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Los días, los hombres, las ideas/Génesis e involución de la artistocracia petatera: Antecedentes históricos

Francisco José Amparán

ADVERTENCIA (mucho más seria que las de inicio de video): por su naturaleza, en este texto aparecen ciertas generalizaciones; por tanto, se sugiere apegarse al apotegma filosófico-textil: al que le quede el saco, que se lo ponga.

Al hablar de los recientes escandalitos protagonizados por júniors (como los llaman los colegas, aunque ellos jamás se autodenominen así) locales, creo que se ha soslayado un dato central: que son síntomas claros de un cáncer social mucho más corrosivo y alarmante. Pero primero lo primero:

La gente tiene la costumbre de apartar de su mente las preocupaciones del mundo (real y virtual) yendo de un lado a otro, en diversos medios de locomoción, mientras observa al prójimo yendo de un lado a otro en diversos medios de locomoción. Para acabar pronto, se distrae paseando. Por muy diversas razones, sobre las que quizá nos explayemos en un futuro, hay ciertas partes de las ciudades que se ven favorecidas para tal actividad.

En nuestro caso, allá a fines de los cincuenta, principios de los sesenta, la ubicación geográfica de esos ámbitos quedó plasmada por Alberto González Domene en el Corrido de Torreón: “Y ¡ay qué hermosa mujer/ la que pasea por Torreón!/ por la avenida Morelos/ y la Calzada Colón”. De la Colón, la verdad, no sé y lo dudo: los chanates y sus misiles tienen mejor puntería que los Tomahawk gringos sobre Bagdad. Pero de la Morelos sí me consta: hace veinticinco, treinta años, era el paseo dominical por excelencia para quienes anduvieran entre los 14 y los 34 años, en caballería motorizada (de preferencia) o de a infantería.

El proceso era más bien bobo: se arracimaban montones de jóvenes espinilludos en el carro que uno de ellos había tenido la fortuna o pericia de sacarle prestado al papá (pocos tenían ruedas propias) y se procedía a dar vueltas y más vueltas en torno al camellón con palmeras que osan rivalizar con las de Beverly Hills (o quizá sea al revés: las de la Morelos son de la década de los veinte). Desde ahí se atisbaban objetivos amorosos, amigos, conocidos y rivales, que pasaban fulgurantemente por el carril opuesto. Luego había que esperar a que se repitiera la vuelta para poder volver a ver a la misma gente haciendo los mismos gestos. Esto ocurrió cada domingo durante mucho, mucho tiempo.

Pero a principios de los ochenta sucedió algo novedoso: un R. Ayuntamiento democratizador, imaginativo u ocioso decidió cerrar la Morelos a la circulación vehicular los domingos. La avenida se convirtió en zona peatonal, y se vio prestamente invadida por vendedores ambulantes, señoras con marimbas de chiquillos mocosos y globeros que nunca habían salido de su hábitat natural, la Plaza Dos de Abril (o de Armas).

Los de caballería motorizada vieron así frustradas sus ansias de malgastar gasolina en el Centro y a cambio optaron por dirigirse a la Central. Esto es, la avenida Central de Torreón Jardín, que se convirtió en el paseo automotriz (y peatonal, aunque ello no tenía mucho chiste) de las clases media, media alta, alta con desniveles, media alta que va la baja, media baja a la alza y de plano alta, de La Laguna.

Hubo intentos por parte de los jóvenes del norte y poniente de la ciudad por instaurar otro paseo semejante en la avenida Amador Cárdenas, pero fracasaron: la rúa era de un solo sentido y resultaba difícil realizar el ejercicio de ver a la misma persona, de un auto a otro, como gupis en pecera, más de una vez cada dos horas.

Así pues, la Central se volvió el paseo dominical. Recuerdo aquellas tardes con cierta nostalgia vergonzante. Hoy comprendo que fue uno más de tantos ritos de iniciación y que todo el ejercicio (es un decir: se quemaba gasolina, no calorías) era ingenuo y, como decía antes, más bien tonto. Pero se guardaban las formas: se respetaba a los vehículos que por error o falta de tino entraban a la avenida; se mostraba cortesía hacia mujeres y adultos; nadie (insisto: NADIE) quería ser visto como barbaján o abusón o vándalo o borracho. Por supuesto que hubo algunos incidentes de violencia aislados que tenían como origen las bajas pasiones (alguna chaparrita sabrosona), pero se solventaban expeditamente y como mandan los cánones: frente a frente, y uno contra uno. También por supuesto, como no puede dejar de ocurrir entre jóvenes, existían payasos, batracios y mamíferos de diversas subespecies: desde el que embarraba media llanta en un arrancón, hasta el que se paraba donde le diera la gana, interrumpiendo el flujo vehicular (como se dice) para platicar inanidades con otro (u otra) que tampoco tenía mucho en la sesera y menos qué decir de interés.

