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Lula, resultado no sólo electoral sino de la historia

Lorenzo Meyer

Primera de dos partes

El Sentido del Cambio.- Por un momento, pero sólo por un momento, el proceso mexicano de finales del siglo XX alumbró y revitalizó el panorama político latinoamericano.

Sin embargo, pareciera que la energía transformadora del cambio se está disipando sin haber logrado muchos de los resultados prometidos. Desde luego que México ha cambiado, pero no de la manera y con la profundidad que nuestra propia historia demanda. Por tanto, ahora es Brasil -el “país continente”- donde la imaginación latinoamericana puede depositar su esperanza. En efecto, es en ese país de 170 millones de habitantes y 8.5 millones de kilómetros cuadrados donde hoy existen las mejores condiciones “objetivas y subjetivas” para que se lleve a cabo con posibilidades de éxito el gran juego de la transformación sustantiva, pacífica, democrática y guiada por un sentido ético de la enorme deuda que se tiene con las clases populares del subcontinente.

En la América Latina actual, el juego del poder sólo tiene sentido histórico si la clase dirigente es capaz de despertar la confianza y el entusiasmo de su sociedad, o al menos de un sector mayoritario, para poder mirar de frente, con realismo pero con ética, sus grandes problemas y actuar en consecuencia. En conjunto, la historia política del subcontinente muestra pocos éxitos y una rica colección de dolorosos fracasos -intentos de cambio ahogados en sangre, cambios pacíficos o revoluciones que terminan en la reedición de privilegios y corrupción, modelos económicos que exigen sacrificios generales sin lograr su meta- o de francos horrores -colonialismo, genocidio, explotación al límite de las posibilidades de hombres y naturaleza, traiciones, tiranías y autoritarismo.

Cambio De Régimen y Cambio de Contenido.- El primero de diciembre del 2000 acabó formalmente en México un régimen político antidemocrático y dio inicio otro. Atrás quedó el sistema autoritario desarrollado a la sombra de la Revolución Mexicana y se inició uno nuevo, en principio legítimo por democrático. El resultado ha sido un gran avance, pero no suficiente. Continuará...

Es verdad que las palancas heredadas por el nuevo gobierno mexicano para mover hacia delante a la economía mexicana, estancada desde 1982, son pocas y débiles (el modelo establecido ha dejado buena parte de nuestro destino en manos de los vaivenes de la globalización). Sin embargo, había la posibilidad de encausar la energía desatada por el cambio democrático en la lucha contra la corrupción, dar solución al levantamiento chiapaneco y al problema indígena en su conjunto y, sobre todo, diseñar y poner en marcha una política social digna de tal nombre. Sin embargo, lo que hasta ahora se ha conseguido es disipar buena parte de la energía de la transición y en cambio mantener una gran continuidad con los contenidos del antiguo régimen.

En abierto contraste con lo que está sucediendo en México, en Brasil, el gobierno encabezado por Luis Inácio Lula da Silva, abre la posibilidad de mantener el régimen democrático pero romper parcial o completamente con los contenidos que durante ocho años le dio a su gobierno el presidente saliente, el sociólogo Fernando Henrique Cardoso.

Esa promesa brasileña del cambio y desde luego su cumplimiento, es vital no sólo para Brasil sino para toda Latinoamérica, ya que de tener éxito, surgiría una opción y una presión positiva, para el resto de la región.

