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Los días, los hombres, las ideas/Maldiciones pasadas de rosca

Francisco José Amparán

En este mundo moderno (o post-moderno, para los que se pueden dar el lujo), muchas de las tradiciones del pasado duermen el sueño de los justos, han sido olvidadas sin remedio, o son vistas como reliquias que merecen ser ignoradas u objeto de burla. Una de estas antiguas tradiciones es la de maldecir; esto es, vaticinarle males sin cuento (o contados, total) a quien hizo algún perjuicio; y no sólo a él; también a su descendencia y hasta a sus mascotas.

Linda tradición ésta, inaugurada por un dios tonante y bastante arbitrario llamado Yavé. Ustedes recordarán que, debido a una inocente desobediencia (Eva no pudo resistir la tentación de agarrar fruta gratis en vez de esperar la oferta del Martes de Mercado), Yavé la maldijo: “Parirás a tus hijos con dolor”... a lo que sus hijas le han sacado la vuelta con la raquea, la anestesia y no sé cuántas otras maniobras que, a la hora de la hora, cuestan un ojo de la cara. Lo que sí es que la maldición al varón ahí sigue en pie: los descendientes de Adán continuamos ganando el pan con el sudor de nuestra frente. A propósito: por más que he buscado, en el Génesis nunca he hallado nada sobre auditorías de Hacienda ni sobre legisladores mediocres y necios (Vean las declaraciones de Bartlett sobre la “autosuficiencia eléctrica” del país; ironías de la historia: al poblano ya se le cayó el sistema... nervioso central). Y ésas sí que son maldiciones.

El mismo Yavé, por quítame acá estas pajas, también maldijo a uno de sus favoritos, Moisés. ¿Por qué? Porque éste, a petición de su sediento pueblo, le pidió les diera una manita en el peregrinaje por el Sinaí. Yavé le ordenó sacar agua de las piedras agitando su cayado, y el barbudo profeta la extrajo azotando una roca (lo que, la verdad, me parece más efectivo a la hora de hacer las estampitas para el Catecismo). Por semejante afrenta, Yavé maldijo a Moisés, condenándolo a no entrar a la Tierra Prometida. Si les digo que era arbitrario...

Todo esto viene a cuento porque en los últimos días hemos recordado un par de maldiciones que, con puntual eficiencia, se han cumplido en las cabezas de jugadores, managers y aficionados de dos equipos de beisbol. Y ello le ha dado un toque especial a una competencia deportiva que, en pleno siglo XXI, y pese a toda la parafernalia tecnológica de la época (y del país) en que se realizan, nos devuelven a los tiempos del mal de ojo y los muñecos vudú. ¿Las víctimas? Los Medias Rojas de Boston y los Cachorros de Chicago.

Al empezar la tercera década del siglo pasado, Boston ostentaba en su alineación a una maravilla que tenía por nombre George Herman Ruth, a quien todo mundo conocía como Babe (y sí, a veces parecía puerquito valiente). Babe Ruth pichaba y bateaba como nadie. Pero la codicia le ganó a la dirigencia de los patirrojos, y decidieron vender a Ruth a un equipo rival (y que pasaría a ser el Némesis y Monstrum Horrendum de los Medias Rojas), los Yankees de Nueva York. A Ruth el cambio no le hizo ninguna risa, básicamente porque no le habían pedido ni su opinión, ya no digamos permiso. Y entonces, dicen los decires, lanzó una maldición: Boston no volvería a ganar una Serie Mundial. Y lo peor es que se ha cumplido: desde 1918 el equipo de Massachussets no ha dado una en el Clásico de Otoño. En 1986 estaban a un out de ganar el sexto juego y la Serie. En eso vino una rola floja a primera base que hubiera recogido mi cocker spaniel con el puro olfato. El fildeador la dejó ir por debajo del guante y entre sus piernas. Y así, gracias a uno de los errores más recordados de la historia beisbolera, los Mets ganaron ese juego y, sí, la Serie Mundial. La maldición del Bambino se impuso.

Por su parte los Cachorros de Chicago no ganan un Campeonato Mundial desde 1908; ello se debe básicamente a que, durante décadas, han tenido equipos malísimos y amargosos. Sin embargo, la última vez que fueron a una Serie Mundial ocurrió un incidente que desde entonces (¡hace 58 años!) los persigue (y al parecer los perseguirá per sécula seculorum). Resulta que en 1945 llegaron al Clásico de Otoño. Y resulta que uno de los aficionados quería ver a su equipo y al mismo tiempo hacerle propaganda a su changarro, un bar llamado “Billy Goat” (algo así como “Macho cabrío”). Para ello se presentó en el Wrigley Field, la casa de los Cachorros, llevando una chiva con una traílla. Según la leyenda, el dueño del equipo, el señor Wrigley (sí, el de los chicles) lo detuvo, alegando que la cabra olía mal, y le impidió el ingreso. Siempre según la historia putativa, el dueño de la chiva lo condenó ahí mismo, proclamando que jamás se volvería a jugar una Serie Mundial en ese sitio maldito. Por supuesto, que un magnate ande espantando chivas en la entrada del estadio resulta inverosímil: lo más probable es que hayan sido los acomodadores o boleteros. Lo que resulta más inverosímil todavía es que la maldición se ha cumplido: ha pasado más de medio siglo, y los pobres Cachorros siguen sin llegar a la última serie, a la que aspira todo jugador de beisbol. Este año, en la Serie de Campeonato de la Liga Nacional (o sea, la antesala de la Serie en Serio) tenían ventaja de tres juegos a uno (a ganar cuatro) y terminaron perdiendo los últimos tres. ¿Maldición? ¿Salazón? Ustedes me dirán.

