Las flores del duraznero empiezan a caer, pétalo a pétalo. Por entre cada corola mortecina, sin embargo, se alcanza a ver el fruto ya nacido. Crecerá lentamente, hijo del sol, del agua y de la tierra, y será un hermoso durazno con aroma y dulzuras de mujer.
Ha muerto la belleza para que nazca la vida. Tal es, entiendo, el más hondo misterio de la maternidad: el sacrificio del propio ser para que pueda venir al mundo un nuevo ser. Hermosa es la flor ida, pero más bello aún el fruto que dejó.
La vida muere para que la vida nazca. Todo es un continuado nacimiento. En él, lo que parece muerte es sólo otro momento de ese perpetuo renacer. Hoy eres flor que muere, mañana serás fruto que tendrá en su semilla la segura promesa de otra flor. Y así por una eternidad. Nada comienza aquí, nada termina. Venimos de la vida y vamos a la Vida. ¿A dónde más podríamos ir?
¡Hasta mañana!...