En su discurso de toma de posesión en Brasilia el primero de enero, el nuevo presidente de Brasil afirmó: “No soy el resultado de una elección. Soy el resultado de una historia”. Y su interpretación de esa historia es tan clara como crítica del pasado, de todo el pasado: “Brasil -dijo- conoció la riqueza de los ingenios... en los primeros tiempos coloniales, pero no venció el hambre; proclamó la independencia nacional y abolió la esclavitud, pero no derrotó el hambre; conoció la riqueza de los yacimientos de oro... y de la producción de café... pero no venció el hambre; se industrializó... pero no venció el hambre. Eso no puede continuar así”. De ahí que su programa de gobierno esté centrado en algo que es, a la vez modesto, pero fundamental para rescatar la dignidad ciudadana y la viabilidad de la comunidad nacional: combatir la corrupción, lograr que todos los brasileños, especialmente los 57 millones que viven en la pobreza, tengan tres comidas al día y que el siguiente presidente no tenga ya como herencia a los 27 millones de analfabetos actuales. En suma, “el fin del hambre será el gran logro nacional”. Si Lula lo consigue, el resto de las clases gobernantes latinoamericanas no tendrán excusa para hacer menos. Brasil efectuó el tránsito a su democracia actual antes que México. En efecto, el dos de abril de 1964 el presidente Joao Goulart, identificado con la izquierda, fue obligado a abandonar Brasil y con ello se inició el dominio de los militares en ese país, alentado por la atmósfera de anticomunismo y guerra fría que se había expandido por toda América Latina a raíz del triunfo de la Revolución Cubana. Ese autoritarismo burocrático de militares y tecnócratas, que contó con la plena simpatía de la potencia hegemónica en la zona, se prolongó hasta 1985 cuando, por la vía de una elección indirecta, un ejército que había fracasado en resolver los grandes problemas nacionales, aceptó el reinicio del gobierno civil en una atmósfera de retorno a la democracia. El primer presidente de la nueva época democrática brasileña, Tancredo Neves, murió antes de asumir su cargo, de ahí que su papel en la “nueva república” lo asumiera un personaje inesperado de centro derecha: José Sarney. Tres años más tarde y en medio de grandes problemas económicos, Brasil se dio una constitución realmente democrática; un año después llegó a la presidencia un populista de derecha: Fernando Collor de Mello. Fue ahí que apareció Lula como el candidato de la izquierda y de la alternativa. Tres veces más esa izquierda organizada alrededor del Partido de los Trabajadores (PT) -institución política creada en 1980-, volvería a presentar a Lula como su candidato presidencial, en cada ocasión avanzó hasta que, en el 2002, logró el triunfo con más de 53 millones de votos.

La Clase Política.- El día de la toma de posesión del nuevo presidente brasileño, el país simplemente se entregó a una gran fiesta nacional. De acuerdo a los sondeos, Lula cuenta con el apoyo del 80 por ciento de la opinión pública. Los brasileños están dispuestos al cambio y Lula se comprometió con ellos: “No voy a desperdiciar esta oportunidad conquistada con la lucha de millones de votantes honestos”.

La gran oportunidad brasileña existe, pero también los grandes obstáculos: la economía está estancada, la deuda pública llega a los 250 mil millones de dólares y la deuda externa -pública y privada- asciende a 165 mil millones de dólares, de ahí la negociación de Brasil con el FMI para recibir un préstamo de 30 millones de dólares. El problema social queda bien delineado con unas cuantas cifras: el PIB per cápita en 1999 fue de 4,350 dólares, pero su distribución es terrible: en 1995 el diez por ciento más pobre de la población brasileña recibía apenas el 0.8 por ciento del ingreso disponible en tanto que el diez por ciento más afortunado se quedó con el 47.9 por ciento. En favor y para cumplir con los objetivos del nuevo presidente, Brasil cuenta con recursos naturales abundantes y variados, con un sector industrial desarrollado y competitivo internacionalmente, con una participación del Estado en el PIB superior a la que hay en México y con un sistema de recaudación más moderno. Pero, sobre todo, su ventaja inmediata está en la calidad de su clase política.

En algún momento, los adversarios políticos del nuevo presidente brasileño lo descartaron como adecuado para el puesto por no tener un título universitario, pero el electorado brasileño prefirió fijarse en lo que el candidato del PT sí tenía: energía, éxito como organizador político y congruencia entre su discurso y su acción. La experiencia mexicana y de muchos otros países, demuestra que una buena educación formal no es garantía de un buen gobierno, ni de conocimiento adecuado, ni menos de sensibilidad, vocación, fuerza de voluntad o de honestidad, inteligencia, valor y sentido de la realidad y de la dignidad que requiere el cargo.

