Comentábamos el domingo pasado las virtudes y defectos que se le pueden encontrar al sistema de representación proporcional; esto es, aquél en que los diputados, miembros del Parlamento o representantes (dependiendo de cómo se les llame en qué país) son elegidos según el porcentaje de votación recibida por su partido y por el sitio que ocupan en la lista elaborada por la organización política que tuvo la poca imaginación o muy mala leche de postularlos. Este sistema, en vista de que es usado para escoger al 40 por ciento de nuestra inepta y onerosa Cámara de Diputados, en los últimos tiempos ha estado siendo sometido a fuego graneado.
Si quitáramos a los 200 diputados de representación proporcional, todavía nos quedarían los 300 que ganaron en su distrito por mayoría relativa (o pluralidad); esto es, los que sacaron más votos que sus contrincantes, así no hayan obtenido el 50 por ciento más uno de los sufragios emitidos. Trescientos ¿les suena a muchos, o a pocos? ¿Cuál debe ser la proporción entre representantes y representados? ¿Cuánta gente debe tenerse en cuenta para elegir? Cada país, cada sistema, le ha dado una respuesta distinta a tan espinosas preguntas.
En Estados Unidos, en donde no existe la representación proporcional a ningún nivel, el tamaño y límites geográficos de los distritos son cuestiones de enorme importancia. En un principio (esto es, a fines del siglo XVIII) la distritación se hizo en base a la población de cada estado. Dado que los esclavos negros no tenían personalidad jurídica ni política, pero bien que ocupaban vivienda y comían, los estados del sur insistieron en que fueran contabilizados para la distritación. Pero si no eran ciudadanos, ¿cómo se les tomaba en cuenta? Los preclaros fundadores de la república americana llegaron a la salomónica conclusión de que un negro equivalía a 3/5 de ciudadano (aunque en la práctica tenía 0 por ciento de derechos). Eso de andar contando 60 por ciento de persona nos da una idea de cómo se las gastaban en aquellos entonces.
Total, que según iban aumentando la población y los estados incorporados a la Unión Americana, también iba creciendo el número de distritos; y, por tanto, el número de curules en la Cámara de Representantes (el equivalente de la nuestra de diputados). Hasta que, en 1911, en vista de las cada vez mayores oleadas de inmigrantes, se decidió congelar el número de asientos en la Cámara Baja: al paso que iban, las sesiones tendrían que realizarse en un estadio deportivo o de plano en los prados del Mall de Washington. Así, desde hace casi un siglo el número de representantes en EUA ha sido de 435. Lo único que varía, de acuerdo al censo de cada diez años, es cuántos le tocan a cada estado según las variaciones de población. En el 2000, por ejemplo, New York y Pennsylvania perdieron dos distritos cada uno, en tanto que Arizona y Florida ganaron dos (los de esta última entidad le dieron la Presidencia ilegítimamente a Bush, remember). No porque los primeros estados mencionados hayan reducido su población; sino porque ésta creció mucho más rápido en los segundos.
Asumiendo que Pitágoras no miente, si el número de representantes permanece constante y la población de representados crece, con el paso del tiempo cada representante está dando la cara por una cantidad mayor de sus representados. Así, en 1990 cada diputado americano representaba a 572,466 habitantes (y, por tanto, cada distrito comprendía a entre 550,000 y 575,000 pelaos). En el 2000, debido al crecimiento demográfico, un ocupante de curul del lado izquierdo de Capitol Hill (viéndola de este lado, no de aquél) representaba a la friolera de 646,952 habitantes.
¿Son muchos, demasiados ciudadanos decidiendo y opinando por la boca (y el dedo) de uno solo? Digamos que en esto de a cuántos debe representar un legislador hay una enorme variación a lo largo y ancho del mundo. Cerca de la proporción representante/representados de EUA anda la de Rusia. En tan inmenso país, la Duma (el equivalente de la Cámara Baja) tiene 450 diputados; cada uno de los cuales, por tanto, representa a 644,349 bebedores de vodka (sí, allá hasta los chiquillos y chiquillas consumen el jugo de papa en biberón). Si se fijan, es casi la misma que en los muy distintos Estados Unidos.
