(Va de nuez la ADVERTENCIA: por su naturaleza, en este texto aparecen ciertas generalizaciones; por supuesto, existen excepciones, honrosas y deshonradas. Quien se sienta aludido, que con su conciencia lo discuta; y otra vez: al que le quede el saco...)
Decíamos el domingo pasado cómo en el Torreón de hace veinte o veinticinco años se daban algunos de los rituales juveniles que hoy se siguen repitiendo, aunque con algunos detalles distintivos. En especial, que en aquellos días no existían grupos que se las dieran de especiales, selectos o aristocráticos, por la sencilla razón de que no existía, como en otras partes del país (por no decir nada del mundo), una aristocracia del lugar ni élites de sangre. Tal ausencia se debía, sustancialmente, a tres factores: lo joven de la ciudad, el poco abolengo tradicional que ello conllevaba y el hecho de que las élites económicas procuraban no distinguirse del resto de sus coterráneos, dado que en algún momento de hecho habían sido (y se habían sobado el lomo) como el resto de sus coterráneos. Y santo y bueno. La Laguna era una sociedad todo lo igualitaria que se pueda concebir en un país con tantas fracturas y desigualdades... que entonces no eran tantas ni tan notorias, todo hay que decirlo.
¡Qué tiempos aquéllos! Ahora nos enteramos de incidentes que ponen los pelos de punta y que tienen por protagonistas a menores de edad: grupos de niñas de primaria que insultan a sus compañeritas porque no visten ropa “de marca”; o que le dicen a su vecina de banca que ya no la pueden invitar a la casa “porque su mamá no tiene SUV”. Niños que se niegan a jugar en el mismo equipo con un chamaco cuyo padre es trabajador asalariado. Mozalbetes incapaces de dar las gracias a quien les sirve y con tendencias y lenguaje dignos de cualquier descerebrado skinhead neonazi. Adolescentes que azuzan a sus guaruras a darle palizas masivas a rivales de amores o simplemente a quien les caiga mal. Cobardes, lo hacen en bola y con otros realizando el trabajo sucio; poco hombres, no son siquiera capaces de cumplir por sí mismos esa tradicional (y sí, primitiva) prueba de hombría que es agarrarse a trompadas, frente a frente, uno contra uno. Lo peor es que los padres de estos engendros consienten e incluso estimulan esas canalladas. No sólo eso: semejantes comportamientos son vistos como símbolo de distinción, de pertenecer a una especie de casta divina que los hace superiores a sus compañeros o simples paisanos.
En fin, usos y costumbres que solemos encontrar en regímenes con clases aristocráticas parasitarias y anacrónicas, en donde la tradición y los comportamientos ancestrales pesan y mucho. Lo curioso es que, en La Laguna, éste es un fenómeno reciente y que se fue dando precisamente mientras el país se democratizaba, al menos en lo político. Más curioso (y alarmante) todavía es que haya quién se la crea y se enorgullezca de pertenecer a esa aristocracia petatera. ¿Qué pasó? ¿Qué fue lo que salió (y sigue saliendo) mal?
Me permitiré exponer algunas teorías y lo que considero debe hacerse. Cada quién tendrá su opinión y lo mejor sería abrir el debate. Lejos de mí el decirle a un padre cómo debe educar a su hijo: nadie está invicto en esas lides y cada quién conoce los cuervos que cría en casa. Pero cuando esos carroñeros humillan y discriminan y le hacen la vida miserable a quienes están a su alrededor, entonces el asunto nos concierne a todos.
En un país con el tejido social tan dañado como el nuestro, es cuestión de salud pública el evitar que grupitos de canallas le hagan más agujeros. En un ambiente de decepción y crispamiento como el que estamos viviendo, que niños malcriados y jóvenes descastados fomenten la división y el desgarramiento social constituye, en muchos sentidos, un crimen. Le echan gasolina al fuego y si estalla el incendio (como históricamente suele pasar en este país), nos vamos a quemar todos. Y no habrán calles cerradas ni superbardas que valgan.
Como con tantas otras cosas, un factor lo constituyen las sucesivas crisis económicas del 76, 82, 87 y 95. En cada una de ellas se quebraron los peldaños de la escalera que había permitido a varias generaciones subir de las películas del Santo a la clase media con Pago por Evento. Este estrato, a su vez, vio cada vez más amenazada su forma de vida y se aferró con uñas y dientes a lo poco que le dejaban los lamentables errores de sucesivas administraciones priistas. Entre los de arriba (económicamente, se entiende) se creó la psicosis de “no pertenecer a los perdedores”, así fuera presumiendo lo que todavía no se había pagado (o todos sabíamos era mal habido: Torreón sigue siendo pueblo grande), segregándose de quienes compartían y comparten escuelas, clubes y aceras. A tanto llegó esa psicosis, que evidentemente la transmitieron a su descendencia como mera necesidad social.
Llegó Salinas y llegó el TLC y voltear al exterior (lo que nunca ha sido muy mal visto acá en el Norte) se volvió prioritario. De acuerdo a la histórica miopía e ineptitud de nuestra burguesía, del extranjero copiaron únicamente los defectos, lo más deleznable y no se absorbió un ingrediente que es fundamental en los países más exitosos de la historia: el igualitarismo, la solidaridad, el sentimiento de vergüenza colectiva cuando en una ciudad hay pobres viviendo junto a la opulencia.
Si la aristocracia petatera aspira al Primer Mundo, debería recoger la lección primordial de sociedades como las escandinavas o la canadiense: todos somos iguales y de ahí p’al real cada quién debe sacar provecho de sus oportunidades; pero siempre teniendo en cuenta que se parte de una tábula rasa que nos incluye a todos: la norma mínima de decencia que asegura la convivencia civilizada. De otra manera, la cohesión necesaria para el progreso se dificulta o resulta sencillamente imposible.
