En el humilde cementerio de Ábrego hay una tumba. No tiene más que un nombre. Eso le basta, pues no tiene más que un hombre.
"Fui pastor de cabras. Sé que no es mucho ser, pero puedo decir que jamás se perdió ninguna de las que me fueron confiadas, y sé de muchos hombres a quienes Dios les dio hijos y los dejaron perder. De pastor a pastor, fui mejor que ellos. Cuidé muy bien a mis cabras por una razón sola: no eran mías. Tampoco los hijos de los hombres son de ellos: el Señor se los presta, por eso deberían cuidarlos mejor.
"Nunca tuve dinero. Pero el dinero tampoco me tuvo a mí.
"No iba a la iglesia cuando venía el cura: mis cabras también comían los domingos. El sacerdote me preguntó una vez si acaso no creía en Dios. Claro que creía. Mis ovejas siempre creyeron en mí”...
Cuando veo esa tumba del cementerio de Ábrego siempre recuerdo el texto de aquel salmo balsámico: "El Señor es mi pastor, nada me faltará...”.
¡Hasta mañana!...