Es una de esas cosas que se intuyen cuando uno se convierte en padre: apenas se recibe al crío en los brazos, acunando ese “montoncito de cariño”, viendo el botoncito de carne que es la trompa del infante, y un pensamiento sacude el cerebro como un relámpago: “Este (o esta) infeliz me va a llevar la contra”. Y sí. Es una de las leyes de la existencia: aquéllos a quienes se la damos (no me voy a meter a discutir la filosofía de tarjeta Printaform de si son nuestros o de la vida: es uno el que les paga la colegiatura) van a opinar lo contrario que sus sabios padres. Como dice una tía mía, que se sabe (casi) todos los refranes en lengua española: “Lo que no puedes ver/ en tu casa lo has de tener”.
Uno de esos momentos definitorios ocurrió hace unos días: estábamos en familia viendo el resumen de la jornada de futbol americano cuando en un arrebato de inspiración mi hija Constanza, de once años, anunció solemnemente: “Le voy a ir a los Raiders de Oakland; me caen bien”.
Para un padre que tiene más de un cuarto de siglo siendo sufrido seguidor de los Acereros de Pittsburgh; que se pitorrea cada que puede de cómo perdió Oakland aquella memorable final con “la inmaculada recepción”; y que creía haberle enseñado a la carne de su carne la importancia de un juego terrestre consumidor de tiempo y controlador de balón, aquello le cayó como una bomba. La niña (de los ojos y de los ahorros) se apartaba de la senda del bien para sumergirse en el campo de los malosos de negro y plata. Pero ¿qué puede hacer un pobre padre de mediana edad y precario pelambre? Son de esas cosas que uno tiene que apechugar cuando se navega por el proceloso océano de la paternidad.
Y es que elegir un equipo de americano es una decisión quizá más importante que la de escoger marido; después de todo, ése puede descharcharse desde que don Melchor Ocampo escribió su arrebatada epístola. En cambio, por razones no sé si genéticas, cuando uno “le va” a un equipo, es por demás. No hay poder humano (ni creo que divino) que le despinte a uno los colores que se llevan en el alma. Claro, siempre y cuando estemos hablando de un ser humano decente y digno de ese nombre, no de una veleta veleidosa que se mueve al son de cualquier moda pasajera.
Por supuesto que se pueden tener dudas y alejamientos, agravios y resentimientos. Pero, como ocurre con ciertos amores, es imposible llegar al rompimiento definitivo. En mi caso, luego de varios años de marcar mi distancia con Pittsburgh (que jugaba fatal en los últimos años de Chuck Noll), recibí fríamente su llegada al Super Bowl de 1996 de la mano del (entonces) jovenazo Bill Cowher. La verdad, no me entusiasmé mucho que digamos. Para colmo, todo el juego fueron perdiendo contra los odiados Vaqueros. Pero el escenario (emocional) cambió cuando, luego de anotar para acortar la distancia a diez puntos, en pleno tercer cuarto, ¡patearon corto para recuperar el balón! El mensaje era muy claro: venimos a ganar, no a hacerla de paleros de estos mimados millonetas (la nómina de Dallas doblaba la de Pittsburgh). Desde ese momento no albergué duda alguna: moriré Acerero.
Lo cuál es una especie de elección de vida. Ser Acerero significa tener una visión del juego (y del humano acontecer) muy definida: control del reloj (Pittsburgh ha tenido el balón más tiempo que ningún otro equipo este año... como casi siempre), defensiva confiable (aunque nos ha fallado, está entre las cinco mejores), ajuste de la ofensiva casi cada serie, personal bien entrenado y disciplinado, buena banca. Nada de escandalitos, nada de payasos dando la nota. El corredor estelar Jerome Bettis, conocido como “El Autobús” por la carrocería anatómica que porta, tiene uno en el que lleva libros a los barrios pobres (comparen eso con los lamentables shows que dan los basketbolistas... o Cuauhtémoc Blanco). Los dueños siguen estando entre los más respetados de la Liga, y los aficionados los adoran. La palabra clave es solidez. Quizá suena aburrido, pero puedo vivir con eso.
