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Los días, los hombres, las ideas/¿Dónde está Waldo Hussein?

Francisco José Amparán

Quizá ustedes han sufrido ese oprobio: El de ser retados a encontrar, entre una multitud de personajes arracimados por montones, a uno en particular, que además tiene la insultante característica de estar vestido de rojo brillante; y claro, tardarse más de quince minutos en dar con él.

Tal es la premisa de la serie de libros de dibujos titulados “¿Dónde está Waldo?” La trascendencia, virtud y gracia del mentado Waldo es que suele andar metido en todo tipo de pesadillas demográficas imaginables: Domingos en el zoológico (en las ciudades decentes que cuentan con tales lugares de esparcimiento; no, Torreón no es decente), parques de diversiones, las ceremonias de purificación en Benarés a orillas del Ganges, la salida del Estadio Corona tras una derrota del Santos, el Hadjj o peregrinación a La Meca en pleno Ramadán, el Metro Pino Suárez a las dos de la tarde... dondequiera que haya muchedumbres, ahí andará Waldo. Y el chiste es encontrarlo entre ese “gentío de gente”, como decía mi querida tía Dorita.

Cuando uno halla a Waldo, los sentimientos prevaleciente son dos: El enojarse con uno mismo, por no haber logrado tal hazaña con mayor rapidez; y el sentirse tonto por haber comprado un libro que, automáticamente, se vuelve inútil al primer vistazo (y si éste dura mucho, la sensación es todavía más humillante). Sin embargo, por motivos para mí desconocidos, los libros de Waldo tienen un gran éxito a nivel mundial.

Pues bien, de un tiempo a esta parte, los Estados Unidos se han visto involucrados en un endemoniado juego de buscar a Waldo. Sólo que no es un sólo Waldo, ni está vestido de rojo, ni porta simpáticos lentes y gorra de estambre. Estos Waldos son más bien hirsutos, y sospechamos que andan entrapajados. Para el caso, es la misma. El gobierno de Bush tiene ya buen rato preguntándose dónde está Osama bin Waldo, Muhammad Waldo Omar, Waldo Hussein. Pese a ser los hombres más buscados del planeta, no aparecen por ningún lado.

Lo cual no es nada raro, la verdad. EUA no ha sido particularmente competente en eso de buscar y hallar gente. Recordemos cómo Panamá fue invadido por el Imperio en 1989, con el sólo propósito de capturar al dictador de ese país, Manuel Antonio Noriega, mejor conocido entre sus cuates como “La Piña”, por la tersura de su cutis. Y luego de incinerar varios barrios panameños y matar quién sabe cuánta gente, resultó que Noriega se les había escapado. Finalmente descubrieron que “La Piña” se había refugiado en la embajada del Vaticano, de donde lo hicieron salir luego de recetarle (a él, a Sus Eminencias, y al vecindario circundante) hora tras hora de los Greatest Hits de la Familia Partridge a todo volumen. Por ello Amnistía Internacional, con toda razón, acusó al gobierno del primer Bush de utilizar tortura y “castigos crueles e inusuales”.

Insisto: Que hombres super reconocibles, buscados por las fuerzas armadas y el espionaje de la única hiperpotencia, simplemente se desvanezcan en el aire, no debería sorprendernos. No sólo por la patente incompetencia de los servicios norteamericanos de inteligencia; sino porque el realizar actos de desaparición tipo Houdini no resultan muy complicado que digamos, para quien tiene el dinero, el tiempo y los seguidores suficientes.

Tomemos el caso de Jimmy Hoffa, el peligroso y corruptísimo líder sindical que desapareciera sin dejar huella el 30 de julio de 1975 de las afueras de un restaurante rural en Michigan. Se sabe quién lo recogió, en qué carro, y quiénes están directamente involucrados en su desaparición. Pero el cadáver no ha sido encontrado nunca, pese a que el FBI sigue teniendo (más de un cuarto de siglo después) una fuerza de tarea dedicada a tan ingrato menester. Nada más para matar el ocio, el FBI ha recopilado 16,000 páginas de testimonios y evidencias, y sigue en las mismas que aquel verano. Se dice que Hoffa fue enterrado entre toneladas de cemento durante la construcción del estadio de los Gigantes de Nueva York (lo cual explicaría cierto mal fario sobre los equipos que juegan ahí); que lo disolvieron en ácido; que está dentro de un barril metálico en un depósito de sustancias tóxicas (le queda, le queda); en fin. La cuestión es que el señor Hoffa sigue sin aparecer.

Durante un buen rato la suerte última de Adolf Hitler estuvo en duda. Claro, ahí los americanos no tuvieron qué ver, dado que entraron a Berlín días después que los rusos, y éstos decidieron jugar a las escondidillas con las evidencias que ya tenían en su poder. Stalin dio instrucciones a sus huestes de que se mantuviera la creencia de que Hitler podía seguir vivo, nada más para complacerse en el desconcierto del resto del mundo; y para tener una (mala) excusa para intervenir en Europa a la menor provocación, con el pretexto de que cualquier problema podía tener como origen al hombre del bigotito ridículo. Al día siguiente de su suicidio, en el pulverizado jardín de la Cancillería, los soviéticos hallaron una mandíbula del Führer, cuya identidad fue comprobada por los rayos X de su dentadura que constaban en archivos, y por el dentista del dictador. Y a menos que Hitler anduviera por ahí sin mandíbula (lo que sería al menos incómodo, y que le haría harto difícil el comer, ya no digamos el hacer corajes y dar discursos, sus especialidades), ésa era una prueba más que contundente de su fallecimiento. Pero ya sabemos cómo eran los soviéticos: El misterio lo conservaron un cuarto de siglo. Simpáticos, esos muchachos.

