En la lucha que protagonizan las instituciones gubernamentales, encargadas de ir tras la pista de los narcotraficantes, se dicen cosas que dejan convencido al público de que ahora sí va en serio la persecución de estos delincuentes. Se hacen declaraciones tronantes de que no se le dará cuartel a los hombres que están plenamente identificados como jefes de las mafias que se dedican a ese deleznable oficio. Al inicio de este sexenio se hicieron espectaculares detenciones de estos belitres que sirvieron para que el gobierno anunciara a bombo y platillo que los cárteles de la droga estarían acabando sus días por que se les acosaría por cielo, mar y tierra. Estamos al tanto de que, junto con la inseguridad pública y la pobreza extrema, el tráfico de estupefacientes constituye el mayor problema al que se puede enfrentar la administración pública.
Con esa prodigiosa virtud que tiene nuestro Presidente para vender proyectos e ilusiones, que nunca aterrizan ni se materializan, desde que tomó posesión les declaró la guerra a las bandas dedicadas al ilícito comercio de los narcóticos. Cualquiera pensaría que, desde ese entonces, los hampones andarían temblorosos con el Jesús en la boca, a salto de mata, fundidos en las sombras de obscuros callejones, cuidándose de no dejarse ver, con un disfraz más parecido a Brozo, el payaso tenebroso de la tele, que ha George Raft, el excelente actor de cine de Hollywood que, con sombrero de felpa, enfundado en su cruzado traje obscuro a rayas, luciendo polainas de sarga, caracterizaba a un gángster de Chicago en los fabulosos 20s, que no paraba en mientes para ordenar a sus secuaces disparar sus ametralladoras Thompson de cilindro, en el día de San Valentín, contra hombres de bandas rivales. Uno creería que la guerra total y sin cuartel, expuesta a los cuatro vientos por nuestras autoridades, dejaría a los capos encerrados en sus guaridas, aterrados, paralizados, no atreviéndose a asomar las narices ni por los visillos de las ventanas del baño.
La penosa realidad es que no es así. Los hechos acaecidos en los últimos meses lo contradice. La realidad supera a la ficción. En cartelones -los apochados les llaman posters- que encuentra usted adosados a las paredes de oficinas públicas aparecen las fotografías de toda una familia, los Arellano Félix, dedicada al negocio de los enervantes en que se anota que son cabecillas del cártel de Tijuana. Veamos. El año pasado policías del Puerto de Mazatlán se enfrentaron a tiros en las calles de esa ciudad a un grupo de facinerosos entre los cuales resultó muerto un individuo que posteriormente se supo era de esa parentela. A plena luz del día uno de los delincuentes, de los más buscados, se paseaba impunemente muy quitado de la pena. El incidente en que se vieron involucradas fuerzas de la autoridad no tuvo como origen el que hubiera sido reconocido o que los policías estuvieran al acecho dispuestos a cazarlo. Si hemos de creer en las notas periodísticas se trató de una casualidad, lo que se llama una chiripa Tan es así que no fue si no hasta semanas después, el cuerpo ya había sido incinerado, que se dijo había sido identificado como un miembro de esa estirpe.
Otro hecho. Hace unas semanas fueron acribillados dos sujetos que tranquilamente cenaban en un restaurante de comida rápida en el D.F. Uno de los dos se presume sea el hermano menor de los Arellano Félix de nombre Francisco al que apodaban “el tigrillo”. Hubo ahí lo que en el argot de los criminales se llama un ajuste de cuentas. Este joven debería ser seguido por la policía que había recibido órdenes de detenerlo. Su muerte está envuelta en un gran misterio. Si queremos ser mal pensados, la policía lo encuentra y les da el clásico “pitazo” a sus adversarios para que lo eliminen o bien que, con la ceguera que caracteriza a los policías, ni tan siquiera se enteraron de que lo tenían bajo sus narices. No sabemos cuál de las dos eventualidades resulta más grave para la sociedad, si el maridaje que existe, a todas luces, entre los malhechores y las fuerzas del orden o que los policías estén permanentemente en babia. El ciudadano común y corriente, a estas alturas, debería estar curado de espanto. Es comprensible que el gobierno eche al vuelo las campanas cuando es atrapado un envenenador público, pero no que se quede callado cuando aflora la verdad.