Con el mitote armado en torno a la publicación de un par de libros centrados en la vida y obra de la Primera Dama mexicana, tanto machitos como ultrafeministas han sacado sus respectivos trapos al sol y mostrado que al país le sobran elementos de uno y otro bando, sin que ninguno contribuya gran cosa a la evolución política de un México que nada más no da el brinco a la modernidad; y eso que en otros lados ya andan en la postmodernidad...
Lo que sí resulta importante destacar es que, pese a haber logrado la plenitud de derechos políticos y ciudadanos desde tiempos de Ruiz Cortinez (ya va a ser medio siglo), las mexicanas todavía no ocupan el lugar ni la relevancia que deberían en nuestros asuntos públicos. Creo que a ello se debe en parte el empeluznamiento de ciertos sectores por el protagonismo de doña Marta (no que estén ausentes otros factores por los que haya que estar empeluznados, la verdad). Pero también creo que todo es parte del proceso de irse acostumbrando (hombres y mujeres) a la novedad de ver a una fémina capoteando la tormenta con el timón en las manos. Ahora, no debe extrañarnos que el proceso esté siendo lento y tortuoso: así son todos los cambios históricos en este país, donde hasta el horario de verano es visto como una transformación traumática, de inspiración demoniaca y fruto de un complot masónico.
Ahora bien: que las mujeres tengan la sartén política (aparte de la otra) por el mango no es ninguna novedad histórica, incluso en sociedades e instituciones que usualmente no solemos considerar muy modernas que digamos. No hablemos de Cleopatra, cuya figura histórica ha sido desvirtuada (para bien y para mal) hasta hacerla irreconocible. Mejor recordemos que hay poderosas evidencias de que la Iglesia Católica, en un principio, fue más bien un matriarcado; que, de haberse sostenido, quién sabe qué mundo tendríamos ahora (Por cierto: les recomiendo ampliamente la novela “The Da Vinci Code”, de Dan Brown, una inteligente travesía por el mundo de las sociedades secretas, el cristianismo primitivo, el universo de los símbolos y las intrigas vaticanas presentes, pasadas, futuras y copretéritas; acaba de salir en inglés, pero cuando aparezca en México, no se la pierdan. Una pista: va a hacer rabiar a no pocos santos varones de La Obra de Dios). Asimismo, dato poco conocido, en el año 800 D.C. los tres grandes imperios del mundo occidental eran regidos, ahí nomás pobremente, por Carlomagno, Harún Al-Raschid (el de Las Mil y Una Noches) y... chacachacán-chacán: Irene, emperatriz de Bizancio, una de las gobernantes más competentes que tuvo el milenario Imperio Romano de Oriente. También recordemos que quienes con mayor ímpetu hicieron crecer, prosperar y andar de agresivas a Inglaterra y Rusia fueron dos mujeres formidables, Isabel I y Catalina la Grande. Contemporánea de esta última, María Teresa de Austria no se andaba con chiquitas ni en la guerra (le pegó no pocos sustos a Federico el Grande de Prusia, varón bragado sí los hubo entre los teutones) ni en el amor (tuvo dieciséis hijos). Y más recientemente algunos páises como Bélgica y Holanda han prosperado y alcanzado altos niveles de bienestar de la mano de reinas buena-onda aunque sin poder.
Bueno, me dirán algunos jalisquillos, pero ésas llegaron al poder por herencia, no por elección ni méritos comprobables previos a su arribo al trono. Tal no sería el caso ni de Irene ni de Catalina, las cuales mataron (bueno, se sospecha que los mataron, pero para el caso) a sus respectivos cónyuges para treparse a La Silla. Pero en fin. La cuestión es que también cuando hay elecciones las mujeres campean por sus fueros y suelen dejar profunda huella; han tenido Primeras Ministras o Presidentas países como Israel (la poderosísima Golda Meier), la India (la nunca bien ponderada Indira Gandhi), Gran Bretaña (Margaret Thatcher, mujer de pelo en pecho sí las hay), Fracia (la efímera Edith Cresson en 1991-92, de la que nadie quiere acordarse... ni siquiera los de su partido), Turquía (Tansu Ciler), Pakistán (la guapísima Benazir Bhutto... la cual, de acuerdo, se dejaba mangonear por su nefasto marido) e Indonesia (donde es presidenta una mujer con el energético y luminoso nombre de Megawatti Sukarnoputri). Ojo: estos últimos tres países son mayoritariamente musulmanes, para quienes dicen que el Islam es antifeminista; más bien lo son los retrógrados fanáticos religiosos... y ésos también los hallamos en el bando cristiano, lo que sea de cada quién.
