Hace una semana en Jiddah, un puerto de Arabia Saudita y a consecuencia de un colapso general de su rechoncho organismo, murió Idi Amín Dada. Quizá el nombre no le dice gran cosa a una mayoría de la gente. ¡Ah, estos tiempos de fama fugaz! En su momento, Idi Amín ocupó un lugar estelar en una lista fluctuante (aunque eso sí, muy bien nutrida) que en el Siglo XX acaparaba la atención de los medios informativos, introducía nuevos vocablos al idioma y daba temas de conversación cuando la plática languidecía: la de los Malos más Malos. Si la lista va a tener vida útil en el presente está por verse, a como van las cosas.
Idi Amín fue dictador de Uganda de 1971 a 1980. Durante su desgobierno, cometió tropelía y media: reprimió duramente a sus enemigos reales y ficticios, malcriando a los cocodrilos del Lago Victoria, que morían de obesidad por lo bien alimentados que estaban con carne humana, cortesía del régimen (la cifra estimada de víctimas oscila entre 250,000 y 500,000 muertos); expulsó de Uganda a hindúes y judíos, alegando lo mismo que Vicente Guerrero cuando echó del país a los españoles en 1829: que acaparaban la riqueza nacional. El resultado fue también el mismo: el colapso de la economía, al largarse los que le sabían al asunto, invertían provechosamente y tenían lo que se llama el know-how; y provocó el enojo de la comunidad internacional asilando terroristas palestinos que habían secuestrado un avión (el cual fue rescatado en Entebbe mediante una operación israelí muy cacareada) e invadiendo a su vecino, Tanzania; esto último, luego de retar a un round de box al presidente tanzanio, Julius Nyerere, quien ha de haber sido peso pluma (Amín era pesado en más de un sentido). En lugar de enfrentar tan desventajoso match, Nyerere detuvo la agresión, invadió Uganda, depuso a Amín y restituyó en la presidencia ugandesa al corrupto Milton Obote, a quien Amín había derrocado en primer lugar. El gordo Amín se largó con sus cuatro esposas y quién sabe cuántos hijos a Arabia Saudita, donde murió luego de casi un cuarto de siglo en el exilio. Y aunque sus atrocidades estaban bien documentadas y después de su caída se hallaron (según sus enemigos) restos humanos en el refrigerador de la residencia presidencial, Amín nunca pisó un tribunal, no enfrentó un solo juez. Fue uno más de los Malos más Malos que murió en su cama, libre y sin haber tenido problemas con la justicia internacional.
Que es el destino de muchos que se han encontrado en esa triste alineación. La cual, como todo en este mundo, depende del cristal con que se mire.
Con el siglo XX nació una nueva forma de manipular a la gente: los medios de comunicación masiva aprendieron a influir en el culto público y los políticos supieron sacarle jugo a las nuevas herramientas informativas como el cine, el radio y las imágenes impresas en periódicos y revistas. Con ello nacieron los Malos más Malos, cuya efigie podía ser reproducida para que se viera lo avieso y malvado que era el enemigo en turno.
Durante la Primera Guerra Mundial, los aliados no dejaron ir oportunidad para mostrar al emperador alemán como un hombre desalmado, cruel y capaz de los peores crímenes.
Los bigotazos puntiagudos de Guillermo II, todo hay que decirlo, ayudaban a darle la apariencia de maldito. Por supuesto, al acabar el conflicto nadie se acordó del último Hohenzollern: Guillermo se retiró a Holanda a cultivar tulipanes y ningún tribunal lo molestó ni hizo nada por aprehenderlo y juzgarlo. El único rastro actual de que fue uno de los Malos más Malos es la innumerable cantidad de perros pastor alemán que se llaman Káiser.
Durante la Segunda Guerra Mundial ambos bandos le dieron duro a la hilacha de denostar a los contrarios y presentarlos como lo peorcito. Los alemanes se complacían imprimiendo imágenes de Churchill en estado de ebriedad, a Roosevelt como un lisiado títere del británico y a Stalin como un loco salvaje.
Los aliados, a su vez, caricaturizaron hasta el cansancio a Mussolini como un payaso grandilocuente (que sí era), a Hirohito como un bárbaro de horda y a Hitler de mil y una maneras, aprovechando la ventaja que daba ese ridículo bigotito de mosca. A fin de cuentas, ventaja de los ganadores, en el listado definitivo quedaron los miembros del Eje. De ahí en adelante, Occidente se acostumbró a que quien confeccionara la lista fueran los Estados Unidos.
Al terminar la Segunda Guerra hubo un momento de tranquilidad antes de que surgieran nuevos bandos, nuevos conflictos... y nuevos Malos más Malos.
Al arrancar la Guerra Fría, Estados Unidos no tuvo mucho problema en plantear a los soviéticos como una amenaza terrible; digo, pintar a Stalin como un monstruo no tiene mucha ciencia que digamos.
Pero al rato, al empezar a proliferar los enemigos de EUA, los gabachos se desbocaron creando Malos que, en última instancia, generalmente eran simples latosos y molestos que remaban en contra de la corriente aprobada por la Casa Blanca y el Pentágono, cuyos ocupantes no siempre sabían bien a bien qué ocurría fuera de esos edificios.