Ahora que la elección de mi hija no me deja tan frío. Después de todo, estamos hablando de un equipo de prosapia, de la Conferencia Americana y con características muy especiales. Empezando con que tiene los aficionados más locos del mundo (me temo que ESO fue lo que atrajo a Constanza), que acostumbran acudir a los juegos vestidos de Orcs, mutantes de película de Mad Max, Darth Vader, Saruman, diputada del PRD demandando bono o seres aún más escalofriantes. Así ataviados se dedican a insultar a los jugadores visitantes de maneras que harían enrojecer a un narco de corrido. Con otra: Oakland se ha especializado en el reciclaje de jugadores que otros equipos consideran viejos, pero que suelen agarrar su segundo aire vestidos de negro y plata. Jerry Rice y Bill Romanowsky no son sino los últimos ejemplos de una tradición que se remonta a los tiempos en que George Blanda andaba pateando goles de campo cuando ya debería andarse dejando patear por sus nietos. Quien ya pasa de los cuarenta no puede sino agradecer una política empresarial tan benigna... y sabia.
Por supuesto, Constanza se hubiera ganado el ser desheredada (de qué, no sé, pero la amenaza puede funcionar) y corrida de la casa si se hubiera proclamado Vaquera de Dallas. Ese equipejo (cuyas últimas desastrosas temporadas son recibidas con gusto y contento por no poca gente... y ¡ah, cómo festejamos el triunfo de Houston!), cuya única virtud es tener las porristas que tiene, es el equivalente en futbol americano al equipo América de soccer. Esto es, una organización que con dinero pretende comprar todo (hasta aficionados engatuzables); y a veces incluso campeonatos. Tanto de Vaqueros como de Americanistas hay que alejarse cuanto antes, contárselo a quien más confianza se le tenga, y rehuir toda carne asada o barrilada con esos especímenes. Aunque sea de gorra.
La gente que le va a los Delfines de Miami, en cambio, es más bien fresa y apacible. ¿Cómo se puede apoyar a un equipo con uniforme aguamarina, y que tiene un mamífero acuático de mascota? ¿Y que para colmo fue rescatada por Jim Carrey?
Los aficionados de Denver me merecen respeto. Lo menos que se puede decir es que tienen temple: fue mucho aguantar decepción tras decepción hasta que lograron el bicampeonato. Y con un equipo sólido y digno de pasar a la historia.
Quien le va a Buffalo (los hay, los hay) tiene vena de mártir. Piensa que la vida es sufrimiento y que tener un nudo en el estómago de septiembre a diciembre ayuda a prevenir el cáncer del colon... el cuál, están seguros, tarde o temprano aparecerá.
Aquéllos que siguen a Washington (si es que han sobrevivido a los corajes de esta temporada) es gente a la que le gusta la fuerza, la contundencia. Lo que sí es que sigo sin entender qué pretenden esos gordos que se disfrazan de Miss Piggy.
Irle a los Gigantes o a los Jets es sentir nostalgia de vivir en ciudad grande. Ser aficionado de Green Bay representa tenerle gusto a la vida... y al frío. Es de la gente que sale a echar cascarita aunque la calle esté plagada de hoyos de los que suele dejarnos el muy R. Ayuntamiento.
Ser Café de Cleveland es un anacronismo que sólo pueden sobrellevar quienes tienen corazón de hierro. Cuantimás con los finales que han dado este año...
Las almas perdidas que siguen lamentando los cuatro minutos (totales) en dos Supertazones que estuvieron entre los Bengalíes y sendas victorias sobre los 49ers, son el equivalente futbolístico de los marxistas irredentos: ellos tenían la razón, aunque hayan perdido (y tengan temporadas de 2-14).
En fin, que determinar temperamento y carácter dependiendo de las preferencias en este singular ámbito es mucho más preciso que el recurrir a una carta astral o signo del zodiaco. Lo cuál no está de más en los tiempos que corren... y en año electoral. Creo que ésa debería ser la primer pregunta que se le debe hacer a los candidatos. Y por sus gustos los conoceréis.
Feliz año. Y mis mejores deseos de que ya no estén comiendo pavo.
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