Por ejemplo: en Canadá, las chiquillas sangronas “de marca” (corrijo puntuación: las chiquillas sangronas de marca) hubieran sido expulsadas de la escuela y sus padres multados por discriminación, ofensa federal. Acá, en cambio, mucha gente adoptó casi como obligación el más craso y vacuo materialismo, lo novedoso como modelo de belleza (¿?) y la ostentación como virtud teologal. Con sus actitudes, la aristocracia petatera estorba en vez de ayudar a que el país dé el brinco (que cada vez se ve más largo, la verdad) al verdadero desarrollo. Con su mal gusto, suelen herir sentidos (sobre todo el de la vista), no sólo sensibilidades.
La “generación de jóvenes monstruos, pletóricos de soberbia, egocentrismo, vanidad y engreimiento” de que hablaba el domingo pasado también tiene otra génesis: la ausencia de autoridad familiar. Los padres se han visto rebasados por los hijos, quizá porque nunca estuvieron con ellos, tal vez porque son incapaces de mirarlos a los ojos y exigirles honestidad, honradez, decencia, compasión. Si los andan rescatando de la policía, si les sacan las castañas del fuego un sábado sí y otro también, es porque nunca los capacitaron para que se hicieran responsables de sus actos, para aceptar las consecuencias de sus acciones... probablemente porque ellos tampoco están dispuestos a hacerlo.
En vez de ello, le consienten lo que sea al malcriado, para no enfrentarlo ni suscitar su enojo. Sí, hay padres que le tienen terror a los reclamos, caprichos y berrinches de sus hijos. Mejor darles lo que quieran y que no haya problema. Los han rodeado con una burbuja de protección y chipilez tal, que les impide concebir que parte de la vida es el dolor, la frustración, el fracaso, el pagar facturas y asumir consecuencias: que, como dicen los Rolling Stones, no siempre se puede conseguir todo lo que quieres.
Las mamás no cantan mal las rancheras. En ciertos círculos se puso de moda el decir: “Yo soy una amiga para mi hija”... postura que, estarán de acuerdo conmigo, es muy cómoda: por naturaleza, las amigas son solapadoras, toleran la irresponsabilidad y hacen de tapadera a las metidas de pata. Así que el “ser amiga de mi hija” se volvió un pretexto francamente risible, pero de gravísimas consecuencias. Y es que, señoras, no tienen que ser amigas de sus hijas: tienen que ser madres, que para eso las parieron y es lo que necesitan esas niñas descarriadas. Las amigas se escogen, las madres las impone la naturaleza o Dios o quien ustedes gusten y manden y ello implica sacrificios, responsabilidad, poner límites y dar ejemplo, no andar de cotilleras con las hijas. Ya ellas decidirán, cuando tengan 25 o 30 años, si las quieren como amigas; mientras tanto, a la sociedad le deben el ser madres y formar a sus vástagos.
Pero, ¿qué la formación no le corresponde a la escuela? Si algo nos revienta a quienes estamos en la sufrida profesión del magisterio, es que la sociedad (eso sí, todos los niveles) nos avienta todas sus broncas y cree que tenemos la obligación de resolvérselas. La escuela es para educar, generar conocimientos, aptitudes y habilidades; pero lo que es la formación, el hacer hombres y mujeres decentes y útiles y con conciencia, es función de la familia.
Ahora resulta que en la escuela tenemos que enseñarles valores a los jóvenes. Les tengo malas noticias. Señores, los valores no se enseñan: se maman. Los valores entran con la leche materna. La escuela no le puede enseñar honestidad a quien ve tranza y media en la mesa del desayuno; no le podemos enseñar a ser responsable al crío cuyo padre viene a rogar (o a amenazar, que los hay) que se le apruebe una materia reprobada por exceso de faltas o porque el verdolagón no hizo lo mínimo necesario para pasar; imposible enseñarle a nadie que sus actos tienen consecuencias, si éstas son evitadas por papás que con mordidas, influencias y bravatas impiden que sus hijos tengan el merecido castigo por sus malcriadeces y canalladas. ¿Qué quieren que haga la escuela? Aparte de todo, con los handicaps que tenemos en contra, ESO?
Otros pretenden dejarle esa función a grupos religiosos. Pero por lo que se ve, uno de los fundamentos del cristianismo no parece haberle llegado a muchas niñas: parafraseando a Mecano, que a pesar del abolengo (¿?) el Juicio Final nos toca por igual.
Así pues, para abatir la generación de monstruitos, los padres tienen que ser padres, y las instituciones han de funcionar cumpliendo sus reglas. La familia debe saber ponerle límites a los críos y mostrarles con el ejemplo que la vida consiste de éxitos y fracasos, trabajo y esfuerzo, no privilegios e irresponsabilidad. Las instituciones (sean escuelas o clubes deportivos) deben fajarse los pantalones y castigar severamente a quien ofenda la dignidad de los demás. Sí, ya sé que no es fácil. Me dirán que si ni el Procurador del Estado puede meter en cintura a su vástago y hace patéticos papelones tratando de disculpar sus tropelías, menos puede controlar a su hijo quien le regalara su primer carro a los 16 años porque nada más reprobó dos materias. Pero hay que intentarlo. Y, como sociedad, demostrarle a la aristocracia petatera que las acciones de sus hijos merecen nuestro claro, explícito desprecio.
Consejo no pedido para aguantar los corajes: escuchen “Klaatu”, del grupo homónimo; renten “Los Miserables” (la de Jean-Paul Belmondo), que es una chulada y (a propósito de engendros) lean “Bestiario” del maestro Julio Cortázar. Provecho.
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