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Los días, los hombres, las ideas/Regreso a la Patria

Francisco José Amparán

Luego de dos años lejos de ella, hoy regreso a la Patria. 24 meses viviendo en el extranjero confieren una perspectiva que difícilmente se puede alcanzar entre los gritos y sombrerazos que rodean la vida cotidiana en el México de principios del siglo XXI. Desde lejos, algunas cosas que se daban por sentadas suscitan impredecible nostalgia. Otras, usuales y comunes en el terruño, resultan extrañas y excéntricas lejos de él. Otras más dan orgullo, no pocas provocan vergüenza. La visión del país cambia de foco, ocurre desde una óptica distinta.

Regreso a un lugar diferente del que dejé: en el verano de 2001 Vicente Fox seguía viviendo una apasionada luna de miel con una gran cantidad de gente que lo veía como el salvador, como aquel que iba a redimir todos los pecados del mundo priista que durante siete décadas habían detenido el progreso y la democracia. El Presidente, además, se las había ingeniado para estar cerca del residente de la Casa Blanca y reclamar el título de Su Cuatacho. Con ello esperaba deshacer muchos entuertos, algunos de ellos muy añejos, en la relación bilateral. Luego vinieron los avionazos del 9/11, después la titubeante actuación en el Consejo de Seguridad y volvimos a la casilla de inicio. El Cuatacho hizo pasar a su país del superávit al déficit con asombrosa e irresponsable velocidad y con la misma rapidez padecimos las consecuencias. Las amistades entre gente con botas, a fin de cuentas, son como las de quienes calzamos huaraches o mocasines: cambian según las circunstancias. En el verano del 2003 nadie apuesta a que los Estados Unidos reanudará la “relación especial” con México que siempre fue más una promesa que una realidad.

En el verano del 2001 muchos seguían pensando que el país podía corregirse como por encanto, con el moverse de una varita mágica empuñada en Los Pinos, sitio ya fuera del control del partido-de-siempre. Ahora resulta notorio que la terca realidad se ha impuesto: los problemas seculares de México no pueden solucionarse en un sexenio, sea éste panista o priista. La democracia no es la panacea y la reconstrucción nacional tardará mucho, mucho tiempo, quizá una generación. Se perdió de vista que una gran cantidad de obstáculos, tropezones y barreras que nos estorban no fueron fabricados por el PRI: vienen desde el siglo XIX y algunos son los mismos que atacara (sin éxito) don Porfirio. Como se perdió de vista que los males que secularmente nos han hundido siguen reproduciéndose con pesadillesca recurrencia: nuestras eternas y ridículas querellas (¡otra vez jacobinos contra clérigos, como en 1856, por el amor de Dios... y de la República!); nuestra supina incapacidad de encontrar consensos (¡otra vez (neo)liberales contra (nacional)conservadores, como en 1857!); y la notoria ausencia de un proyecto de nación que nos permita columbrar un futuro mejor. Por esos males perdimos el siglo XIX (y la mitad del territorio), perdimos el siglo XX (por más que los marcianos hayan hecho carreteras, según el ingeniosísimo Labastida) y parece que no hemos aprendido la lección.

En el verano de 2001 muchos pensaban que la democracia iba a purificar a nuestra clase política. Ahora sabemos que lo único que logró fue mostrar su estulticia y mediocridad con mayor transparencia. Pocos de nuestros gobernantes están al nivel que demandan los tiempos, careciendo de la altura de miras y visión de futuro que les permita avizorar algo más allá de sus narices, el presupuesto y la próxima elección. Sobran quienes sólo sirven para gastar a puños el dinero de los contribuyentes promocionando su patética imagen, sus huecas ocurrencias. Muchos de nuestros representantes son auténticas lacras, buenos para el escándalo y la vociferación, pero vacíos de ideas, de proyectos, de la generosidad necesaria para colaborar con los rivales y pensar más en el provecho de la Patria que en el propio. Mientras el mundo cambia y nos quedamos atrás (como nos quedamos atrás los últimos dos siglos), nuestra clase política sigue clavada en el pasado, como si 1917 o 1938 hubieran sido ayer, como si la mayoría de los paradigmas construidos por el priato no resultaran ya caducos e inservibles. Los partidos políticos principales dan lástima y producen pena ajena: el PRI se hace llevar por un liderazgo que lo va a despedazar, el PAN se deja secuestrar por empresarios voraces y lunáticos de ultraderecha y el PRD saca a relucir sus rencillas internas cavernarias y sus faccionalismos heredados de los comunistas clandestinos de los sesenta, mientras enarbola banderas de un nacionalismo tan rancio que, de no ser por lo que implica, resultaría caricaturesco. De los otros partidos, mejor no hablemos: o son descaradas (y lucrativas) franquicias familiares como el PVEM y el PSN; o bien no representan a casi nadie, o no tienen plataformas que movilicen a una ciudadanía cada vez más apática. Como se puede ver, ninguna buena mezcla para enfrentar el siglo XXI.

