Hace unas semanas la revista dominical Día Siete publicó una lista “no exhaustiva” de los personajes más odiosos (que no odiados necesariamente) de la escena pública mexicana. La mayoría eran políticos, aunque bastante repartidos en el arco iris partidista. Del PRI entraban en la alineación Manuel Barttlet, Leonardo “La Güera” Rodríguez Alcaine, Roberto Madrazo, Elba Esther Gordillo y Jorge Carpizo.
Del PRD no se salvaban Martí Batres, Félix Salgado Macedonio, René Bejarano y su esposa Dolores Padierna. El gobierno y el partido gobernante quedaban dignamente representado con Sari Bermúdez, Diego Fernández de Cevallos y Carlos Abascal.
Desde luego Jorge Emilio González, presidente del Partido Verde Ecologista por gracia de una herencia, también encabezaba la lista. Y dentro de los políticos, aunque por el momento inclasificable, Jorge Castañeda tenía su nicho.
Había además dos deportista que por mérito propio habían salido de las canchas para ganarse un puesto en este hit parade de personajes polémicos y criticados: Hugo Sánchez y Cuauhtémoc Blanco. El resto pertenecían al mundo del espectáculo. Adela Micha, “El Perro” Bermúdez, La Roña, Daniel Bisogno, Paty Chapoy, Pedro Ferriz de Con, Salma Hayek , Juan José Origel y Chela Lora (esposa y representante del rockero Alex Lora).
Días más tarde, El Universal Online propuso una encuesta pública para que el internauta escogiese a los más odiosos entre los odiosos. La respuesta fue tan numerosa como categórica. Contra lo que pudiera pensarse no fueron los políticos los personajes que generan más resentimiento en la opinión pública, pese a los muchos méritos que podrían presumir los funcionarios enlistados en el párrafo anterior. No, para los votantes los más odiosos resultaron los personajes de la televisión: Daniel Bisogno, Paty Chapoy y José Origel (en ese orden y por mucho margen sobre los restantes).
Desde luego que se trata de un sondeo muy poco científico. Pero llama la atención la abrumadora coincidencia en torno a estos tres personajes. En una primera reflexión podríamos con toda razón deprimirnos por tan pedestres resultados.
Considerando que hay políticos a los que La Nación y muchos millones de mexicanos les debemos una porción de nuestras miserias, se antoja frívolo y superficial un voto que privilegia el castigo a simples merolicos del micrófono.
Podría pensarse que los políticos y los economistas que dirigen al país son el gremio que más posibilidades y talento tiene para propiciar daños al país. El estado de nuestros bolsillos, la calidad de la educación de nuestros hijos o la salud de todos depende en buena medida del buen o mal desempeño de los gobernantes que tenemos en suerte.
Uno podría suponer que el potencial de resentimiento que podrían inspirar estos políticos está muy por encima de las calamidades que Origel o Chapoy puedan desencadenar ventilando chismes del espectáculo.
Sin embargo, una segunda mirada más reposada podría llevarnos a otras conclusiones. Quizá el resultado de este tipo de votaciones intuitivamente pone el dedo en la llaga del verdadero problema.
El fenómeno que explica el enorme raiting que han alcanzado programas como “Ventaneando” y similares, podría no estar tan desvinculado de otros problemas que aquejan al país. Un pueblo que dedica desvelos y ansiedades a los rumores de los amoríos de actores de segundo nivel salidos de las telenovelas de la tarde, es un pueblo que paulatinamente va perdiendo capacidad para entender, discutir y participar en los asuntos públicos que verdaderamente atañen a todos. Visto así, el daño que han podido causar los Barttlet, los Fernández de Cevallos o los Salgado Macedonios podrían ser menores que la erosión que este tipo de programas provoca en la atención de la opinión pública del país a los asuntos de mayor importancia.
Más aún, el éxito de los programas construidos a partir de “polvo de las estrellas” (en más de un sentido), ayuda a explicar la despolitización que favorece la impunidad con la que los funcionarios y políticos manejan al país en nombre de todos. Mientras ellos actúan a su libre albedrío, los mexicanos vivimos y penamos por el escote de Lorena Herrera, los excesos de Thalía y los romances de Luis Miguel.
En esa misma proporción no protestamos por la irresponsabilidad del Congreso, ni atendemos la parálisis de la Secretaría de Educación, las ineptitudes de Sari Bermúdez en el área de Cultura o la escasa calidad de los servicios públicos municipales. Pero en cambio, podemos oír hasta la saciedad, las infidelidades de Jaime Camil.
A final de cuentas, si multiplicamos las horas de barra televisiva por los miles de hogares que la sintonizan, tendríamos varios millones de horas-hombre de exposición que cada día son “irradiados” a la gran mayoría de los pobladores del territorio nacional. La naturaleza del contenido de estas millones de horas seguramente tendrá mucho que ver con los afanes, obsesiones y preocupaciones que forman la vida cotidiana de los mexicanos.
Obviamente los procesos de formación de la opinión pública son más complejos de lo que podemos abordar en este espacio. Las audiencias no son receptoras pasivas de los mensajes que transmite la televisión. Y sin embargo, nos es disparatado el resentimiento que esas votaciones no científicas arrojan sobre los conductores de la televisión basura, muy por encima de la manera en que se califica a los políticos. Al final del día, las personas saben quiénes son sus verdaderos verdugos. (jzepeda52@aol.com)