Las desgracias nunca vienen solas. Es lo que he oído durante muchos, muchísimos años. Los días se han vuelto sombríos desde que estamos penetrando en una nueva centuria. Dentro de lo más recóndito de nuestro ser albergamos la idea de que hemos ido cayendo por una pendiente de infortunios sin haber tocado fondo. De lleno nos dejamos arrastrar por los negros nubarrones de la cábala. La mente busca ansiosa, soluciones a nuestros problemas por lo que, al no encontrarlos, recurrimos a la superstición. Hay de dónde escoger. Las ciudades se han convertido en un intrincado manglar en que las ramas caen hasta el suelo echando raíces propias, creando un enmarañado panorama en que se dificulta el paso de un razonamiento sensato. La ingenuidad da paso a la necesidad de hurgar entre el follaje de lo esotérico. Acudimos presurosos a escuchar lo que puede decirnos una taumaturga, una vidente o un nigromante, como hacían los antiguos que acudían a Delfos, en la antigua Grecia, al pie del Parnaso, a consultar el oráculo esperando oír que les deparaba el porvenir. La respuesta era en tono sentencioso y ambiguo. El dios pagano se manifestaba por la boca de una pitonisa.
Aquélla, llamada pitia, para pronunciar sus oráculos o predicciones, después de un ayuno de tres días, mascaba hojas de laurel para, a continuación, presa de una arrolladora excitación, aspirar los vapores mefíticos que emanaban de una abertura en la roca. Es entonces cuando su cuerpo se estremecía, sus cabellos se erizaban y con la boca convulsa y llena de espuma, lanzaba al viento sus predicciones. De los oráculos de aquella época era el más popular, no obstante que sus contestaciones eran el súmmum de lo indescifrable. Las revelaciones de la sibila eran imprecisas, confusas, equívocas, cargadas de vaguedad, por lo que quienes acudían a la consulta podían deducir de sus auspicios lo que mejor se acoplara a sus incertidumbres. Ese era su éxito.
Viene a cuento lo hasta aquí dicho, por que en los días que corren han ido surgiendo toda clase de zahoríes dispuestos a adivinar qué les depara el futuro a sus clientes ocasionales. Las hay para todos los gustos. Las que echan la baraja española en que cada carta tiene un significado. Las que usan el Tarot, que dicen es más acertado. Las que leen el arcano en una esfera de cristal, o en la palma de la mano o en las heces del café. En gran número se trata de charlatanes que lo único que pretenden es obtener un beneficio económico de los incautos, cobrando más que un médico por una consulta, pretendiendo curar los males que, en esta agitada época, aquejan el alma. Ah, de paso le auguran qué les depara el mañana. Las hay que usan incienso y mirra en un braserillo, ardiendo misteriosas substancias, llenando los aires de sahumerios aromáticos, utilizando un ramillete de flores, al que se agrega un manojo de oloroso pirul, restregándolo sobre las ropas al crédulo, mientras musitan enigmáticas oraciones para ahuyentar la salazón. Hay la que practica su esoterismo convirtiéndose en médium o sea persona que sirve de intermediaria para comunicar a sus requerientes con los espíritus. -Por cierto, déjenme relatarles que nuestros gobernantes son muy dados a creer en estos fenómenos sobrenaturales; viven rodeados de amuletos, fetiches y talismanes, acuden con frecuencia a “limpias” que les practican expertas mujeronas-
La superchería es en el pueblo resultado aciago de los días que estamos viviendo. Al no encontrar un asidero del cual tomarse, cual si fuera arrastrada por un río caudaloso, sintiendo que se ahogan en sus desgracias, la gente está dispuesta a tomarse de la mano del primero que les endulza el oído hablándoles bonito. Las premoniciones están a la orden del día, dadas las angustias que nublan el entendimiento; buscando una explicación a sus penurias, no sólo las económicas, acude con todo y sus dubitaciones a escuchar a los modernos arúspices, sacerdotes en la antigua Roma, que examinaban las entrañas de las víctimas para hacer sus presagios o a los hechiceros que le vaticinaban días prósperos al celebérrimo Atila arrojando al suelo huesillos de ave, en los que leían su buenaventura. ¡Cuidado! Es la desviación del sentimiento religioso que nos hace creer en cosas falsas.