Así, en los cincuenta, en la lista de Malos estuvieron individuos de muy diversas características y procedencias: desde Mohammed Mossadeq (quien derrocara brevemente al Sha de Irán en 1953) hasta el pobre Jacobo Arbenz de Guatemala (que osara iniciar una tibia reforma agraria), culminando con el campeón de esta categoría, Fidel Castro. El barbón, que acaba de cumplir 77 años, puede presumir de estar en la lista desde hace más de cuatro décadas (las que tiene aguantándolo el sufrido pueblo cubano) y haberle jugado el dedo en la boca a diez presidentes americanos. Nada mal para alguien detestado por la CIA, la Mafia, el Pentágono, la familia Somoza y hasta la difunta Celia Cruz.
En los sesenta, los Estados Unidos pusieron en la lista de los Malos más Malos al líder soviético Nikita Khruschev (quien con esa facha era muy caricaturizable, la verdad), al Che Guevara (que terminó siendo imagen mercadotécnica, quién diría), al egipcio Gamal Abdel Nasser, al dictador indonesio Sukarno y a otros tercermundistas que se les ponían a las patadas. De repente aparecía por ahí Mao, pero China en aquellos entonces era problema secundario y parecía estar muy ocupada autodestruyéndose con la Revolución Cultural.
Cosa curiosa, Ho Chi Minh, el líder comunista vietnamita, nunca figuró como bestia peluda y de babas verdes. Tal vez porque nunca se entendió bien a bien qué rayos andaban haciendo allá Forrest Gump y compañeros de su nivel intelectual.
Pero fue la década de los setenta la que vio surgir muchos Malos de toda Maldad por todas partes: Idi Amín, por lo ya señalado supra, pero sobre todo por andar ayudando palestinos; Yasser Arafat, que en aquel entonces aún no había recibido el Premio Nobel de la Paz (ni posaba en su destruido cuartel de Ramallah como niño castigado después de clases) y se le veía como la encarnación del terrorismo en todas sus manifestaciones; Leonid Brezhnev, el líder soviético que con esas cejas de Loco Valdez parecía esconder capilarmente las más terribles ideas; el Ayatolla Ruholla Khomeini, quien con su mirada de dardo se prestaba a las mil maravillas para pintarlo como demoníaco (¿Quién confía en alguien que, en cientos de fotografías distintas, jamás ha sonreído? Ni Cuauhtémoc Cárdenas le llegó al record). Y Muhammar Khadaffi, dictador de Libia, quien se ha sostenido desde entonces y hasta la fecha en la lista, buscándole tres pies al gato al filo de la navaja y logrando que la comunidad internacional se cuestione periódicamente acerca de su cordura.
Los últimos veinte años del Siglo XX se prestaron para muchos y muy diversos Malotes: Saddam Hussein pasó de héroe que (apoyado por EUA) se enfrentaba a los Mullahs (y muy mulas) iraníes a villano invasor de Kuwait y constructor de Armas de Destrucción Masiva invisibles; de nuevo, sus bigotes ayudaron horrores a los caricaturistas; durante un rato Daniel Ortega y los Sandinistas fueron vistos como lo peor; pero al rato, con el fin de la Guerra Fría, los americanos se olvidaron por completo de Centro América.
Por supuesto, Osama bin Laden y el Mullah Muhammad Omar (último dirigente afgano de los Talibán) pasaron a ser lo Peor de lo Peor después del 9/11. Aunque podemos decir que en esto los americanos han tenido menos éxito en proporción a los recursos destinados a ello: es difícil plantear como el Anticristo a un tipo que siempre sale con expresión de mosquita muerta, con cara de traer agruras perennes y que para la trompita como Javier Solís (Osama); o a otro cuyo rostro nunca ha sido fotografiado con claridad (Omar).
La cuestión es que muchos de los Malos más Malos al rato pasan al olvido y sólo recordamos que un día fueron enemigos del género humano y abortos del Averno cuando se mueren de manera oscura y poco espectacular, como Idi Amín. Lo cual se presta para una reflexión: como que habría que tomar con pinzas la noción de quién es malo, malote o feito.
Especialmente si quien produce la lista es un país que los coloca o los quita de ahí según su capricho. Porque luego resulta que no lo eran tanto. O que hay otros peores a quienes nadie pela.
Por supuesto, hay otros Malos que no han tenido que ver con la política: Charles Mason y su secta satánica, por ejemplo. O el capitán del barco Exxon Valdés, que por andar con unas cubas de más encalló y derramó toneladas de petróleo y mató quién sabe cuántos pájaros y focas y animales de ésos.
O, uno de mis Malos más Malos favoritos, Scott Norwood, quien fallara el gol de campo que debía haberle dado un Super Bowl a los Bills de Buffalo. Cerca de nosotros, Sergio Andrade y el Mochaorejas han sido exhibidos en tiempos recientes como auténticos licántropos.
Pero ésos son espontáneos y entran en otro listado, son de otra categoría. Ahora sí que depende de la conciencia de cada quién en qué pesadillas participa qué Malote.
Consejo no pedido para sentirse buenísimo(a): escuchen “Supernatural” del maestro Santana; renten “El año que vivimos peligrosamente” (1983), con Mel Gibson, Sigourney Weaver y Linda Hunt, sobre la dictadura de Sukarno y lean “La Broma”, de Milan Kundera, sobre los sinsentidos de vivir en las autocracias de la Europa del Este. Provecho
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