Los rostros de los que alguna vez se sentaron en la silla presidencial no me dicen nada. Los miro sin inquina alguna, dejando que la historia, con la objetividad que llega con el paso de los años, los ponga en el lugar que corresponde. Me pregunto, tan sólo, si serán colocados por las futuras generaciones como héroes o villanos. Lo que puedo es atender a lo que sus retratos me dicen, de cada uno de los cinco. Uno, el más arcaico, tras los espejuelos de sus gafas esconde una mirada esquiva, revelando sus ojos que detrás se esconde un hombre truculento, violento e implacable.
El que le siguió, perdida su galanura, el tiempo puso máculas en su tez de anciano, que se mueve en una silla de ruedas, con una cachucha que deja entrever una escasa pelambre compuesta de mechones alborotados.
Luego aparece, con las mandíbulas apretadas, quien vio pasar el tren de la gloria a su lado, no atreviéndose a subir. Miro a continuación a un hombre de excelsa capacidad ejecutiva, grandes orejas, pronunciada alopecia, cuyas manos parecen estar manchadas de color púrpura. Ese sí que supo para qué servía el poder absoluto que da la investidura. Y el último, songo, songo, acabó con el unipartidismo en el gobierno utilizando la perfidia, la ingratitud y el perjurio.
Una vez que dejaron el puesto pasaron a formar parte de los millones de desempleados que hay en este país. Con una ligera diferencia: jamás los verá usted formando fila una madrugada en alguna colonia de la periferia esperando, con una olla en el brazo, la entrega de leche Liconsa.
No podía ser de otra manera. Durante el tiempo de su encargo tuvieron al alcance enormes sumas de dinero de las que podían disponer a discreción. A nadie le rendían cuentas ni había alguien que osara pedirlas. Se ha dicho hasta la saciedad: eran reyes sexenales que vivían con gran boato. No necesitaban robar para, al dejar su puesto, tener una vida disipada. Aun no queriendo llenaban sus bolsillos con riquezas que acudían a sus manos proporcionadas por legiones de aduladores.
Desde que eran destapados se pasaba la charola en la que los beneficiarios del sistema depositaban cantidades en fajos de billetes que se utilizarían en la campaña electoral. Para obtener sus favores, los condotieros de la política regalaban fastuosas haciendas, lujosos autos, espléndidas residencias, opulentas joyas, ofreciéndose como testaferros en sucios negocios, no siendo extraño que llegaran a asumir el papel de la vieja Celestina, nombre que recibe la Tragicomedia de Calixto y Melibea, obra cumbre de las letras españolas o de Brígida que ayudó, en la inmortal obra de José Zorrilla, a que doña Inés se entregara a don Juan Tenorio; ambas alcahuetas por antonomasia.
La verdad es que los ex dignatarios no tendrían porqué recibir un salario vitalicio. Tienen asignados guardias de seguridad, apoyo administrativo, logístico, de comunicaciones y transportación. Me supongo que el acuerdo para que el beneficio les fuera otorgado se fundó en que no se podía permitir que alguien que dirigió los destinos de la nación perdiera, con el paso del tiempo, por la falta de recursos económicos suficientes, el decoro y la dignidad que debe guardar un mandatario en retiro.
Todos gozan, por concepto de pensiones, de fondos provenientes del erario público. A lo anterior se agrega el pago de gastos de funcionamiento y operación de inmuebles, equipo de oficina, transporte, viajes y demás servicios, también a cargo de la Tesorería de la Federación, sueldos de personal militar y administrativo, comprendiendo 390 efectivos militares, incluidos ¡5 generales! y 125 civiles. Lo que, se dice, asciende a una erogación de 260 millones de pesos anuales provenientes del presupuesto federal. La pregunta que salta a la cabeza es ¿acaso lo merecen? ¿O es suficiente que hayan ocupado el cargo, aunque su desempeño haya dejado mucho qué desear?
Si este fuera un país serio, nada raro sería que hace un buen rato alguno de ellos estuviera, no precisamente de vacaciones, en alguna de las islas del Pacífico mexicano. Aunque, en honor a la verdad, las fechorías en que pudieran haber incurrido no son fáciles de detectar. Claro que, hasta ahora, las autoridades han querido encontrarlas con anteojos oscuros en la espesura de un lúgubre bosque. Los fiscales, especialmente nombrados para seguir las huellas de un pasado tenebroso, saben lo que tienen qué hacer: caminar en círculos que no conduzcan a parte alguna. En fin, para terminar diré que la vergüenza es un sentimiento que ciertos hombres no conocen ni de oídas.