En medio de toda la polvareda que se ha levantado por el desempleo, se ha puesto muy poca atención a la curiosa tranquilidad con que ha asumido la crisis el sector obrero. Es paradójico que la ola de cierre de empresas, fábricas y maquiladoras no haya provocado una manifestación de exasperación o inconformidad de parte de los trabajadores organizados.
Eso contrasta visiblemente con lo que sucede en las zonas rurales del país, en donde aparece un nubarrón tras otro y no pasa una semana sin que surja un conflicto en alguna comunidad, o entre comunidades, por razones de tenencia, insumos de producción o comercialización.
En los ámbitos industriales en cambio, pareciera que viviéramos en jauja, que el empleo crece como en China y los salarios como en Suecia. Desde luego sabemos que no es así. Hay una crisis de empleo en el país no sólo porque no se están creando suficientes trabajos para los jóvenes de nuevo ingreso al mercado laboral, sino también porque se están cerrando muchos de los existentes. El verdadero drama, personal y social, es el de un trabajador despedido a los 50 ó 55 años de edad, que descubre sus escasas o nulas posibilidades de ser recontratado. No es que le dé pena, como dice el Secretario de Economía; es que es una pena.
Y sin embargo no pasa nada. ¿A qué se debe esta calma política? ¿Qué explica la mansedumbre de la golpeada clase obrera? ¿Qué tipo de blindaje ha logrado Fox para vivir en estado de gracia en materia de movilizaciones?
Da la impresión que incluso los últimos presidente priistas (Salinas y Zedillo en particular) sufrieron mucho más que Fox las “incomodidades” del primero de mayo. Lo cual resulta irónico si consideramos que la CTM o la CNOP, organismos controladores de los trabajadores organizados, forman parte del PRI no del PAN.
Uno de los grandes temores a un gobierno de alternancia era, justamente, que el PRI convertido en oposición hiciera la vida imposible a las autoridades panistas mediante un sinfín de movilizaciones obreras. Pero no ha sido así. Las marchas y manifestaciones han provenido del sector campesino y de las disidencias magisteriales, pero no del llamado sector oficial. Lo cual no deja de ser interesante.
Después de todo, habría que concluir que al menos en ese tema Fox no lo habría hecho tan mal. Ha mantenido un clima de estabilidad en un contexto económico desfavorable (lo cual no ha sucedido en Argentina, Brasil o Venezuela, por ejemplo). Aunque del otro lado, también podría decirse lo contrario: el gobierno de Fox ha fallado porque no ha logrado introducir cambios en las autoritarias estructuras sindicalistas. Como candidato Fox criticó una y otra vez la corrupción de las dirigencias obreras y prometió una modernización de la vida sindical; como Presidente el tema desapareció totalmente de la agenda.
Quizá se trata menos de un acierto o de un desacierto de Fox, que de una impresionante capacidad mimética de los líderes tradicionales del sector obrero. Prácticamente todos ellos siguen ahí. Resultó que después de todo no eran dinosaurios como siempre se pensó. Han resultado verdaderos mutantes políticos, capaces de reciclarse a los nuevos los tiempos e integrarse al gobierno de “alternancia”.
La conclusión es que se necesitan mutuamente. Los líderes sempiternos desean sobrevivir a toda costa y no permiten que sus convicciones morales o su militancia priista estorbe a sus intereses. Por su parte, el gobierno de Fox está encantado con la estabilidad que estos viejos liderazgos “corruptos” han garantizado. La democratización sindical puede esperar un poco más (un sexenio, por ejemplo).
Quizá ahora se entienda la designación de Carlos Abascal como secretario del Trabajo. Muchos consideraron un sin sentido el hecho de hacer responsable de las relaciones con el sector obrero a un líder empresarial conocido por su fundamentalismo de derecha. Parecía una mezcla imposible de agua y aceite. Pero la decisión adquiere sentido si se considera que Abascal fue puesto ahí no para ser un interlocutor de los trabajadores y de las masas obreras con el gobierno.
Su misión ha sido más bien la de establecer un pacto silencioso pero efectivo con la élite sindical con el propósito de mantener el control de las bases a cambio de conservar las prebendas de la casta obrera. Así como las puntas extremas de una serpiente suelen unirse, así también resultó totalmente empático el populismo demagógico de los líderes con la practicidad calculadora de los intereses del capital. Es decir, la historia de siempre.
Con lo anterior no estoy apelando a la necesidad de contar con un sector obrero exasperado y encolerizado. En poco ayudaría en el largo proceso de recuperación económica que tendríamos que transitar para lograr un país mejor. Simplemente describo el rezago democrático en el que se encuentra la vida sindical, al margen de los vientos de modernidad que han soplado en muchos otros ámbitos de la vida nacional. Es un estado de cosas que favorece, es cierto, una estabilidad artificiosa pero a costa del silenciamiento de la voz de los trabajadores. Su ausencia provoca que los asuntos que atañen a todos sean definidos en un largo monólogo en el que sólo está presente la posición empresarial.
Todo indica que la esperada reforma laboral en realidad está detenida por la complicidad hipócrita de todos. (jzepeda52@aol.com)