Torreón se vuelve, en ocasiones, una ciudad misteriosa y desconocida, según sea la persona que de ella nos platique; Torreón no es el mismo si de él nos habla un banquero, que si los recuerdos que se traen a cuento corresponden a otra persona de diferente actividad, aunque sus vidas pudieran haberse cruzado, que no es el caso; pero, lo normal pudiera ser que lo que el primero cuente sean cosas que la mayoría sabe, en tanto que lo que recuerde la segunda sea algo que pocos sepan, eso que, como decíamos, vuelve a Torreón desconocido y misterioso.
María de Jesús, a quien llamaremos Chumbita porque así la llamaron siempre los suyos y los que después la fueron conociendo, fue la última de cinco hermanos; nació el 28 de diciembre (Día de los Inocentes) del año de 1928. Coincidentemente la tarde de ese día don Nazario Ortiz Garza, presidente municipal de nuestra ciudad, daba su último informe como tal.
Como Capricornio que Chumbita fue, la vida para ella fue un reto. Tuvo intuición y sensibilidad para darse cuenta de sus habilidades y perfeccionarlas, esforzándose en ello toda su vida. Su sagacidad y maña le fueron reconocidas; se hizo notoria; llegó hasta a ser querida por gente desconocida, pero, al final, vivió en soledad por propio deseo.
Sus padres fueron Felipe Castillo y Matilde Rodríguez, originarios ambos de Parras de la Fuente. Cuando Chumbita nació vivían aquí en una vieja finca de la calle Francisco I. Madero, frente al Sanatorio Español.
A los tres años de edad Chumbita quedó huérfana de madre, de la que no le quedó recuerdo, pues no llegó a conocerla. Siguieron años difíciles. Su padre no se volvió a casar y a su hermana Emilia, que era la mayor, le tocó la tarea de cuidar de todos ellos y sacarlos adelante. Chumbita hizo sus estudios primarios en la escuela Coahuila. Contaba que sus compañeros de estudio vivían en su misma cuadra y como dato curioso afirmaban que en sus casas tenían un panteón familiar, y allí mismo sepultaban a sus deudos. Si esto fue cierto sería en los años en que la orilla oriental de nuestra ciudad era por allí, y Torreón se nos vuelve desconocido y hasta misterioso.
Por el año de 1942 Chumbita conoció a Salvador Figuerola Rubí con quien acabaría casándose poco después. Su relación comenzó con un pisotón que ella le dio al pasar frente a él que estaba parado en una esquina. Se dijeron cosas. Después se volvieron a encontrar. Ambos se disculparon y acabaron siendo marido y mujer.
Él era comerciante. No le iba mal, pero, su problema era la salud, con la que no le iba bien. Acabó convirtiéndose en el mejor cliente de varias boticas que acabaron con su negocio y con sus reservas. La cosa llegó hasta no tener ni para que le pusieran una inyección. Fue entonces cuando le dijo a Chumbita que ella se la pusiera. A ella no le quedó otro remedio, temblando y todo, se la puso. Jamás imaginó ella que con aquel hecho comenzaba su destino.
A esa primera inyección siguieron otras; las que por primera vez puso a sus hijas, luego al vecino y así, fue corriendo la voz. Y no paró allí: comenzó a estudiar las recetas médicas, para qué servía esto, para qué aquello; compró libros; se atrevió a recomendar esto o aquello; su privacidad terminó; estaba disponible las veinticuatro horas del día.
Chumbita se convirtió en todo un caso. La gente le tenía fe. Del campo venían a verla, lo mismo que a su puerta llegaban en grandes automóviles gentes enfermas que no encontraban la salud perdida un día de mala suerte.
A las que no tenían dinero no les cobraba, y encima les regalaba las medicinas. Su fama se extendió cuando un señor Núñez le llamó. Al verlo le dijo que estaba próximo a un infarto; la esposa la corrió; los hijos, por las dudas, en avión lo llevaron a Estados Unidos y gracias a ello pudo contarlo. Chumbita no se daba abasto. Fue a vecindades y residencias. Familias de apellidos muy conocidos en la ciudad le visitaban o le recibían poniendo su salud en sus manos. Lloraba cuando moría un enfermito, y reía cuando traía a un niño. Tenía un libro muy especial: Cuando una parturienta no quería un hijo ella lo consultaba. Hacía varias llamadas telefónicas y padres amorosos recogían a la criatura. Aquellos niños hoy son prósperos ciudadanos y algunos residen en Norteamérica.
Hace siete años que su inseparable esposo falleció. Su cansado corazón dejó de latir. Para Chumbita la vida ya no fue igual. Con la muerte de su esposo, los años le pesaron demasiado. Se preocupó por la salud de todos y se olvido de la de ella. Se encerró en su casa grande, sola; no quiso vivir con nadie. Tal vez estaba llena de recuerdos. Gil, su nieto preferido, la atendió hasta su muerte, cuidando que nada le faltara. El 29 de mayo del año pasado, pronto hará un año, Chumbita dejó de existir. Murió tranquila. Le sobreviven cinco hijos, veinte nietos y treinta bisnietos.
Amó al prójimo, amó a su familia y amó a Dios. Fue una de LAS NUESTRAS.