Pero esos especímenes eran vistos más bien con indulgencia, con ese desdén cansado que se proyecta hacia quien se siente obligado a hacer alguna tontería para que los demás se percaten de su existencia. Ahora sí que cada quién sus complejos y mientras no hicieran daño, tales orangutanes eran tolerados con cierta displicencia.

También había los hijos de papi e influyentillos; pero a ésos, mientras no anduvieran tras el mismo objetivo femenino, ni quién los pelara: allá ellos con sus patéticos jilguerillos. Eso sí, nadie necesitaba que lo protegieran guaruras, guardaespaldas o sicarios: cada quién se rascaba con sus propias uñas.

La Central era pues, en aquellos entonces, pacífica, no muy ruidosa y democrática: había pocas broncas, los estéreos no daban para más de cien decibeles y por ahí paseaban “gentes de cien mil raleas” (Serrat dixit). Esto hay que resaltarlo: nadie se las daba de selecto ni de exclusivo ni presumía de alguna supuesta superioridad; en primer lugar porque ello caería como patada en el estómago de la mayoría de los circunstantes y podía traer como consecuencia el ostracismo casi total (aunque hubo sus intentos de crear grupos de ese tipo, en retrospectiva es evidente que no cuajaron); y en segundo y más importante, porque ello no formaba parte de la tradición cultural y social de la Región: no se podía andarle haciendo al aristócrata, porque no existía aristocracia alguna y quien se diera semejantes ínfulas se enfrentaría al pitorreo general. Y ello por tres razones:

La primera tiene que ver con la juventud de la ciudad: al contrario de lugares más viejos, aquí nadie podía presumir de escudos solariegos y blasonados (“ni la espada de un mi abuelo/ que ganara una batalla”), de apellidos kilométricos o de pergaminos olorosos a naftalina: todos éramos recién llegados, hijos de migrantes, arribados más o menos al mismo tiempo y en condiciones semejantes.

Como en cualquier pueblo joven y no muy grande, ascendencias y linajes eran conocidos por todo el mundo; y quien dijera haber estado aquí desde hacía dos o tres generaciones, era automáticamente tachado de mentiroso. Y en todo caso, para lo que importaba.

La segunda se deriva de la primera: por lo mismo, todo-mundo nos conocíamos, sabíamos de dónde habían salido las fortunas existentes y era fácil poner a cualquiera en su lugar: “a mí no me presumas de alcurnia, que tu abuelo llegó aquí con una mano atrás y otra adelante y vendía ____ en la esquina de ____” (llénense los espacios al gusto).

Lo que había sido el germen de una élite rural de corte español o italiano se acabó en 1936 cuando un chivo michoacano llamado Lázaro Cárdenas se metió a la cristalería algodonera y despedazó ese embrión de “clase dirigente”.

Y la tercera es que, quienes podían haberse creado una aureola aristocrática por razones crematísticas (de dinero, no de cremas; y en vista de que por abolengo nadie daba el ancho), nunca pretendieron hacerlo: los magnates de aquellos tiempos, los ricos más ricos de La Laguna, eran auténticos caballeros: personas sencillas, de trato amable, que no le negaban el saludo a nadie y a todo mundo trataban igual, fuera su empleado, el jardinero del vecino o el gobernador del estado. Ello, sin duda, porque se habían sobado el lomo para llegar a donde estaban y sabían el valor del trabajo; y por tanto, conocían también el valor de quienes trabajan.

Estirar el cuello por lo prolongado de sus cuentas bancarias era, para ellos, lo que para cualquier persona bien nacida: una grosería, una muestra de malcrianza, de pésima educación y sí, digámoslo de una vez: una nacada. Sentirse (y peor aún, proclamarse) superior era, para aquella gente que hizo su fortuna picando piedra (no heredándola, ni sacándola de oscuros ámbitos) una corrientada, de una insoportable ordinariez.

De manera tal que, antes de las crisis del 76, el 82 y el 87, en Torreón nadie en su sano juicio se creía miembro de una élite, ninguno veía a los demás como Dios ve a los conejos (chiquitos y orejones), a nadie le daba por sentirse aristócrata. Lo cual era uno de los pocos puntos positivos que hacían vivible esta sucia y desorganizada ciudad.

Hasta que algo muy grave ocurrió. Mejor dicho, una serie de situaciones graves, que han dado como fruto una generación de jóvenes monstruos, pletóricos de soberbia, egocentrismo, vanidad y engreimiento, que ahora debemos padecer en nuestras calles, escuelas y lugares de reunión. Y que, para colmo, se creen mejores que los demás.

Pero, en vista de las limitaciones de espacio, sobre ello hablaremos el próximo domingo.

Consejo no pedido para aguantar el suspenso hasta entonces: lean “Las preciosas ridículas” de Moliere; del grupazo Asia escuchen su álbum homónimo, que no tiene desperdicio; y renten “Aroma de mujer” (Scent of a woman, 1992); y no sean rancheros: se vale repetir dos o tres veces la secuencia del tango entre Al Pacino y Gabrielle Anwar. Provecho.

Correo: francisco.amparan@itesm.mx

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