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Los días, los hombres, las ideas/La lucha por la dependencia

Francisco José Amparán

Los ardorosos discursos de nuestros gobernantes, las estampitas de Editorial Patria que con engrudo y devoción pegábamos en maltrechos álbumes y las pavorosas asoleadas que nos asestaron en Primaria, todo ello nos acostumbró a la idea de que la independencia es uno de los pocos objetivos absolutos que deben conseguirse y preservarse. Independencia entendida como el no sometimiento de una población a los deseos y órdenes de otra, de la que por lo general está separada por cuestiones geográficas, étnicas, religiosas y/o hasta lingüísticas.

Pese a que en el Siglo XXI prácticamente ya no existen colonias, todavía pululan movimientos políticos y militares que buscan independizar un determinado territorio para crear una entidad política diferente y separada de aquella que lo ha gobernado. Y no se crean, no son pocos.

Nada más para abrir boca, uno muy conocido: grupos chechenos (apoyados por militantes islámicos de muy distintas partes del mundo) están librando una feroz guerra de guerrillas para separarse de Rusia. Francia enfrenta el separatismo corso (de la isla de Córcega) y bretón (de Bretaña, península gala que no hay que confundir con la isla donde se hallan Inglaterra, Gales y Escocia), que aunque no muy violento, de vez en cuando da mucha lata. España sigue sufriendo la locura cobarde y homicida de ETA, grupo al que sólo unos cuantos alucinados, caducos partidarios de la dizque-revolución, pueden seguir apoyando, pese al desprecio patente y aplastante de la mayoría de los vascos, españoles y europeos. En Indonesia, la provincia de Aceh, en el extremo occidental de la isla de Sumatra (¡la sutra!, responde el aludido de siempre) está viviendo en estos momentos la embestida del ejército de la electrizante señora Megawatti, ofensiva destinada a erradicar a un grupo separatista (cuándo no) islámico. Ya que andamos por el rumbo: hace apenas un año nació el país más joven del mundo, Timor Oriental, separado de Indonesia gracias a la presión internacional. Más p’allá, en Sri Lanka actualmente se están dando conversaciones de paz para ponerle fin a una horrenda guerra civil, mediante la cual grupos de origen tamil pretendían crear un país independiente en su cacho de la bellísima isla. En Cachemira, guerrilleros opuestos al dominio hindú de ese paraíso terrenal siguen llenándole el buche de piedritas al gobierno de Nueva Delhi. El conflicto de Irlanda del Norte, aunque en animación suspendida, ahí sigue, con el riesgo de encenderse en cualquier momento. Y aunque también en remisión, el separatismo de Quebec puede seguir dando dolores de cabeza a Ottawa en años por venir. Ya para terminar, los kurdos (al menos los de Iraq) van a seguir empujando por crear un país llamado Kurdistán, como algunos sikhs del Punjab siguen empeñados en dar a luz uno llamado Khalistán.

Puff. ¿Se me olvidó alguno? Me late que sí. Pero con ésos tenemos para que se entienda el punto.

Algunos de estos separatismos e insurgencias son perfectamente comprensibles (aunque sus métodos no sean siempre muy aceptables que digamos). ¿Quién no desearía poner su distancia de Saddam Hussein? Pero otros son difíciles de entender. ¿Quién querría separarse del Canadá? ¿Y para qué? Quebec alegó durante mucho tiempo supuestos actos discriminatorios contra los francoparlantes y amenazó con la secesión, especialmente en los sesenta, setenta y ochenta. El gobierno federal canadiense, para apaciguar a los quebecoises, les bajó la luna y las estrellas. Quebec se dio cuenta que el chantaje dejaba y ha seguido exprimiendo al resto del país, a cambio del privilegio de seguir siendo parte de él, en tanto amenaza periódicamente con la secesión. Claro que a las otras provincias canadienses no les hace ninguna risa el arreglo. Especialmente en el oeste, donde no se oye una palabra de francés ni en los restaurantes popof, les importan un bledo Quebec y sus lloriqueos: lo que quieren es que sus impuestos dejen de subsidiar a aquella provincia; si por eso se quiere separar, que lo haga. Total, los Expos ya ni van a jugar en Montreal. Un maestro mío caracterizó el separatismo quebecquense como “un divorcio con derechos de alcoba”. O sea: nos separamos, pero me doy mis vueltas al dormitorio cuando me den ganas.

