La palabra se escribe en castellano en la mayoría de las lenguas occidentales. Tiene una aparente connotación de chafez, de ninguneo, incluso peyorativa. Sin embargo, quienes han tenido que pelear una guerra de este tipo, saben que el diminutivo no es cuestión de broma; que una guerra de guerrillas, el enfrentarse a una guerrilla, no es cosa chiquilla. Especialmente, si la guerrilla reúne ciertas condiciones.
¿Por qué la palabra es castellana? Ah, pues porque en Europa los españoles fueron los primeros que hicieron uso extensivo y efectivo de este tipo de combate. ¿Cómo o por qué? Ah, ésa es una (no tan) larga historia, que habría que contar a todo niño mexicano, dado que es la clave para entender el torpe arranque de nuestra guerra de independencia, y cómo lo que ocurría en Europa siempre incidió en los acontecimientos de por acá. De hecho, buena parte de nuestra Historia Patria debería ser la de la Madre Patria.
En 1808, cometiendo uno de sus peores errores, Napoleón Bonaparte destituyó al legítimo y bastante bruto rey de España, Fernando VII; lo metió en chirona; e impuso en el trono ibérico a su muy húmedo hermano, José Bonaparte. Dado que éste recorrió las regiones de la península a través de sus vinos (“¡Mira qué magnífico Valdepeñas!”; “¡Qué sabrosa es La Rioja!”), se ganó a pulso y codo el apodo de Pepe Botellas. Pero eso no era lo peor: se hizo acompañar de cuantiosas guarniciones de irreductibles galos, para que vigilaran la península e impidieran el comercio con los británicos, eternos enemigos del Gran Corso. El pueblo español puede tolerar reyes borrachos e ineptos (ha sufrido varios de ésos), pero tiene la piel muy delicada en lo que toca a soportar tropas extranjeras en su suelo. Y pasó lo que tenía que pasar: el 1º de mayo de 1808, el pueblo de Madrid se levantó en armas contra los franceses, movimiento que fue imitado en otras ciudades. Napoleón, que nunca se andaba con chiquitas (de hecho, le gustaban las altotas), ordenó reprimir duramente la insurrección. Francisco de Goya y Lucientes dejó constancia de esos horrores en el célebre cuadro “Los fusilamientos del 2 de mayo de 1808 en Madrid”, uno de los testimonios artísticos más sobrecogedores sobre las atrocidades de la guerra. Sí, está en El Prado.
Napoleón creyó que con eso quedaba arreglado el asunto. Tal creencia le fue reforzada por su representante militar en la península, el Mariscal Murat (Joaquín, no José, pero igual de nefasto que el gobernador de Oaxaca). Al rato quedó en evidencia que el pueblo español no iba a darse por vencido tan fácilmente y que iba a pelear hasta con las uñas por su independencia.
(Sí, España libró SU guerra de independencia entre 1808 y 1813, justo cuando acá se andaba en las mismas. De hecho, ésta no se entiende sin aquélla. Pero a ver cuándo dejamos de explicar todo a punta de campanazos y supuestos gritos independentistas).
En vista de que los enfrentamientos entre grandes ejércitos estaban fuera de discusión (por algo Napo era dueño de Europa), los españoles descartaron hacer la guerra a lo grande. Entonces decidieron recurrir a la guerra chiquilla. Tuvieron tanto éxito y sus actos dejaron una huella tan perdurable, que el nombre se generalizó en todas partes. Y es que los españoles se convirtieron en una pesadilla eterna para Napoleón. Sus tropas no dominaban sino el suelo que pisaban, corriendo como gallinas despescuezadas de un lado a otro dando palos de ciego. Mientras Le Grande Armée de 550,000 hombres se pudría en las llanuras de Rusia en 1812, Napoleón destinaba 220,000 de sus mejores soldados a tratar de controlar España, “ese lejano país” como lo llamaba.
Y a todo esto, ¿qué es una guerrilla? Bueno, es una clase de combate que se sustenta en grupos pequeños de guerreros aptos en el ataque por sorpresa (o cuando tienen la ventaja sobre el enemigo), buenos conocedores del terreno (que usarán para moverse y esconderse y por eso mientras más salvaje, mejor), que pueden mezclarse con facilidad entre la población civil y son apoyados por ésta para sus necesidades de inteligencia, logística, sanidad y abastecimiento. Ésa sería la definición clásica.
Ha habido variantes urbanas, como el FLN argelino o los Tupamaros uruguayos en los sesenta, o los Montoneros argentinos en los setenta. Pero generalmente situamos a la guerrilla en un terreno que no puede ser fácilmente controlado ni vigilado por el enemigo; el cual suele ser una potencia invasora, con mayor capacidad de fuego y tecnología, pero no muy bien querida por la población y desconocedora de los tejes y manejes de la cultura y hasta el clima del país que se supone han de dominar.
Después de España los franceses se metieron en otro berenjenal en el que, por más soldados y recursos que vertían, no daban una y ya pedían esquina: México. A partir de la derrota en Puebla de 1863 (sí, hubo una derrota en Puebla en el 63, como había habido una victoria ahí en el 62, que es lo que festejamos), las fuerzas armadas mexicanas decidieron enfrentar a los invasores con tácticas guerrilleras clásicas. Los franceses no daban pie con bola y desperdiciaban enormes recursos persiguiendo a los “chinacos” (como eran llamados los guerrilleros republicanos), guardándose al mismo tiempo de ser sorprendidos por ellos: en buena parte del territorio nacional, francés que salía por su cuenta a más de un kilómetro de una ciudad, era hombre muerto.