Cabe hacer notar que algunos aficionados no se han resignado con paciencia de Job a soportar estos embates de la ingrata fortuna, y han tratado de exorcizar los demonios que parecen seguir a sus equipos. El año pasado, en Boston, hubo una colecta popular para pagar por un rescate muy especial: según la leyenda, cuando Babe Ruth se enteró que había sido vendido a Nueva York hizo un berrinche tan grande que, cegado por la ira, arrojó un piano que tenía en su casa a un lago del vecindario (sí, yo creo que era bastante capaz de hacer algo así). Pues bien, algún aficionado creyó que el Bambino se contentaría si le devolvían su piano, y así perdonaría a los bostonianos contemporáneos. La colecta se hizo, el intento de rescate se realizó, pero los esperanzados aficionados se quedaron con un palmo de narices: en el lecho del lago no había ni piano ni balalaika ni mandolina. Algunos apuntaron que cualquier mueble se habría podrido en 80 años. Otros opinan que el incidente ocurrió en otra laguna, aunque eso suena a que se quieren clavar la lana de la próxima (e implausible) colecta. Los más resignados dicen que Ruth volvió de ultratumba a burlarse de los esfuerzos del siglo XXI por cortar la maldición, y de alguna manera se llevó el piano al Paraíso, donde quizá hoy esté tocándolo, con un espumoso tarro de cerveza encima, mientras ve los ímprobos esfuerzos de los Medias Rojas por romper el maleficio.

Asimismo, en la Serie de Campeonato de este año no faltaron aficionados de Chicago que llegaron con chivas al estadio (y nadie se atrevió a detenerlos), esperando expiar las culpas pasadas. De nada sirvió. Los Marlines de Florida se convirtieron en auténticas cabrotas (no en chivos expiatorios), y le amargaron la existencia a millones de habitantes de la Ciudad de los Vientos... y en otras partes del mundo.

Y es que muchos (incluido un servidor, como recordarán de un texto pasado) hubiéramos querido una Serie Mundial Medias Rojas contra Cachorros. Y no sólo por la muy humana y cristiana consideración que debe tenérsele a los pobres desgraciados que de todas pierden todas, lo que en el caso de México parece folklor nacional. Sino también porque consideramos que toda maldición genérica es una injusticia. Y es que, siendo objetivos, estuvo bien que el Bambino maldijera a la dirigencia bostoniana de 1920; y fue justo y necesario que el dueño de la cabra condenara al señor Wrigley. Pero, ¿por qué han de cargar esos pecados los aficionados que no tienen nada que ver con esos magnates, que mal pueden pagar los abonos anuales empeñando casa, carro y suegra, y que ni habían nacido cuando ocurrieron tan nefastos acontecimientos? ¿Qué culpa tienen los frustrados del siglo XXI con acontecimientos tan remotos, y por los que ya han expiado dos, tres generaciones?

Hasta parece maldición de Yavé. O uno de esos caprichos a que eran tan proclives los dioses griegos, que condenaban a pueblos enteros porque un solo fulano tomó malas decisiones (Troya y Paris Alejandro) o se anduvo casando con mujeres mayores (Tebas y Edipo).

En fin, ¿qué se puede hacer? Después de todo, dicen los racionalistas de corazón empedernido, los nietos de la Ilustración que nunca leen a Rousseau, los científicos soberbios que nunca han sentido una manita recién nacida en torno a un dedo de su mano, que las maldiciones no existen. De cualquier forma, ¿alguien me ayuda a vender unos boletos? Estoy organizando una pollocoa para juntar lana y rescatar cierto piano...

Consejo no pedido para no salarse: escuchen “The kids are all right” de The Who; lean “Poderes terrenales”, de Anthony Burgess; y vean “Bowling for Columbine” el próximo viernes 24, en el auditorio del Centro de Asuntos Estudiantiles del ITESM Laguna; funciones a las 4 y 6:10 PM. La entrada será libre.

Acudan, por favor; solo así se levantarán las maldiciones sicilianas que me echó quién sabe cuánta gente luego que, hace tiempo, recomendé rentaran esa película, sin saber que a este rancho no ha llegado ni en pantalla.

Provecho.

Correo: francisco.amparan@itesm.mx

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