Era de esperarse que repercutiera la denuncia hecha el cinco de agosto por el laboratorio Centro para la Ciencia y el Medio Ambiente (CSE) de que las bebidas vendidas por Coca Cola y Pepsi en la India contienen niveles intolerables de pesticidas.
Las dos empresas dicen que el dictamen del laboratorio es “malicioso y sin fundamento”.
La señora Sunita Naráin, directora de CSE, una organización cívica independiente fundada en 1980, responde que está absolutamente segura de sus datos y que, como sucedió hace pocos años con otro estudio de la institución que provocó un ajuste en la reglamentación sobre la contaminación del aire en Nueva Delhi, ahora ganará el debate sobre la urgencia de modificar la legislación nacional en materia ecológica.
Los embotelladores han solicitando que se impida judicialmente la difusión del informe. No es para menos. En la India el negocio de los refrescos vale mil 500 millones de dólares al año. Los desplegados periodísticos proclaman que las aguas embotelladas y los refrescos responden a una calidad mundial. La CSE contesta que los análisis que la Coca Cola presenta en su página de Internet corresponden a otra bebida, Kinley, mientras que Pepsi presenta los de Aquafina. Pero, hasta en este último caso, el agua de marca resultó más tóxica que el agua sin tratar.
La cuestión se mantiene viva: la toxicidad de los refrescos en la India está muy por encima de las normas europeas. Sobre esto los denunciados alegan que no son culpables de la calidad del agua que las autoridades locales les suministran.
Ahora se sabe que la ley sólo prohíbe niveles “detectables” de tóxicos dejando la evaluación al criterio del productor. Pero aún así cualquiera entendería que las refresqueras tendrían que hacer que sus productos correspondieran a las especificaciones de calidad que listan en las etiquetas.
Es esta insensibilidad de las multinacionales que trae a la memoria el porqué de la decisión tomada por el gobierno en 1977 de pedir a la Coca Cola cerrar sus operaciones en la India o incluso la tragedia de Bhopal cuyas consecuencias legales y médicas continúan hoy día. Los rescoldos emergen con la suficiente virulencia como para que se vean en Delhi tenderos que no expenderán ni Coca Cola ni Pepsicola y en las calles de Allahabad grupos de jóvenes que destruyen cajas de refrescos.
De repente la Gaceta Oficial de la India anuncia que, a partir del primero de enero del año entrante, las normas para la producción y venta de las aguas embotelladas serán muy estrictas, igual que las europeas. La presencia de un pesticida determinado no deberá exceder 0.0001 mg/litro y el total de tóxicos no superior a 0.0005. Los métodos de análisis serán los internacionalmente reconocidos.
La reacción de las empresas es contumaz: aumentarán el precio al público de sus productos por someterse, ahora sí, al régimen internacional. Por el momento no quieren revelar en cuánto. En medio del revuelo nacional, surge otra acusación: a seis meses de haber iniciado operaciones, una planta de Coca Cola en Kérala no sólo contamina el agua freática volviéndola inutilizable, sino vende sus desechos tóxicos como fertilizante a los campesinos de la región.
“No es la guerra de las colas”, dice la señora Naráin. “Las dos empresas que se dedican a vender aguas endulzadas son demasiado pequeñas en comparación con los grandes problemas ecológicos que esperan solución. Hay que ser tercos...”
Nueva Delhi, agosto de 2003.