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Los rieles de la política

René Delgado

Cuanto más se privatiza el debate público, más público se hace el malestar ciudadano. La oficina (cuando no la casa) donde despacha el actor político y la calle por donde transita la ciudadanía integran la vía en la que ilusoriamente corre estos días la política. Una vía curiosa, por lo demás. Sus rieles, a diferencia de la ilusión óptica tradicional, en vez de unirse en el horizonte, se separan más y más.

En ese esquema, las instituciones -el foro natural de la política- se desfiguran, entran en desuso o son maltratadas. La élite se encierra a debatir en privado lo público y la gente sale a manifestarse desesperada y desorganizadamente en la calle. La élite presume estar a punto de salvar en secreto a la nación, la ciudadanía pide a gritos atención. Los rieles de la política se separan más y más. La ciudad, en tanto polis, se desintegra aceleradamente. Allá lleva esa vía.

La desnudez y la degradación de la política no alcanzan disfraz. Las mujeres de los Cuatrocientos Pueblos se exhiben sin ropa en la calle e, increíblemente, sus representantes institucionales ni así se conmueven. Vuelan las vitrinas, los aparadores y las mercancías de distintos establecimientos comerciales al paso de los jóvenes que se suman a la marcha del dos de octubre y la explicación es simple, se reduce a una provocación donde hasta extranjeros podrían estar involucrados.

Cae la mujer número 24 del año en Ciudad Juárez que se integra a las centenas de mujeres asesinadas durante los últimos años, y la autoridad se toma mes y medio para nombrar a la comisionada. No hay de qué preocuparse: la gente se desespera y hace lo que quiere, y la élite tranquilamente deja de hacer cuanto le corresponde. La separación entre gobernados y gobernantes avanza.

La expresión pública de los actores políticos corona la escena de la descomposición. Un cardenal informa del resultado de la investigación a la cual está sujeto por lavado de dinero, asegura haber sido exonerado y, en respuesta, con la fuerza de un boletín oficial pero no con la contundencia de un citatorio, la autoridad niega tímidamente que eso sea cierto. Un jefe de gobierno recibe una sentencia judicial y se declara en abierto desacato porque, en el fondo, él gobierna, legisla y juzga a partir de su indestructibilidad, le sobran los otros poderes si, al fin y al cabo, él lo puede todo. Los representantes de los partidos políticos, por esta o por aquella otra sinrazón, vituperan a la autoridad electoral que los sanciona y los llama al orden; el punto de convergencia de esas fuerzas es singular, reblandecer y debilitar la institución que regula la competencia entre ellos.

Todo mientras el mejor ex amigo de Fox tunde a insultos a la dirigencia panista que asegura no saber absolutamente nada de los fondos que, en campaña, recibió gustosa. Apenas un secretario de Estado consigue sentarse a la mesa con la oposición para negociar la reforma eléctrica y otro secretario de Estado, como si tratara de precipitar el fracaso de la negociación, asegura tener amarrado el éxito de ésta.

El Presidente de la República no se queda atrás, participa de ese juego: se avienta la puntada de anticipar los términos de la reforma fiscal que se construye tomando en cuenta a distintos sectores e intereses y, luego, su propio secretario de Hacienda dice desconocer los términos esos y asegura que, si acaso, hay ideas sueltas. Sin embargo, el proceder del mandatario a nadie ya asombra, su mecanismo de conducta es reflejo: de la simple posibilidad hace una gran promesa y, de ésta, una frustración más. Ahí está fresquísimo el ejemplo del acuerdo comercial con Japón, se logró al 98 por ciento, o sea, no se logró. Ahí está el importantísimo encuentro con el presidente George W. Bush que, ahora, se resume en un mero acercamiento.

El Presidente de la República es cada vez más predecible. El ejemplo cunde. Un día a golpes se rescata una televisora y, luego, el mismo actor habla del respeto al Estado de derecho. Otro día, los federativos del futbol dan muestra cabal de cómo actúan al margen del Estado de derecho e imponen su ley al agremiado o asociado que no esté de acuerdo con ella. Otro día, un grupo bloquea sin más el tránsito en esta o aquella carretera y la autoridad hace gala de su inmovilidad. Otro día, el espionaje se convierte en un socorrido recurso y el asunto pasa apilarse entre los asuntos no resueltos por la autoridad. Otro día, la desintegración de la polis se ve como algo incontenible.