Siguiendo con el tema, también tienen o han tenido mujeres como jefas de Estado o de gobierno electas (así haya sido por breve tiempo): Irlanda, Sri Lanka, Islandia, Nicaragua, Filipinas, Panamá, Bolivia, Canadá... No, si la lista no es nada corta.
Las mujeres empezaron a gozar de derechos políticos y ciudadanos plenos a fines del siglo XIX; primero, en los países escandinavos; y luego, en el resto de Europa, el mundo occidental y algunas otras regiones del planeta (Turquía, país de aplastante mayoría islámica, le dio derecho al voto a la mujer 30 años antes que México... para que vean). En algunos casos tal concesión se hacía para atraer votos hacia el partido proponente de la medida, de acuerdo al populismo más vil. En otros, para atraer a las mujeres mismas a cierto territorio. Tal fue el caso de Wyoming, estado que concendió el voto femenino en 1890 (30 años antes que en el resto de la Unión Americana) como estímulo y promoción turística para que más mujeres fueran a hacerle compañía al (en aquel entonces) muy solitario 80 por ciento de la población estatal que eran (y, presuntamente, querían seguir siendo) hombres.
Como era de esperarse, es en los países escandinavos, los pioneros en estos menesteres y donde surgieran obras como “Casa de Muñecas”, “Pato Salvaje”, “Fanny y Alexander” y “Escenas de un matrimonio”, en donde hallamos una mayor proporción de mujeres metidas en la política, especialmente en labores legislativas. Cinco de los seis Parlamentos punteros en esa categoría están en Escandinavia. En orden descendente y según datos de las últimas elecciones generales, éstos son Suecia (42.7%), Dinamarca (37.4%), Finlandia (36.5%), Noruega (36.4%), la muy pachanguera Holanda (36%) e Islandia (34.9%). A nivel mundial México ocupa el lugar 35, con 80 diputadas y un 16 por ciento de la Cámara Baja con posibilidades de entrar en faldas sin escándalo a tan augusto recinto. Pero ojo, estamos arriba de Estados Unidos (lugar 44, con 13.1%), Italia (lugar 51, con 11.1%), Francia (Cherchez las femmes!, lugar 52 con 10.9%), Rusia (lugar 75, 7.7%) y Japón (lugar 78, 7.3%). Según la Unión Inter-Parlamentaria (www.ipu.org) los más machitos son los de Djibouti (sí, sí existe tal país; no sean pachorrudos y aunque es domingo saquen el atlas y búsquenlo), en donde no hay una sola diputada entre los 65 miembros de la Cámara Baja de tan ilustre Estado.
Lo cual suscita una reflexión: ¿necesita realmente México cuotas impuestas sobre el porcentaje de candidatas que cada partido debe postular a puestos de elección popular? ¿No refleja ese 16 por ciento que quizá sí hay 30 por ciento de candidatas, pero como suplentes o en lugares muy bajos en las listas de representación proporcional? No me mal interpreten. Estoy seguro que el mundo de la política sería más vivible (e infinitamente menos hipócrita y solemne) si más mujeres se movieran en él. Pero imponer cuotas es, por definición, discriminatorio. Y si de lo que se trata es de no discriminar...
En fin, así están las cosas. Como se puede ver, se ha avanzado mucho, en México y en el mundo. Pero ese sublime 51 por ciento de la humanidad sigue sin tener el lugar que le corresponde. Si se fijan, hasta en las escandinavas, las sociedades más igualitarias y prósperas de la historia humana... le hacen al sueco.
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