Darío III, rey de Persia en el siglo IV a. C., solía firmar sus cartas muy modestamente así: “Darío, rey de reyes, señor de los cuatro confines de la Tierra” y se quedaba tan orondo. Por supuesto, el suyo era entonces uno de los imperios más grandes del mundo, y sentía que se podía inclinar hacia la hipérbole. El problema fue que se lo creyó. Y cuando un aventurero llamado Alejandro de Macedonia se atrevió a invadir sus dominios, pensó que podía deshacerse de él como se aplasta a un moyote molesto. Por supuesto, gracias a una combinación de suerte, ingenio y tenacidad, Alejandro terminó aniquilando al Gran Rey del Asia (otro título que se autoconfería Darío), el cual acabó sus días asesinado por uno de sus propios sátrapas, mosqueándose a bordo de un carruaje en medio de un camino desolado. Para lo que le sirvieron los títulos...
Alejandro cayó en la misma tentación. Gracias a los artilugios de unos sacerdotes egipcios muy buenos para las trácalas y la ventriloquía, se convenció que era ni más ni menos que el dios Amón, el carnero y de ese macho no lo bajaron ni sus camaradas ni nadie. Y claro, a un dios no lo detiene nadie. De manera que siguió adelante en sus conquistas contra viento y marea. Luego de asesinar a algunos de sus compañeros de la infancia, a su guía de toda la vida Parmenio, y de llevar a su ejército a los confines del mundo conocido, sus tropas se rebelaron y le dijeron que, dios o no dios, carnero o cabrito, ya no pensaban seguirlo. Alejandro tuvo que abandonar su loca idea de adentrarse en la India y retornó a sus bases con el rabo entre las patas, en una de las retiradas más dolorosas e inútiles de la historia militar. Poco después moría en Babilonia, de una enfermedad desconocida (es decir, probablemente envenenado) a los 33 años de edad. El dios carnero se dio de topes con la terca realidad.
Muchos siglos más tarde (a fines del XVI d. C., para ser exactos), el monarca más poderoso del mundo era Felipe II de España; al menos en el papel ello era evidente: en su imperio no se ponía el Sol (lo que resulta muy útil cuando abundan los necios que se oponen a una reforma eléctrica). Pero en tan iluminado y ancho territorio se servían con la cuchara grande piratas, corsarios y bucaneros de todo tipo, pero sobre todo de corte inglés. Durante años la Corona de Inglaterra (entonces situada sobre la pelirroja y semicalva cabeza de la formidable Isabel I) había solapado y fomentado las incursiones de Francis Drake, Walter Raleigh y otros de su estofa, que se llenaban las manos y las arcas saqueando galeones y puertos de Su Muy Católica Majestad española. El colmo fue cuando Isabel, encantada por el collar de diamantes y esmeraldas (robadas a España) que le regaló Drake, armó caballero al pirata en su mismísimo barco, con el que había asaltado ciudades y barcos sin cuento. Lo que hacen las mujeres cuando les regalan bisutería...
Felipe II no encajó muy bien que digamos semejante afrenta y procedió a preparar una expedición punitiva para castigar a la arrogante y provocadora Inglaterra. Más aún: esperaba que los acontecimientos se desarrollaran de manera tal que, una vez invadida (la aún no Pérfida) Albión, se pudiera coronar Rey de aquellas lluviosas tierras; después de todo, había sido consorte de la anterior reina, María Tudor (mejor conocida entre la raza y en los mejores bares como Bloody Mary, María la Sanguinaria).
Felipe organizó una flota que superaba a la inglesa en una proporción de ocho a uno, por lo que sus miembros pensaban que aquello iba a ser un día de campo. Pero cometieron el error de bautizar a esa empresa antes de zarpar siquiera y le pusieron la Armada Invencible. No habían pegado un solo cañonazo y ya creían haber ganado.
Pasó lo que tenía que pasar. La Armada Invencible se enfrentó al tradicional y endemoniado mal tiempo británico (que ha salvado a Inglaterra desde entonces y hasta Dunkerke, en el no tan remoto 1940) y después tuvo que vérselas con las naves de Drake y Hawkins. Éstas eran mucho más ligeras que los pesados galeones españoles y habían incorporado una novedad: situar los cañones en las bandas y no a proa y popa. Así, un barco mucho más pequeño podía llenar de agujeros a otro que tardaría horas en virar y responder. Total, la Armada Invencible fue hecha trizas y menos de la mitad de sus barcos y tripulaciones regresaron a España. Ándeles, por andar de habladores...
A fines del Siglo XVIII, Francia vive una serie de convulsiones políticas, sociales, económicas, culturales y creo que hasta deportivas que reciben el nombre genérico de Revolución Francesa. En un momento dado, el gobierno queda en manos de un poder ejecutivo radical, que procede (but of course!) a depurar la sociedad de todo elemento antirrevolucionario. Quien pertenecía a esa categoría en gran medida era determinado por un abogado provinciano llamado Maximiliano Robespierre, quien se regocijaba con su sobrenombre: “El Incorruptible”.