Todo lo anterior ocurre públicamente. El mensaje es uno: el país vive un desencuentro. El reclamo callejero se pierde entre los escándalos de la élite política. Lo curioso de esto es que lo verdaderamente público se trata en privado. En el rancho presidencial se negocia con el cardenal. En la casa de este o aquel otro empresario, se convoca a quienes verdaderamente van a decidir el destino nacional. En la casa de esta lideresa se debate el rol de la mujer. En la casa presidencial se recibe a un grupo de concesionarios para ponerse de acuerdo antes de salir a la palestra pública. Pero, eso sí, todos los actores le rinden honores a la era de la transparencia y de la rendición de cuentas. Lo patético de ese estilo de degradación de la política es que ni siquiera hay quién coordine la agenda y fije las prioridades. La baraja de asuntos y expedientes abiertos es un fólder deshojado. Cada secretario ve por su propio santo y, frecuentemente, su santo es él mismo. Cuestión de asomarse a ver la agenda de estos días. En puerta está el relevo total o parcial de la dirección de cuatro importantes instituciones y, a fin de cuentas, en ninguna de ellas se registra un debate serio. Los criterios para renovar el Consejo General del IFE son un secreto, en privado se llevan las negociación. La ratificación o no de Guillermo Ortiz en la gubernatura del Banco de México es un espectáculo de conferencias donde se habla de todo, menos de la propia gubernatura. La ratificación o no de Juan Ramón de la Fuente en la Universidad Nacional no concita ningún debate serio sobre el destino de esa institución. Ah, y falta ver cómo se resuelve el asunto de los dos ministros de la Suprema Corte que hay que sustituir. Si tan sólo esos asuntos estuvieran en el orden del día, mucha política habría que desarrollar, pero no sólo es eso. En la agenda están las reformas fiscal y eléctrica que, a veces, aparecen como proyectos de trascendencia nacional pero también como la oportunidad de cerrar un buen negocio político entre los actores involucrados entre ellos. Y, sin embargo, a la chita callando se abre mal y precipitadamente otra reforma central que, al final, se frustra y probablemente debilita la posibilidad de llevarla a cabo: el régimen de pensiones y jubilaciones que asfixia al Instituto Mexicano del Seguro Social. Esa reforma exigía mucho trabajo político y es claro que no se hizo. No se hizo y resultó contraproducente la precipitación: los sindicatos viejos y no tan nuevos encontraron un punto de unión que pueden aplicar en los distintos frentes que plantea el conjunto de reformas. Todo esto sin mencionar que el tiempo presiona la presentación y aprobación del presupuesto del año entrante. ¿Quién coordina la agenda? ¿Quién se encarga de evitar que tal gama de asuntos se combinen y terminen integrando un cóctel molotov? Encontrar la respuesta, acaso, exigiría organizar una charreada porque a ésas sí va con gusto el secretario de Gobernación.

Se privatiza el debate público, se hace de la actividad política un concurso de escándalos, se pervierte la renovación de los mandos de las instituciones de Estado hasta convertirla en un juego de reparto de cuotas de poder y, mientras, se desparrama en las calles el malestar social. Los rieles por donde corre la política se separan más y más. El tiempo, el reducido tiempo para desahogar la complicada agenda se desperdicia de manera imperdonable mientras se precipitan los procesos electorales del año entrante. La marcha de Zacatecas del PRD es ya una carrera atropellada. El proceso de selección del candidato del PAN en Chihuahua se ata al juego del 2006. La selección del candidato tricolor en Oaxaca trae nervioso a José Murat y, en Veracruz, el PRI practica una política tribal. El reloj, sin embargo, continúa su marcha y el calendario deja caer sus hojas. Corre el tiempo y, por lo visto, el gobierno foxista está dispuesto a reducir el sexenio a tres años y convertir las expectativas que generó y sigue generando en una inaceptable disculpa. El problema de esto es que en la calle la expresión de la descomposición política sigue avanzando, la ciudadanía se separa más y más de los partidos y el Gobierno. Los gritos de reclamo se escuchan a veces en coro o a veces como solistas, igual los echan los pobres que los ricos, igual los echan los trabajadores que los empresarios, mientras la élite política simula no oírlos. Sobre esos rieles, aun cuando la ilusión óptica lo sugiera, nomás no corre la política y menos aun puede marchar el país. Todo esto sin mencionar que lo único que está corriendo es el tiempo.

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