Como sabemos, el elefante no puede morir por los piquetes de un mosquito... pero vaya que se puede hartar de ellos (la frase se le atribuye a Ho Chi Minh). Y si el paquidermo no tiene voluntad de pelear; no le ve mucho caso a los picotazos; o el estar aguantándolos le sale carísimo, entonces va a aventar la toalla... que fue lo que hicieron los franceses en México, los americanos en Vietnam y los soviéticos en Afganistán. Ojo, en ninguno de esos casos la guerrilla derrotó militarmente al rival: sencillamente, éste se retiró al no querer continuar una lucha en que el rival estaba dispuesto a tener bajas inmensamente superiores.
Los ejemplos contemporáneos son muy claros: la proporción entre los muertos americanos y los del Viet Cong fue de 1 a 22; esto es, por cada muerto americano hubo 22 de Víctor Charlie (el Charlie que según Forrest Gump anduvieron buscando y nunca hallaron). En el caso afgano la cosa anduvo por ahí de 1 a 35 en favor de los soviéticos. Evidentemente ni gringos ni rojos perdieron esas guerras en el sentido militar. Pero cuando un pueblo es capaz de mantener esas bajas y seguir peleando... entonces resulta imposible vencerlo.
Y si una trampa de aguzadas estacas de bambú embarradas con excremento humano (costo: la rata que desayunó esa mañana el guerrillero del VC) inutiliza a un soldado americano (costo: unos dos millones de dólares en equipamiento, entrenamiento, transporte, logística...), económicamente está en chino salir avante en un conflicto de ese tipo. Ésa es la ecuación con que cuenta una guerrilla.
Por supuesto, las cosas no siempre salen como lo esperan los aguerridos guerrilleros. Podría pensarse, a partir de los ejemplos previos, que la guerrilla es una forma de combate con un alto porcentaje de éxito. Sin embargo, lo contrario es lo más frecuente: revisando la historia, la guerrilla rara vez logra sus objetivos.
Algunas fracasan por chambonería y simple ineficiencia, como lo pudo constatar el Che Guevara tanto en el Congo como en Bolivia. Como sabemos, el icono (porque ya parece ser reconocido sólo a ese nivel) fue asesinado en este último país. Lo que se suele olvidar es que su captura obedeció a que su rebelión estuvo planeada y ejecutada con las patas y que fue traicionado por los mismos indígenas que pretendía redimir.
Para esos indios, los únicos extranjeros que en su vida habían visto no eran odiados yankis imperialistas, sino precisamente los argentinos y cubanos que andaban a salto de mata con Guevara.
Incluso cuando la guerrilla cuenta a su favor con varios de los factores nombrados, es posible derrotarla, como lo hicieron los británicos en Malasia en los cincuenta; o mantenerla a raya durante mucho tiempo, como ocurrió en El Salvador y Guatemala en la década de los ochenta. En ambos casos, la guerrilla tuvo que admitir que su lucha era inganable y se sentó a negociar con el Gobierno... algo que no se ve para cuándo vaya a hacer la abuelita de todos los movimientos de este tipo en Latinoamérica: las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), que ya tienen cuarenta años metidas en ese ajo, supuestamente peleando por implantar el socialismo en el país sudamericano. Que ese sistema haya fracasado globalmente, que la mayoría de los colombianos sólo desea que los dejen en paz y que ahora estén inextricablemente ligadas a los narcos no parece perturbar en mayor medida a las FARC. Por desgracia, piensan seguir con su sangrienta FARCza durante mucho tiempo más. Pobre Colombia.
Todo lo anterior viene a cuento por el tipo de combate al que se está enfrentando Estados Unidos en Iraq. ¿Se trata, efectivamente, de una guerra de guerrillas? La verdad es que, en estos momentos, la situación no se asemeja a ninguno de los ejemplos anteriores. No sabemos bien a bien quiénes conforman los grupos que están picoteando al elefante norteamericano. Ni siquiera sabemos cuáles son sus intenciones reales.
¿Son fieles a Saddam Hussein, que pretenden una restauración del régimen del tirano, así sea a largo plazo? ¿Son facciones árabes que pretenden influir en la conformación de un futuro gobierno iraquí? ¿Son extranjeros miembros de Al Qaeda, continuando su lucha universal contra El Gran Satán norteamericano? ¿O se trata de una lucha popular a nivel hormiga, como la que se dio en México al arranque de la Intervención Francesa? Mientras no quede claro a qué se enfrentan los americanos, difícilmente será posible hacer un diagnóstico... y mucho menos, combatir a esa entidad de manera eficiente. El símil de Vietnam parece, al mediano plazo, descabellado. Pero evidentemente EUA no las tiene todas consigo. Ya veremos en qué categoría ponemos a la lucha presente. Lo que, algo me dice, no podremos hacer en mucho, mucho tiempo.
PD: El artículo del domingo pasado causó algunas discusiones, que en gran medida giraban en torno a qué día de la semana fue el 22 de noviembre de 1963, dado que de ello dependía la certidumbre de los recuerdos. Por ejemplo, mi cuñada afirmaba haberse enterado del magnicidio mientras comía mole en el Ciriaco; así pues, era fin de semana. Mi concuño, a su vez, estaba seguro de haber sabido del asunto mientras esperaba el camión del Francés; ergo, era día hábil. Bueno, para zanjar la cuestión, ahí les va: ese día fue viernes.
Consejo no pedido para sentirse clandestino: escuchen “Brain Salad Surgery”, de Emerson, Lake & Palmer; lean “El año que no estuvimos en ninguna parte”, de (entre otros) Paco Ignacio Taibo II, sobre la desastrosa experiencia del Che en el Congo y renten “Estado de Sitio” (Etat de Siege, 1973) de Costa-Gavras, con Yves Montand, agudísima película sobre los guerrilleros Tupamaros en Uruguay. Provecho.
Correo: francisco.amparan@itesm.mx