El jueves de esta semana se conmemora el cincuentenario de una de las últimas verdaderas hazañas humanas; esto es, actos voluntarios durante los cuales el espíritu, la audacia y la tenacidad logran vencer los obstáculos y dificultades impuestos por la naturaleza, implacable y cruel. Hace medio siglo el neozelandés Edmund Hillary y el nepalés de la nación sherpa Tenzing Norgay llegaron a la cumbre de la montaña más alta del mundo, el Everest. Con ello, conquistaron uno de los últimos bastiones que restaban en el planeta en donde el hombre no había puesto sus patotas.
Por supuesto, sigue habiendo algunas regiones de nuestro mundo que no han sido exploradas a conciencia, donde no se ha metido ningún equipo de filmación del National Geographic o el Discovery Channel, o (algo más extraordinario aún) donde el Cardenal Íñiguez y sus capitostes de ultraderecha no han encontrado miembros de la conspiración para matar a su antecesor. Amplias zonas de la Antártida y del Mato Grosso brasileño continúan siendo espacios blancos en los mapas; por no decir nada de los fondos oceánicos, en donde apenas andamos arañando la superficie, aparentemente con el sano propósito de estafar gente con películas IMAX de los naufragios del Titanic, el Bismarck y el Lusitania. Pero la conquista del Everest tiene otros significados, excita mucho más nuestra imaginación. ¿Por qué?
Bueno, empecemos por la cuestión de la altura. Siempre es más interesante voltear para arriba que fijar la vista en lo plano (si no, pregúntennos a los norteños) o andar viendo hacia abajo. En ningún libro de superación personal, en ninguna tarjeta cursi de Printaform se habla de “Vamos, tú puedes, tú eres capaz de descender a las simas más profundas”. Escalar, trepar, llegar a la cima, son sinónimos de éxito, de logro de objetivos. En ese sentido, Hillary y Tenzing (igualados que somos, todos, incluido Julio Cortázar en una memorable escena de su novela “Rayuela”, tuteamos al esforzado sherpa) son los modelos a seguir: Nadie puede llegar más arriba.
Otro punto que nos hace admirar más lo ocurrido hace 50 años: Al contrario de quienes descienden a las profundidades marinas, anduvieron recogiendo cascajo en la Luna entre 1969 y 1972, o arriesgando el pellejo en la estación espacial MIR, los conquistadores del Everest lo hicieron sin máquinas, vehículos, batiscafos o ferretería ultrasofisticada, la que nos hemos acostumbrado sea eterna acompañante de los modernos pioneros. Hillary y Tenzing sólo llevaban cuerdas, hachuelas, botellas de oxígeno y una cámara fotográfica. Para acabar pronto, llegaron a donde llegaron por pura voluntad, músculo y pulmón (con una pequeña ayuda del sistema respiratorio artificial, de acuerdo). La tecnología no jugó un papel importante en tan sonado logro. No eran robots ni choferes de submarinos: Eran gente como uno, con buenos abrigos, buena planeación y buena suerte.
Tan demostraron que aquélla era una empresa humana, que más de 1,200 de sus congéneres han seguido sus pasos hasta la cumbre. Entre éstos ha habido no pocas mujeres, un ciego, un loquito que hizo todo el periplo solo y un austriaco que logró lo que parecía biológicamente imposible: Escalar la montaña sin oxígeno embotellado. Eso sí, terminó oyendo la Sexta Sinfonía de Beethoven, que Dios le hablaba de tú y regaños ultraterrenos de su suegra, todo cortesía de la falta de combustible en el cerebro. Pero de que lo hizo, lo hizo.
Además, como siempre tiene que suceder con este tipo de hazañas, en la de Hillary y Tenzing existe un elemento de misterio: ¿Fueron ellos realmente los primeros en alcanzar la cumbre? ¿O un par de británicos se les adelantaron casi 30 años antes? Cha-ca-cha-cáááán...