Sin embargo, en general las proporciones son menores, quizá porque se supone que de esa manera la representatividad es mayor, o que el legislador tendrá más chanza de escuchar a quienes los eligieron (Sí, Chucha, ¡cómo no!). En Japón, por ejemplo, la Dieta o Shugi-in (la Cámara Baja) tiene 480 escaños. Cada venerable ocupante representa a unos 264,530 habitantes. El Bundestag germano apretuja a 598 diputados, cada uno de los cuales habla (¡y en alemán!) por 139,217 teutones (aunque la mitad son electos por representación proporcional, como comentábamos hace una semana). Poco menos poblada está la Asamblée Nationale francesa, en donde se amontonan 577 legisladores. La verdad, uno tiembla al pensar en la densidad de semejante ambiente (políticos; franceses). En todo caso, los diputados franchutes representan cada uno a 186,186 decepcionados por la actuación de Zidane en el Mundial.
El Parlamento importante más antiguo del mundo, el británico, alberga a la mayor cantidad de representantes: 659 en la Cámara de los Comunes o de los Pares. Por ello, cada MP (Member of the Parliament) representa a muchos menos habitantes que sus contrapartes de otros lados del planeta: 90,710 flemáticos por piocha. La Cámara de los Lores (o Lords) ha visto muy disminuidos sus números desde que Tony Blair puso un tope de 92 Lores hereditarios. Anteriormente había habido cientos, aunque la mayoría no se dignaba siquiera pisar tan augusto recinto. En todo caso, el número no importa, dada la irrelevancia de la Cámara Alta en el manejo del poder real en Inglaterra. Los Lores pueden desaparecer y pasaría algún tiempo antes de que nadie se diera cuenta.
Canadá tiene 301 MP’s en la Cámara de los Comunes, de manera que cada uno en teoría le da voz a 105,978 críticos de hockey. Como detalle curioso, si hay elecciones generales antes de junio de 2004, las provincias de Alberta y British Columbia no tendrán dos MP’s más cada una, porque los comicios se realizarían según el censo de 1990 (el usado en la última elección general). Si son después de aquella fecha, se utilizaría el del 2000 en donde, por el crecimiento de ambas provincias, les corresponderían esos nuevos distritos y el Parlamento crecería a 305 miembros. Conociendo a la gente con la que he convivido dos años, ya me imagino el tango que se va a armar si no se le dan esos dos distritos a Alberta (según conseja popular, los de British Columbia andan siempre tan motorolos que ni cuenta se van a dar). Si de por sí ya se habla de secesión por estos lares...
En México cada diputado de mayoría relativa representa más o menos a 333,333 habitantes. Por ello Torreón abarca dos distritos: de la Cuauhtémoc pa’allá y de la Cuauhtémoc hasta Viesca (si es que alguien sigue viviendo ahí). No sé si haya 333,333 decepcionados por el Santos al poniente de la Cuauhtémoc, pero ésa ha sido la división tradicional.
Que un diputado represente a un tercio de millón de personas puede parecer exagerado; o, desde otro punto de vista, insuficiente. Pero ojo, cada legislador americano o ruso es portavoz de prácticamente el doble de gente. Aunque eso sí, con notorias diferencias, sobre todo en el caso de los americanos. Empezando porque salen relativamente baratos, tienen que rendir cuentas de lo que gastan y deben andar en campaña permanente, dado que han de someterse a la aprobación de su electorado cada dos años, el martes después del primer lunes de noviembre (así dice la Constitución gringa, aunque parezca receta de brebaje de hechicera). La posibilidad de perder la curul al buscar la reelección hace que los diputados americanos pasen un buen tiempo en sus distritos besando chiquillos mocosos, dándole la mano a mecánicos reñidos con la higiene, y riéndose de los chistes tontos que cuente cualquier ídem, dado que sabe que necesitará sus votos. En cambio en México hay diputados que no se vuelven a parar (si es que lo hicieron en campaña) en su distrito. Después de todo, ¿para qué? Ni el electorado los conoce, ni los puede castigar negándoles la reelección.
Por ello y para irle dando un empujoncito a un Poder Legislativo con gravísimos defectos, resulta evidente que la reelección de los diputados podría ser el inicio de una afinada general a la Cámara Baja. Pero sólo el principio. Porque como está ahorita, ¡ah cómo nos ha salido inútil! ¡Y cara! ¡E inepta! ¡Y... mejor ahí le dejamos!
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