Lo que quizá le resulte raro a muchos entusiastas del fervor independentista de cualquier signo, es que de repente se presentan movimientos en sentido contrario. Esto es, que en lugar de buscar la independencia, pretenden que su territorio quede bajo el control de otro país. Algo así como una lucha (no violenta, pero lucha) por la dependencia.

Por supuesto, se trata de países pequeños, no muy pujantes y que se las han visto negras a la hora de autogobernarse. Sin embargo, sirven como casos de estudio para comprobar una verdad de a kilo, pero que no es políticamente correcta: que con frecuencia (más bien, casi siempre) la independencia empeora las cosas para los países que se liberan de la tutela extranjera.

Hace un par de años, el país llamado Islas Comores (pista: busquen entre África Oriental y Madagascar) propuso renunciar a su independencia e integrarse a Francia, así fuera como Territorio de Ultramar. Habiendo sido colonia gala, alegaban los comorenses, estaban acostumbrados al buen (¿?) gobierno de París, y lo extrañaban en vista de lo agitada y violenta que había sido su existencia como país independiente. De manera que deseaban volver a los buenos, viejos tiempos, si la gran Lutecia los recogía en su seno. La gran Lutecia dijo que ni loca: bastante caros le salen Martinica y la Guyana con su peculiar estatus como Departamentos de Ultramar. No, ésas no son colonias francesas; SON Francia, nada más que despegaditas de la Madre Patria. Las Comores se quedaron con un palmo de narices. Se ha de sentir muy feo que no lo quieran absorber a uno.

Hace unos días, las Islas de Turks & Caicos, posesiones semiautónomas británicas (pista: busquen entre las Bahamas y la Dominicana), en vez de exigir su independencia (como supondrían los cabezas calientes que siguen creyéndose las recitaciones de los saludos a la bandera de los lunes), le pidieron a Canadá que las anexara. Lo cual no es nada insólito: ya lo habían solicitado en 1987, pero nadie los peló. ¿Por qué Canadá? Por su historia en común como ex colonia británica más o menos apegada a los usos y costumbres de la Pérfida Albión; y por el simple hecho de que es un país próspero y ordenado, así que ¿para qué batallar? Este año la petición de los turkycaiquenses fue recibida con particular interés, al menos entre algunos editorialistas canadienses, la mayoría de los cuales planteó que había que tomarle la palabra a unas islas en donde la temperatura invariablemente anda entre 20 y 30 grados centígrados (sobre cero, como siempre hay que aclarar por estos lares), el Sol brilla con fuerza cegadora todo el día y el agua sólo se congela en las bandejas de hielitos para los daikiríes.

Claro que no se trata de La Anexión del Siglo XXI (ésa la logró Estados Unidos con su pirática intervención en Iraq); pero no resulta nada despreciable: después de todo, Turks & Caicos tiene unos 25,000 habitantes (8,000 de los cuales nacieron en otro lado), 520 kilómetros cuadrados de superficie y (lo más importante) 370 kilómetros de playa. Nada de lo cual cae mal. Y no, no hay turcos. El nombre deviene de un cactus nativo de esas islas que parece un fez, el gorro típico turco (el que usaba Morocco Topo, ¿se acuerdan?), y de la palabra española para cayos (del mar, no de los pies). Así que ni de eso hay que preocuparse.

Algunos canadienses entusiastas apuntan que, si Turks & Caicos fuera una Provincia más, no habría trámites aduanales, engorrosos papeleos fiscales ni tarifas hacendarias. Y pasar de –30º a +30º en unas cinco horas, sin salir de territorio canadiense (y sin tener que andarse escondiendo de los americanos para ir a la muy prohibida Cuba), como dicen ciertos anuncios, no tiene precio.

El gobierno canadiense actual, que no se caracteriza por su audacia (ni su inteligencia) no ha dicho esta boca es mía. Pero quién sabe. Conociendo a esta gente, capaz que una Provincia (no el gobierno federal) decide tomar el asunto por su cuenta, e incorporar a esas islas por sus pistolas, para no ir muy lejos: conociendo lo alucinado que es el gobernador de Alberta, no dudo que esté ya preparándose para nombrar Vaqueros Honorarios de las Praderas a los turkycaiqueños y darle a las islas códigos postales de Calgary. Cosas más extrañas se han visto; cosas más raras ha hecho el gobernador de Alberta.

Lo interesante es que a los alegres turkycaiquelitas no les pasó ni por aquí la noción de independencia.

Ya han de tener muchos “puentes”.

Ah, y feliz solsticio. ¡Ya empezó el verano!

Correo: famparan@campus.lag.itesm.mx

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