En el verano del 2001 no se había caído en la cuenta de que Vicente Fox era un político de muchas palabras y no tantas ideas, al que muchos retos y esperanzas le quedarían grandes. No se sabía que era sí, un líder carismático, pero no un estadista de microondas. Su populacherismo y bravatas resultaron magníficos imanes de votos, pero no muy buenos instrumentos de cambio y muchos menos de gobierno. Su locuacidad lo metió en problemas en casa y fuera de ella y sus enemigos y simples espectadores no tardaron en echársele encima. Gajes de la democracia, sí. Pero los medios informativos tampoco han estado a la altura, prefiriendo frecuentemente lo estridente y amarillista al análisis sensato y la objetividad necesaria para calibrar el futuro del país: leyendo algunos periódicos, escuchando algunas estaciones, cualquiera pensaría que México es Sierra Leona o algo así. Claro que munición nunca faltó: el mentado “gabinetazo” difícilmente dio el ancho, en parte por las deficiencias de sus integrantes, en parte por lo desmesurado de los objetivos planteados. La Primera Dama tampoco ayudó mucho que digamos. Por todo ello, el segurísimo y jactancioso Fox del 2001 quedó, como debía ser, en el pasado. Esperemos que después de las próximas elecciones emerja como lo que prometió (y todavía puede) ser: la punta de lanza para arremeter contra algunos de los obstáculos (grandes o pequeños) que nos siguen lastrando. Uno a la vez. Sin protagonismos estridentes, sin hacerla al Quijote contra los molinos de viento, sin exabruptos de los que invariablemente se arrepiente en 24 horas. Simplemente buscando consensos y entendiendo por fin que la política, en realidad, es el arte de lo posible, no de las buenas intenciones ni de la palabrería hueca.

Al mismo tiempo, regreso al mismo país: uno constreñido todavía por sus atavismos, premodernidades y complejos. A un país en donde un puñado de improductivos con machete puede frenar la creación de miles de empleos; en donde la preservación de las vacas sagradas del pasado, como Pemex, (vacas que sólo ordeñan unos cuantos, no “la Nación”) continúan sirviendo de pretexto para victimizar la inversión y el posible crecimiento; en donde la demagogia más burda, el pasarle billetes a los viejitos, es considerada por algunos como una política exitosa y moderna; en el que maestros lumpenizados que no enseñan sino lo patético de sus aspiraciones, pueden paralizar la ciudad más grande del mundo; en donde aplicar la ley se hace llamar (incluso por el gobierno, lo que resultaría risible si no fuera ridículo e indignante) “represión”; en donde, en fin, el Estado de Derecho sigue dependiendo de la suerte, la casualidad, las conexiones o el signo zodiacal.

Dos años de vivir en Canadá me han convencido de algo que ya sabía: la diferencia entre el Primer y el Tercer Mundo es el orden. Y éste se sostiene en el respeto a la ley: desde donde se debe cruzar la calle, pasando por el no tirar basura (han descubierto que si la gente no es sucia, la ciudad tampoco, ¡sorpresa!) hasta el escrutinio ciudadano de las finanzas públicas, ese respeto constituye el andamiaje básico de una de las sociedades más exitosas de la historia humana. Mientras México siga siendo un país desordenado, donde sobran las leyes y los abogados (¡y vaya que sobran!) y falta lastimosamente quién las haga cumplir, seguiremos en el hoyo. En tanto continuemos atados a nuestros prejuicios e ideologías añejas, no podremos salir adelante. En tanto no se reconozcan las verdades de a kilo (pero que niegan las mentiras ideológicas creadas y fomentadas durante dos siglos), no veo cómo o por dónde pueda México cumplir las promesas de cuando nació como país independiente (Nueva España era la quinta o cuarta economía del mundo): seguiremos siendo un país riquísimo pero desordenado, improductivo, de mucha labia y poca inversión, lleno de pobres... que curiosamente dejan de serlo trabajando en los Estados Unidos.

Ahí regresamos. Es nuestra casa, nuestra tierra, nuestra gente. Ciertamente extrañaremos el orden y que las cosas funcionen; el que cualquier trámite no requiera más que la palabra de la persona y no mil papeles inútiles; el que se premie la originalidad y la innovación y no se castigue al que desea sobresalir, como en México. Extrañaremos muchas cosas vividas durante estos dos años, especialmente porque serían fácilmente replicables si en México no se ensalzara la mediocridad, no se movieran tantas cosas vía el compadrazgo y la palabrería. Y, me temo, sentiremos una pesada, ácida desesperación, porque los lastres que hunden al país ahí siguen. Y, mucho me temo, seguirán un buen tiempo más.

¡Queda tanto por hacer! ¡Y hemos perdido tantas oportunidades!

Correo: famparan@campus.lag.itesm.mx

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