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Máquinas de “mal carácter”

El País

Madrid, España.- En su tercer intento por salvar a la Humanidad, Terminator se cruza con una Terminatrix de muy mal genio y peores modales.

Desde que en 1968 el infalible ordenador Hal 9000 fue capaz de rogar a un ser humano que no lo desconectase (“tengo miedo, mi mente está desapareciendo, puedo sentirlo, tengo miedo...”), la audiencia de medio mundo se asomó, fuera ya de la pantalla, a la amenaza potencial que suponía para nuestra raza la inteligencia artificial.

Han pasado 35 años desde que esa posibilidad fue planteada por el escritor Arthur C. Clarke y el cineasta Stanley Kubrick en 2001: una Odisea del Espacio, y desde entonces tanto la literatura como el cine (no digamos la ciencia) se han ocupado de añadir menos fantasía y más probabilidad a la idea de que algún día tengamos que mirar a las máquinas de igual a igual.

Que un chisme mecánico pueda, ya no pensar por sí mismo, sino tener sentimientos sólo atribuibles a un humano (¿no sentía pena David, el niño robot de A.I. Inteligencia Artificial, al ser abandonado por sus padres adoptivos?) sigue siendo ciencia-ficción, pero en esta era de viajes a Marte, videos telefónicos y Minority Reports, puede que en un plazo de tiempo no demasiado largo tengamos que negociar con un ordenador nuestra subida de sueldo (que nos seguirá negando más o menos fríamente que el actual jefe).

Hasta entonces, nos conformamos con el reflejo que nos muestra la imaginación humana en la pantalla grande. Un lugar que continúa libre de límites.

Fue en ese escenario ilimitado donde James Cameron irrumpió, en 1984, con su aportación personal al género. Terminator, una historia ambientada en el año 2029, presentaba a un cyborg enviado desde el futuro y programado para matar (una trama ligeramente inspirada en el filme Cyborg 2087, dirigido por Frank Adreon en 1966).

La víctima debía ser Sarah Connor (Linda Hamilton), una mujer aparentemente normal que desconocía su propio destino: encabezar en el futuro (ése es el juego de la saga, el viaje en el tiempo y la posibilidad de cambiar lo que va a ocurrir) la resistencia de los humanos frente a las máquinas.

Arnold Schwarzenegger, que por entonces tenía 37 años y un currículo básicamente centrado en el “perfil Conan”, congeló sus facciones para interpretar la maldad fría y distante del cyborg asesino. Resultó. La película, cercana a la serie B, recaudó 37 millones de dólares en EU (frente a los 6 que había costado) y se convirtió en un filme de culto que demandaba una continuación.

Siete años más tarde, Schwarzenegger era ya una estrella a medio camino entre la acción (Commando, Depredador, Desafío Total) y la comedia (Gemelos, Un detective en el Kinder).

Consciente de la evolución del actor y de la necesidad de un nuevo registro para el personaje, Cameron suplió la carencia de sentimientos de Terminator con algo parecido a la piedad e, incluso, al humor y al sarcasmo. Más aún. En Terminator 2, el malvado robot se convertía en amigo y aliado de Sarah Connor (en un papel mucho más activo que en la primera entrega) y, sobre todo, de su hijo adolescente, John (al que interpretó Edward Furlong). Un robot luchando al lado de los humanos, acercándose incluso a sus deseos (“necesito unas vacaciones”, llegaba a exclamar al final de la batalla)...

De nuevo, resultó. De hecho, la secuela superó en espectacularidad al filme original, recaudó 514 millones de dólares en todo el mundo y ganó cuatro Oscares (montaje, sonido, efectos visuales y maquillaje). Plantearse la tercera entrega era sólo cuestión de tiempo.

La franquicia de su vida

El reto era evidente: superar la barrera de los efectos especiales que llenaron de mercurio diluido T2, mantener la trama sobre el viaje en el tiempo y la lucha de la especie humana.

A pesar de la aparente imposibilidad de separar la saga del apellido Cameron, la determinación del realizador Jonathan Mostow (Breakdown, U-571) dió nuevos aires y mucha confianza al proyecto. “La única razón que podía justificar una tercera entrega era una buena historia”, explicó Mostow en el pasado festival de Cannes, donde presentó la película junto con todo el reparto.

“Sabía que si intentaba hacer la película que creía hubiera hecho James Cameron saldría mal. Así que pedí que me dejaran escribir mi propio guión y libertad para filmarla a mi manera. En ese momento dejó de ser una película de encargo”.

El realizador reconoce que la relación con Schwarzenegger fue esencial para lograr su objetivo. “Sería un estúpido si no colaborase con la estrella de mi película, porque las estrellas saben cómo contar bien la historia. Tienen buenas ideas y el truco está en quedarse con las mejores. Esa colaboración es la que ayuda a hacer realidad tu propia visión de la película. En este caso, nadie podía decirle a Arnold cómo interpretar a Terminator. Él lo creó y lleva dos décadas con él”.

Poca resistencia encontraron los productores cuando propusieron a Schwarzenegger repetir personaje: “Terminator tiene un significado muy especial para mí, ha provocado un gran impacto tanto en mi carrera e ingresos como en la industria del cine y en los efectos especiales. No hay duda de que es una franquicia muy importante para mí y por eso estaba deseando hacer la tercera parte”. La famosa amenaza en la ficción (“Volveré”...) se cumplía en la realidad con la humilde confesión de un reto escaso.

Dado el nivel de dificultad (no sean crueles), los productores y el director decidieron complicarle un poco las cosas, que, en términos básicos de la historia del guión cinematográfico (“chico-encuentra-chica”), suponía enriquecer la estresante existencia del robot con una Terminatrix capaz de despertar, digamos, otro tipo de instintos.

La creación de ese nuevo personaje, que interpreta Kristanna Loken, llenaba dos huecos básicos en la trama: por un lado, el papel antagonista, que en la segunda parte recaía en Robert Patrick y por otro, la ausencia de la heroína de las dos entregas anteriores, Linda Hamilton, que rechazó participar.

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