Un hombre de los que construían la catedral de San Esteban cayó de lo más alto del andamio. Iba a morir seguramente, pero fue a caer en una carreta llena de paja que por ahí pasaba, y así salvó la vida.
-¡Milagro! -gritó el hombre-. Con los ojos llenos de lágrimas entró en el templo y se postró ante el santo para darle gracias.
Al día siguiente el mismo hombre perdió pisada y se precipitó de nuevo al vacío. Se salvó ahora porque cayó en el tanque del agua.
-¡Qué buena suerte! -exclamó con ufanía.
Al otro día volvió a caer. Su muerte era segura, pero ahora cayó sobre un alto montón de lana que los tapiceros habían llevado ahí para lavarla.
-¡Milagro! -gritó un recién llegado.
-No, -dijo el hombre-. Esto es cosa de todos los días.
Se sacudió la ropa con displicencia y regresó a lo suyo.
¡Hasta mañana!...