en dónde nos hallábamos cuando nos enteramos de la muerte de Posadas; o de Colosio; o de Ruiz Massieu. Aunque dudo que a los mocosos les vaya a importar un sorbete. Y dudo que nosotros nos acordemos, de cualquier manera.

Fe (sin esperanza ni caridad) de erratas del pasado domingo: La actriz de “Elizabeth” se llama Cate Blanchett, no Kate Blanchet.

Consejo no pedido para sentirse conspirador: escuchen “Fun in Acapulco”, de Elvis Presley (la portada es genial por lo cursi), grabado en 1963; lean el ya citado “American Tabloid”, pero antes tomen píldoras contra el mareo y renten “Acción ejecutiva” (Executive action, 1973), guión de Dalton Trumbo (uno de los perseguidos del McCarthysmo), con Burt Lancaster y Robert Ryan. Y no, no recomiendo “JFK” de Stone, por las razones antes citadas. Provecho.

Ah, y asistan a la obra de teatro infantil “¡Negocios! ¿Negocios?” el viernes 28 a las 6 PM en Icocult (Colón y Juárez). También provecho.

Correo: francisco.amparan@itesm.mx

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