Cuentan que en su casa de Ixhuatán sólo había dos libros. Uno en prosa y otro en verso.
Seguramente ahí nació su inclinación a las letras y a esos géneros literarios. Pero por encima de su obra, está el hombre que fue y el que ahora es.
Don Andrés Henestrosa llegó a Saltillo para recibir un espléndido homenaje de parte del gobierno del Estado, organizado por su amigo el gobernador Enrique Martínez y por azares del destino yo estaba ahí, sentado a su lado, viendo cómo sus dedos tamborileaban sobre la mesa mientras escuchaba los elogios a su vida y su obra. Me pareció que en esos momentos pensaba: “En verdad no es para tanto”. Aunque nosotros y muchos más consideráramos que sí lo es, porque se lo ha ganado a pulso al través de su fructífera vida.
Tres fueron los hombres convocados para tal efecto: Miguel Ángel Porrúa, editor; Roberto Orozco Melo, historiador, escritor y periodista, además de un excelente amigo y Efraín Bartolomé, laureado poeta chiapaneco.
Aunque los tres leyeron interesantes y bien estructurados textos alusivos a la obra y vida de Henestrosa, me centraré y bordaré sobre el que leyó Efraín, pues en razón del oficio es el más cercano a don Andrés.
Apoyándose en William Faulkner, Bartolomé afirma junto al escritor norteamericano, que el novelista es un poeta fallido, porque todo novelista “quiere escribir poesía primero, descubre que no puede y a continuación intenta escribir cuento, que es el género más exigente después de la poesía. Y, al fracasar también en el cuento y sólo entonces, se pone a escribir novelas”.
Tal consideración si duda es cierta, pues guardada toda proporción, es equivalente al deseo insatisfecho de Gabriel García Márquez de escribir un ballenato (género musical colombiano). Sin embargo, ante la incapacidad para escribir una canción como la de “Pedro Navajas”, el premio Nobel de Literatura se dedicó a escribir novelas, para bien de las letras latinoamericanas.
“Cuando uno –dijo Bartolomé— pasa los ojos por ‘Los hombres que dispersó la danza’, por ‘Retrato de mi madre’, por ‘Carta a Cibeles’, comprueba que su prosa huele a pan recién hecho, sabe a lo que sabe la maravilla, nutre cuerpo y espíritu y está al margen del tiempo: no envejece, no se enmohece, no pierde propiedades”.
Así debe ser la poesía, como la describe Efraín y como la escribe don Andrés. Siempre fresca, nueva e intemporal.
La pudieron leer los contemporáneos del poeta y la encuentran deliciosa. La leen los hombres de diez generaciones posteriores y la encuentran igual. Les sabe a lo mismo, “a lo que sabe la maravilla”.
Bartolomé nos dice que Henestrosa “viene de tres arroyos líricos que serpentean entre las montañas y las llanuras de la imaginación”. Uno de agua, uno de leche y uno más de sangre.
Refiriéndose al arroyo de leche y citando al propio poeta, Efraín nos habla de Martina Henestrosa, la madre de Andrés, a la que éste se refiere de la siguiente manera, aludiendo al arroyo de leche del que nos habla Bartolomé: “Uno puede hablar veinte idiomas, pero la lengua materna es en la que se sueña, se piensa, se llora y se blasfema. Yo sí soy bilingüe porque recibí el idioma zapoteco del seno derecho de mi madre y del izquierdo el huave”.
Luego, Henestrosa añadiría a esta recurrente referencia a sus idiomas maternos que él “siguió aprendiendo los demás idiomas en pechos diferentes”.
La vida de don Andrés es en sí misma deliciosa, llena de anécdotas interesantes, divertidas e ingeniosas. Indio de origen (en el sentido noble de la palabra) nació en San Francisco de Ixhuatán, Oaxaca, de donde salió a los quince años hablando esos dos idiomas a los que me he referido. A esa edad comenzó a aprender el español y al poco tiempo ya se comunicaba con el mundo al través de sus escritos
Pero si la obra de don Andrés es prodigiosa, su vida resulta sorprendente. Él mismo dice que si algún homenaje merece no es por su obra, sino por la perseverancia con la que ha vivido su vida.
A sus 97 años, Henestrosa sigue siendo un enamorado del amor y de la mujer. Le brillan los ojos ante la presencia femenina y se ve que disfruta hasta de la más leve y afectuosa caricia que le brindan las mujeres que lo abordan para saludarlo.
Con el paso de los años se van perdiendo muchas cosas. Pero creo que una de las que permanece, en algunos casos, es la sensualidad.
Porque si admitimos que don Andrés es un enamorado, tendremos que aceptar que, como alguna vez escribió Julio Torri: “En el amor más espiritual hay algo de sensual. En el más sensual hay mucho de espiritual”.
Esa sensualidad se manifiesta cuando Henestrosa, dice Bartolomé, nos habla de su pueblo natal, el que “parece anclado a un río a cuyo rumor se aduerme; un río que no cesa de correr, con una cinta de cielo en sus hombros, hasta que llega al mar para endulzarle las orillas... En ese río se bañaban las muchachas y se llevaba sus ojos la corriente”.
En su alegoría sobre la vida y obra de Henestrosa, Efraín nos habla del tercer río, el de sangre. Es, “el arroyo que viene del manantial rojo de todas las mujeres que caminan en verso y tienen bocas dulces y muslos alimenticios”.
¿Qué poeta no escribe, vive y mora en y para las mujeres?
Así ha sido la vida de don Andrés cuya corriente mana de una mujer y fluye a lo largo de muchas otras. Ésas en cuyos senos aprendió otros idiomas; en cuyos regazos soñó otros sueños y en cuyos lechos recreó bellos poemas y cuentos maravillosos.
Andrés Henestrosa es, como dice Efraín, “Prosa que fluye dulce como el río. Aguas que caminan como muchachas. Muchachas que caminan en verso...”.
El miércoles pasado en Saltillo, no éramos según lo pudiera decir el poeta, “Los hombres que dispersó la danza”. Éramos sí, los hombres que reunió Henestrosa en un homenaje memorable.