A principios de junio de 1924 un experimentado montañista de 38 años, George Mallory y un jovenazo de 22 sin muchos raspones en las rodillas, Andrew Irvine, se lanzaron a alcanzar la cima del Everest. Irvine fue escogido, al parecer, por su (muy mexicana) habilidad para reparar con chicle y alambre el estorboso, pesado (15 kilos) y nada confiable equipo de respiración artificial de entonces. La última vez que alguien tuvo contacto visual con ellos, al parecer estaban a tres o cuatro horas de trepada de la cumbre. Nunca más se les volvió a ver con vida. En 1933 se encontró la que se supone es el hacha de Irvine a unos 400 metros de la cima. Luego, en 1975, un alpinista chino halló “un viejo cadáver inglés” casi debajo del sitio donde se había encontrado el hacha, por lo que todo mundo después supuso que ése era el cuerpo de Irvine, muerto en una caída en la que había dejado la herramienta detrás. Aquí la cuestión fue que el alpinista oriental no habló de su descubrimiento sino hasta cuatro años más tarde... y eso, un día antes de que se lo tragara una avalancha; de manera que no tuvo tiempo de dar más detalles. Finalmente, en mayo de 1999 una expedición juntó las piezas del rompecabezas y encontró, a 600 metros de la cumbre, el cadáver momificado... de Hillary. Por ciertos detalles, al parecer éste NO es el cuerpo hallado un cuarto de siglo antes por el chino. Así que los restos de Irvine andan todavía por ahí, sin ser localizados.
A ojo de buen cubero, quienes encontraron a Mallory calibraron que éste había muerto de una caída (tenía fractura expuesta en una pierna y las costillas aplastadas) y había estado atado a Irvine en los últimos momentos (pero la cuerda estaba rota). El descubrimiento no arrojó nueva luz sobre el enigma: ¿habían muerto mientras ascendían, o luego de haber alcanzado la cumbre, durante el descenso? El elemento que puede probar uno u otro escenario, una cámara fotográfica que llevaba Mallory (y que había pedido prestada; por eso no hay que andar condescendiendo con los gorrones), no ha sido hallada. Sin la posible confirmación que representarían las fotos que de ahí se pudieran obtener (que con la sequedad y el frío, se confía puedan haberse conservado todo este tiempo), el suponer que Mallory conquistó primero el Everest no es sino una conjetura. Pero el enigma no deja de ponerle sabor al caldo.
Por todo ello Hillary, al llegar a la cumbre (aunque si fue él o Tenzing el primero nunca lo quisieron aclarar, picarones... y buenos camaradas), se puso a sacar fotos como desesperado, para que luego no le fueran a salir con que a Chuchita la bolsearon. Como ironía, el único que aparece en las imágenes es Tenzing, dado que el sherpa no sabía cómo funcionaba la cámara y no pudo fotografiar a su compañero. Parafraseando a don Fidel Velázquez, en alpinismo como en política priista, el que llega primero, no sale.
No que ello le haya importado a Hillary. Lo último que él esperaba era la fama universal que lo ha acompañado durante medio siglo (Tenzing murió en 1986). Modesto, nunca se ha acostumbrado a que le digan Sir Edmund (la reina lo hizo caballero luego de su logro). De hecho, Hillary dice que lo mejor que ha hecho en su vida ha sido una fundación caritativa que lleva su nombre, responsable de la creación de hospitales, escuelas y obras sanitarias para la nación sherpa. La influencia de Hillary no está sólo en la motivación que inspira; sino que ha tocado efectivamente las existencias de miles de niños y adultos sherpas, cuyo nivel de vida ha mejorado debido a sus esfuerzos.
Un hombre sencillo, que consigue una gran proeza, y que hace feliz y mejor a una comunidad gracias a su tesón y carisma. Y un porteador que fue su compañero y amigo arriba y abajo de la montaña, que no sabía cómo enfocar una lente, pero con un corazón tamaño sandía. Esos son los verdaderos héroes, no los de cartón de la farándula o la política o la milicia. Esos son de los pocos que nos hacen estar orgullosos de pertenecer a la especie humana. A ellos hemos de agradecer que podamos confortarnos con la idea de que sí, en este mundo hay héroes; pero no los que tienen nombre de calle, o estatuas con merecidas cagarrutas de chanate. No, Hillary y Tenzing son los verdaderos, últimos héroes. Salud por ellos.
Ah, y para acabar: Seguramente han visto en alguna parte el siguiente diálogo:
- ¿Y por qué quiere escalar el Everest?
- Porque ahí está
El diálogo es verídico. Pero quien dijera la celebérrima frase (Because it’s there), compendio absoluto de la mejor parte del espíritu humano, no fue Hillary; fue Mallory.
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