La clase gobernante original de América Latina surgió en buena medida de las propias élites criollas -Simón Bolívar, Miguel Hidalgo, José de San Martín, Bernardo O’Higgins son ejemplos claros. Con el paso del tiempo y de los conflictos, los círculos del poder se tuvieron que abrir a las heterogéneas y ambiciosas clases medias. Un buen ejemplo de este proceso se tiene en Chile. Por la presidencia y hasta 1920, desfilaron apellidos de la clase oligárquica: Portales, Ovalle, Bulnes, Montt, etcétera; luego vendría la clase media: Alessandri, Ibáñez, Frei, Allende, hasta llegar a la actualidad. Sin embargo, en toda la región apenas si se han dado casos de presidentes de extracción popular. Benitos Juárez no hay muchos. El presidente indígena de México fue excepcional, pero su política, aunque digna de admiración en muchos aspectos, nunca tuvo como objetivo promover los intereses de las clases o grupos de los que él provenía, más bien ocurrió lo opuesto.

En la historia latinoamericana el caso de Luis Inácio Lula da Silva es un fenómeno enteramente nuevo, un parteaguas. No sólo es Lula un presidente de origen proletario -lo que explica y justifica su escasa educación formal-, sino que está abiertamente identificado con los intereses de las clases populares y es precisamente esa combinación la que le dio la autoridad moral, la credibilidad, para sostener su plataforma política progresista y la que finalmente le llevó al triunfo. Se trata de un auténtico self made man, proveniente del Brasil profundo, que de limpiabotas que migró del campo a la ciudad se transformó en obrero metalúrgico, en líder sindicalista y en organizador de un gran partido político. De enemigo abierto, activo, de la dictadura militar, Lula pasó a ser la alternativa en una democracia sin suficiente contenido social. Pero, el nuevo gobierno de Brasil no es sólo original en su presidente, sino también en el equipo en que se apoya y le apoya.

El nuevo gabinete brasileño tiene los elementos para ser visto como un equipo formidable, como un, éste sí, auténtico “gabinetazo”. El jefe de gabinete es José Dirceu, un antiguo líder estudiantil y guerrillero, que tras su retorno de Cuba vivió en la clandestinidad y finalmente se transformó en el modernizador del PT. A cargo del Desarrollo Social quedó Benedita da Silva, negra y favelada, que fue sirvienta pero llegó a ser gobernadora de Río de Janeiro; la secretaria del Medio Ambiente es Marina da Silva, que nació en una familia de trabajadores del caucho y sólo aprendió a leer cuando ya tenía 16 años, pero obtuvo su licenciatura en Historia, fue miembro del Partido Comunista, senadora y comprometida a combatir la corrupción que está destruyendo la selva amazónica; Gilberto Gil, el secretario de Cultura, es un compositor y cantante extraordinariamente popular, con una historia de oposición a la dictadura militar por la vía de la música, un elemento central de la cultura brasilera; Antonio Palocci, un médico de origen troskista, ex alcalde de Sao Paulo es ahora el secretario de Hacienda. Al lado de esos personajes están otros, contrastantes, como el gran empresario Luis Furlan, propietario de una enorme empresa de alimentos; Celso Amorin, un diplomático de carrera y doctorado en la London School of Economics; Ciro Gómez, contendiente de Lula en las elecciones, socialista y ex secretario de Hacienda con Itamar Franco, está a cargo de la integración y Henrique Meirelles, antiguo funcionario del Bank of Boston, presidirá el Banco Central.

Lo que está en Juego.- En este inicio del siglo XXI, Brasil es el contrapunto político con una Argentina sin proyecto y con una clase política sin prestigio, con una Venezuela rica en petróleo pero con una sociedad dividida y enfrentada en grado extremo, con una Colombia en una guerra civil plural y donde la intervención norteamericana es creciente.

Pero el Brasil de Lula también ofrece contraste con un Chile que si bien es un dinamo exportador no tiene para cuándo resolver su problema social y, desde luego, con México, donde mucho del cambio se ha quedado en continuidad. A los latinoamericanos nos concierne la nueva etapa política de Brasil, a muchos nos urge su éxito.

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