Pues aquí sigo despidiéndome, queridos lectores, muy a la mexicana, con un pie ya en la banqueta, pero ¿cómo cortarle el hilo a temas tan suculentos como los que diario se nos presentan? Aunque no cambian mucho: Hace 27 años, en mi primera colaboración publicada en Excélsior, pedí que se le hiciera un juicio político al entonces presidente Luis Echeverría Álvarez, sugerencia fallida en la práctica aunque me granjeó no pocos lectores. Ahora la presidencia sigue siendo tema obligado, aunque ya el Congreso no permitiría extravagancias como las que nos arruinaron en aquella docena trágica de LEA y JLP.
Pero si bien el Ejecutivo ya se hizo a la rienda, el actual titular sigue siendo -¿cómo decirlo?- no menos pintoresco. La obsesión de éste no es el tercermundismo ni la administración de la abundancia, sino un abyecto exhibicionismo religioso: abyecto porque a él le tocó recibir a Juan Pablo II como Jefe de Estado, no como católico, de manera que tirarse de rodillas y besarle el anillo, puso simbólicamente a toda la República de rodillas sin derecho a hacerlo.
Ahora nuevamente viola el laicismo ínsito en la Presidencia al recibir en su rancho a un Príncipe de la Iglesia que se ha retratado con capos del narcotráfico y ahora está acusado de lavado de dinero, delito que la Procuraduría General de la República está investigando. No es posible dejar de lado semejantes incongruencias. Sí parece película, aunque, por desgracia, no lo es. Lo que sí viene a ser es nuestra absurda realidad tan poco republicana. Semejante comportamiento presidencial se debe, en gran parte, a la falta de oficio político de Fox, así como a su ingenuidad y su total desconocimiento de la suprema dignidad implícita en la investidura presidencial.
Él, en cuanto mandatario, representa a un pueblo de cien millones organizado en una República laica, o sea libre de toda liga religiosa. Es cierto que una mayoría (cada día menor) de mexicanos es, o se dice, católica, pero el exhibicionismo ritual de nuestro Primer Mandatario ofende a los millones de mexicanos que no somos católicos sino cristianos a secas, o judíos o mahometanos, o simplemente deístas que creemos en un Creador y en la obligación de hacer el bien por amor al Bien mismo.
Quienes tomamos a Cristo en serio sabemos, por su Sermón en la Montaña, lo deplorable que consideraba tal exhibicionismo: “Asimismo cuando oráis no habéis de ser como los hipócritas, que de propósito se ponen a orar de pie en las sinagogas y en las esquinas para ser vistos de los hombres...Tú, al contrario, cuando hubieres de orar, entra en tu aposento y cerrada la puerta, ora en secreto a tu Padre y tu Padre, que ve lo más secreto, te premiará en público”. (Mateo VI:5, traducción de F. Torres Amat, obispo de Burgos).
Claro que si el mundo cristiano tomara en serio estas palabras, no existirían templos ni iglesias en la cristiandad. Lo tristemente cierto es que no tomamos las palabras de Cristo en serio, ya que los templos son las súper “esquinas” para rezar en público y “ser vistos de los hombres”. Así las cosas, hemos de pensar que San Mateo, por sus purititas pistolas, le inventó estos parlamentos al Señor Jesucristo para no tener que ir a misa los domingos.
De otra manera, la realidad actual no tiene ningún sentido. De cualquier manera, cuán lejos de lo cristiano está la acusación de lavado de dinero que le hizo al cardenal Sandoval Íñiguez el eminente jurista Jorge Carpizo, que ha desempeñado una limpia carrera en los más altos puestos del Poder Judicial. La violencia de la reacción cardenalicia - llamar “asesino” a quien lo acusa- nos dice más del carácter de Sandoval Íñiguez que de Carpizo. Dada la “expectativa”, o “suspense”, en que nos deja esta situación, comprenderá el lector por qué no puedo todavía colgar mis bártulos de escribidor. Quiero dejar cuando menos este enredo debidamente esclarecido. Espero que sea antes de fines de octubre, porque el 29 cumplo 80 años, que ya no es edad para andar en estos mitotes.