En memoria de Hugo
Aréchiga Urtusuástegui
Las fechas indican que se está acercando el fin de mi colaboración con mi muy querido Excélsior, el primero en abrirme la puerta de la prensa nacional hace 27 años. Tengo buenas razones para retirarme, siendo la principal que cada día encuentro más pesada la tarea periodística semanal, tanto por mi edad como por la continua repetición que nos imponen las circunstancias del país, tan monótonas en esencia a pesar de esa alternancia en el Poder Ejecutivo que tantos confunden con la democracia. Si bien la repetición crítica es condición ínsita del oficio, yo he visto periodistas, en un tiempo dechados de perspicacia y originalidad, abusando ad nauseam de la repetición en su vano empeño de disimular su esterilidad senil. El retirarse a tiempo es cuestión de amor propio y de respeto al lector.
Pero despedirse nunca es fácil, por eso lo estoy haciendo en episodios. Vieran qué feo sentí el jueves pasado al ver un nombre que no era el mío en el espacio que he ocupado desde 1976. En este caso mi ausencia fue fortuita por motivos de salud. Desde hace un año o algo más, he convivido en mi cabeza con un vértigo que ahí sentó sus reales. Lo curioso es que no puedo hablar mal de él porque, si bien ha aumentado la inseguridad existencial que sentimos los rucos al salir a la calle, por otra parte ha potenciado notablemente mis sentidos, acompañando el cambio con una leve euforia, como en la etapa inicial de la mexicana alegría, sólo que en seco.
No sé si ésta sea resultado del vértigo o una coincidencia, pero la tal hiperestesia ha sido un maravilloso regalo que me permite ver formas, colores, paisajes enteros que conozco desde niño, como si nunca antes los hubiera visto y hasta ahora estuviera aprendiendo a ver. Los verdes del monte nunca habían estado tan verdes, ni el cielo tan azul ni las motocicletas tan rojas y brillantes.
Así, pues, lo mío dista mucho de ser un malestar. Su único “pero” es su extrañeza. Por eso decidí someterme a cuanto estudio se me recetara, tantos como los pormenorizados recientemente en estas páginas por Eduardo Cesarman. Había uno que yo no conocía ni de nombre: la resonancia magnética. Su mala fama no se hizo esperar. “Yo no la aguanté”, me dijeron diversos amigos, aduciendo ataques de claustrofobia, a pesar de lo cual decidí echarme al agua. Aprovechando una junta del Colegio de Sinaloa, lo consulté con el colega Jesús Kumate (cuya vocación de servicio no tiene fin). Él me sugirió acudir al Hospital General “Bernardo Gastélum” en Culiacán y, acto seguido, me puso en contacto con su director, el Dr. Víctor Díaz Simental cuya amabilidad telefónica surtió un efecto tranquilizante inmediato.
Mi cita con la temible doña Resonancia fue la razón de mi ausencia aquí el jueves pasado. Yo acudí al hospital listo para lo que fuera, pero al ver el superartefacto en el cual debería yo meter la cabeza, mis aprensiones regresaron en tropel. Fue tal la impresión de potencia enajenada que pensé “intergaláctica”. Sin embargo, la afabilidad de los jóvenes médicos que me atendieron, Rómulo Félix Sánchez y Héctor Ponce Ramos, me devolvió la tranquilidad perdida ante el siniestro tiliche. Porque, ¿cuál claustrofobia? Si el “tubo” tan platicado es en realidad un enorme cilindro de acero en que bien cabe una pareja de recién casados. Mas a pesar de eso, me dieron una perilla para apretar si en algún momento me “apanicaba” (excelente barbarismo: ¿cómo pudimos los miedosos vivir tantos siglos sin él?).
De hecho, nada de lo temido sucedió. Al ir rodando supino al vacío magnético, yo iba haciendo ejercicios de respiración profunda y, al mismo tiempo, tratando de reconstruir ciertos poemas que en un tiempo me sabía de memoria.
El resultado fue idéntico al de todos mis demás exámenes: todo “normal”. Clínicamente, no había ninguna irregularidad, ni ósea, nerviosa, ni circulatoria. ¿Dónde, pues, se esconderá este furtivo vértigo? Si no está en el cerebro, tiene que estar en la pura mente. O sea que mi cuerpo está sano: el enfermo soy yo. O sea mi “yo”. Vaya consuelo.