Roberspierre “El Incorruptible” va a mandar a la guillotina a miles de personas, incluidos sus antiguos compañeros Dantón y Desmoulins, por no estar de acuerdo con su concepto de lo que tenía que ser la Revolución. Su aval era, precisamente, su incorruptibilidad: dormía en un sofá, desdeñaba las más elementales comodidades, se sentía incómodo con los bienes materiales. Pero cuando siguió haciendo rodar cabezas, los que lo rodeaban empezaron a examinarse cuidadosamente el cuello cada mañana frente al espejo. Y decidieron que querían mantenerlo enterito. Procedieron a destituir a Roberspierre, quien resultó herido al intentar suicidarse para no ser arrestado. “El Incorruptible” hubo de ser llevado en camilla a la guillotina, simpático instrumento al que tanta chamba le había dado en sus buenos tiempos.
Medio siglo más tarde, en un pintoresco y perennemente desorganizado país llamado México, una de las facciones políticas que se disputaban no sólo el poder, sino el futuro del país, decidió promover su causa llamando del exilio a un extraño personaje: los conservadores pensaron, quién sabe por qué o cómo, que su proyecto estaría mejor promovido y servido si ponían en la presidencia a un cartucho ya muy quemado: Antonio López de Santa Anna.
Los conservadores se tomaron la molestia de ir hasta Colombia, en donde se hallaba exiliado, a pedirle encarecidamente a Santa Anna que aceptara el Poder Ejecutivo. Éste se hizo el remolón, pero aceptó. Sus promotores no vieron que aquel hombre ya tenía serios problemas mentales y que al colocarlo en la presidencia se estaban pegando una quemadota de padre y señor mío.
En poco tiempo y ante la inercia, impotencia y pasmo de los conservadores, Santa Anna va a establecer una dictadura sencillamente delirante. El tirano se tenía en tan alta estima, que elaboró una lista de títulos autorizados para dirigirse a su persona. Entre otros muy rimbombantes (“Napoleón de las Américas”, por ejemplo), al Quince Uñas le fascinaba el de “Su Alteza Serenísima”. Que no estaba muy por encima de sus coterráneos creo que es evidente. Que de sereno tenía lo que Isabel Madow tiene de monja de clausura, también. Pero bueno, a él le gustó el título y lo conservó (y exigió que se usara) mientras duró en el poder. Que no fueron sino dos años, pero en fin.
Ya en el siglo en que nacimos todos nosotros, Mussolini se hizo llamar “Duce”, Hitler “Führer”, Franco “Caudillo” y Stalin “Padrecito”. Los dos primeros títulos significan “Jefe”... como si sus naciones fueran tribus u hordas. Los dos últimos denotan su creencia de que eran algo así como pastores de retrasados mentales o de perpetuos menores de edad. Y así trataron a sus pueblos.
Mao se puso el título de “El Gran Timonel”, aunque nunca se tomó la molestia de percibir que la mayor parte del tiempo llevó a su gigantesco barco de un escollo a otro arrecife, al borde del naufragio. Sólo cuando murió Mao esa nave pudo encaminarse por la ruta del progreso, bajo el mando de un hombre, Deng Xiaoping, cuyo máximo reclamo a la fama era tener una desconcertante semejanza con un oso panda.
De todo lo cual podemos sacar algunas conclusiones:
Primero, que eso de andarse autopromoviendo, poniéndose títulos muy llegadores, quizá tiene cierto valor mercadotécnico a corto plazo, pero a la larga resulta una costumbre muy cara y nada redituable.
Segundo, que quienes se proclaman puros, santos, padrecitos, incorruptibles o dueños absolutos de La Verdad, por lo general terminan siendo monstruos. Por eso, si alguien le dice que es santo, puro, etcétera, aléjese de él, cuéntenselo a quien más confianza le tenga y no se le vuelva a arrimar. Con los pecadores nos podemos arreglar. De los santos es de quienes hemos de desconfiar. Siempre.
Y tercero, que quienes se autopromueven con frecuencia también se autoengañan. Se la creen. Piensan que en el nombre llevan no sólo la fama sino la esencia. Y ahí es donde vamos a hallar, con metódica persistencia, su perdición.
Así pues, cuando Lopejobradó se proclama “políticamente indestructible”; y Cárdenas y Bartlett “auténticos nacionalistas”, bueno, como que hay que tomar esos títulos con un granito de sal. Bueno, con un salero entero.
Como que ya deberían haber aprendido. Ellos y nosotros.
Consejo no pedido para autopromoverse con la nueva vecina de no malos bigotes: Escuche “Boston” del grupo homónimo; lea “Aléxandros: el hijo del sueño” de Valerio Massimo Manfredi, el primero de una amena trilogía y rente “Elizabeth”, con Kate Blanchet, lúcido vistazo a una época y mujer interesantísimas. Provecho.
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