A propósito de nazis, muchos de los figurones (y no tanto) del Tercer Reich desaparecieron sin dejar rastro al finalizar la guerra. Durante décadas la suerte de Martin Bormann, el superburócrata que se volvió la sombra de Hitler en los últimos meses de su vida, estuvo en duda. Himmler, el hombre más temido y odiado en Europa durante la guerra, por poquito y se les escapa. El doctor Joseph Mengele, Klaus Barbie, Adolph Eichmann, entre muchos otros, se hicieron ojo de hormiga en Sudamérica. Si los buscaron con mucho fervor, la verdad, es cuestionable. Pero de que anduvieron como el proverbial Pedro por su casa durante años y años, eso que ni qué.

¿Cómo puede volverse invisible alguien con los bigotes de Saddam Hussein, con la barba y la expresión lánguida de mosca-muerta de bin Laden, con un solo ojo como el Mullah Omar? Como decíamos, teniendo tiempo, dinero y achichincles, la cosa no resulta muy difícil. Se habla de las cuevas afganas y de la red de túneles que supuestamente se construyera en Bagdad durante los últimos diez años, como lugares para esconderse y escapar. Pero la verdad es que no se requiere tanto para sustraerse de la acción de la justicia (¿?).

Les propongo un ejercicio de imaginación. Fórmense un cuadro mental de Saddam sin bigotes. Denle una planchada quirúrgica, de manera que sus cachetes dejen de colgar como los de Droopy. ¿Ya? Pónganle una camiseta del Inter de Milán (o, para hacerlo aún más despreciable, del América de México), jeans manchados de aceite tres veces reciclado y tenis de cholo sabatino. Si se fijan, ese personaje podía andar montando en la cabeza de la estatua que vimos derrumbarse con tan monótona frecuencia por televisión, y ni quién se diera cuenta.

Pero, me dirán, si en Iraq la gente ha visto ese rostro hasta en la sopa (como han podido constatar por las imágenes que nos ha traído, de nuevo, la televisión) durante más de veinte años; si su imagen vestido de beduino, de general, con smoking y hasta dándole la mano a Nacubodonosor (el de la Biblia) no ha dejado de ser percibida por la mitad de los habitantes de Iraq desde que nacieron (los venidos a este Valle de Lágrimas después de 1979); sí, en fin, es una de las caras más obvias del mundo, ¿cómo puede alguien dejar de reconocerlo?

Bueno, de nuevo la historia nos dice que ello es posible. Vayamos de nuevo al fin de la II Guerra Mundial. En abril de 1945, mientras el Eje (AQUEL Eje) se venía abajo, el ex dictador italiano Benito Mussolini trató de escapar a Suiza en automóvil, viajando disfrazado con peluca y bigote postizo. Poco antes de llegar a la frontera, fue detenido por un grupo de guerrilleros antifascistas, la mayoría jovencitos que en su vida habían conocido otro gobernante que no fuera Mussolini (cuyos chicharrones tronaron en Italia poco más de veinte años... como los de Saddam). Aunque no a los niveles delirantes de Hussein, al Duce también le había encantado plasmar su efigie hasta en la galletas de animalitos (sin ironía) y en los trajes de baño (esto último es en serio). Sin embargo, aquellos novatos partisanos no supieron a quién tenían enfrente cuando lo detuvieron. Se les hacía sospechoso, sí. Pero no sabían por qué. Ahí estuvo junto al carro un buen rato, mientras los guerrilleros jugaban al tute sobre qué hacer con él. A la postre la verdad quedó al descubierto cuando por el tiempo y el sudor nervioso, el pegamento del bigote falso de Mussolini empezó a fallar... y la prótesis, a caérsele. Finalmente éste, exasperado, se arrancó el mostacho de pelos de coco y exclamó: “¡Soy el Duce!” Los guerrilleros procedieron rápidamente a fusilarlo. Antes de que sonaran los disparos su amante, Clara Petacci, al grito de “¡A mi viejo no, a mi viejo no!” se atravesó ante el pelotón para proteger a su pichichurris. Ella cayó abatida primero, y una nueva descarga acabó con el que había sido amo absoluto de Italia por dos décadas. En todo caso, el gesto de doña Claretta ahí quedó: De ésas hay que conseguirse, jóvenes. De ésas meras.

En todo caso, si Mussolini para armar su disfraz hubiera recurrido a esa herramienta mexicana por excelencia que es la Kola Loka, quizá hubiera podido escaparse a Helvecia y pasar el resto de su vida esperando cada hora el sonido de los cucús. Así que, de nuevo: Para gente con dinero e ingenio, lo difícil, difícil, no es escaparse; sino aguantarse la risa.

Correo: famparanf@netscape.net

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