Bendiciones para la iglesia del Coyote
Hace dos semanas leí en la “Buena Nueva’’ -periódico semanal de la Diócesis de Torreón-, que se había programado para el día 11 de julio la exhumación de los restos de los sacerdotes Francisco A. Luna (que sirvió en la iglesia del Coyote en los años 1902-1905) y Lucas Cervantes Arámbula (que sirvió en la misma parroquia en los años 1915-1940).
Ellos fueron los dos primeros párrocos de la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, en San Antonio del Coyote, Coah., que en estos momentos está cumpliendo 100 años de haberse construido. Para el padre Mario Hernández Huitrón -actual párroco de esa comunidad- “se trata de una bendición especial del cielo el haber encontrado los restos de los primeros párrocos incorruptos y la oportunidad de ampliar y remodelar el templo parroquial’’.
Este templo parroquial se terminó de construir en 1896 dentro de los terrenos de la Hacienda San Antonio del Coyote, propiedad de don Andrés Eppen. La fecha de la fundación de la parroquia es el dos de mayo de 1903. Por lo tanto, el 11 de julio de este año se realizó la clausura del año jubilar con una solemne eucaristía donde se hizo la bendición, consagración del altar, coronación de la imagen de la Virgen de Guadalupe, la develación de la placa conmemorativa de los 100 años y la colocación de los sarcófagos con los cuerpos de los dos sacerdotes en el altar principal de la parroquia.
Movido por la curiosidad, que algunas veces no puedo controlar, el domingo pasado les pedí a mis amigos, el Dr. Juan Batarse, Alberto Medina y el Lic. Silvestre Faya, que me acompañaran para conocer el antiguo e interesante pueblo del Coyote. Salimos a las 11.30 de la mañana por la carretera que conduce a San Pedro y al pasar por “El Cuije’’ recordé aquellos domingos maravillosos cuando mi padre nos invitaba a comer rebanadas de sandía y melón, que los campesinos sembraban junto al lecho del río.
Al llegar a Coyote me sorprendí al ver tanta gente caminando por la avenida principal. Estacioné mi automóvil y nos dirigimos a la parroquia para conocer y entrevistar al padre Mario Hernández Huitrón.
El párroco, hombre joven y muy activo, nos comentó emocionado acerca de las festividades que se estaban realizando, nos habló de los 100 años de la parroquia, del traslado de los cuerpos de los dos sacerdotes y de su depósito en los nichos que estaban construyendo, de la gran fe de la gente y del entusiasmo que sentían por tan gran acontecimiento.
Le pedí que nos hablara lo más que pudiera de los sacerdotes fundadores. Nos relató que en el año de 1974, unos ladrones, que además eran viciosos, llegaron al panteón del pueblo y se introdujeron en el mausoleo de la familia Eppen con la intención de abrir las tumbas y robar algún objeto de oro que se encontrase entre los huesos de los difuntos.
Su sorpresa fue enorme al descubrir que los dos cuerpos de los sacerdotes estaban prácticamente incorruptos. Algunos dicen que estos bandidos no pudieron salir del sótano del mausoleo porque se quedaron encerrados, y otros me han comentado que la policía los aprehendió llevándoselos a la cárcel. Lo que sí es cierto es que dejaron los cuerpos fuera de las cajas mortuorias y en los viejos ataúdes colocaron botellas de cerveza.
Cuando la gente del pueblo se enteró de la profanación, avisaron de inmediato al entonces párroco de la iglesia y éste los trasladó a la parroquia, celebró una misa de cuerpo presente, los velaron toda la noche y al día siguiente los llevaron en ataúdes nuevos a enterrar en dos tumbas que se escarbaron a unos cuantos metros del mausoleo de la familia Eppen.
Debido a que yo quería saber mucho más acerca de todo esto, pregunté ¿quién era la persona más anciana del pueblo que tuviera aún buena memoria y que hubiese conocido a los dos sacerdotes difuntos? De inmediato me dijeron que la única persona con esas características era don Pedro del Toro. Les pregunté que dónde se encontraba y me contestaron que en esos momentos, por coincidencia, estaba oyendo misa a unos cuantos pasos de nosotros.
En el interior de la iglesia me lo señalaron discretamente... y me senté junto a él. Estaba dormido sentado en la banca con el bastón en la mano. De inmediato lo desperté y le dije “que si podía salir un momento para hacerle unas cuantas preguntas relacionadas con los sacerdotes que exhumarían del penteón’’. Se sonrió dulcemente y me contestó que en esos momentos no podía salir porque iba a comulgar. Me paré delante de él, esperando que terminara la celebración de la misa, lo observé ir a comulgar y regresar, se sentó en la misma banca y se volvió a quedar dormido.
A los pocos minutos después de la bendición, cuando empezó a salir toda la gente, volteé para atrás con la intención de buscarlo, pero ya no lo encontré. Se había ido sin decir una sola palabra de lo que yo quería saber...
A toda prisa nos dirigimos al panteón del pueblo. A la entrada pude leer la siguiente frase: “Bienvenidos al descanso eterno’’. Al llegar miramos el hermoso mausoleo de la familia Eppen que terminaron de construir el 27 de diciembre de 1910. A su lado, cientos de cruces se elevan silenciosas en el camposanto. Durante varios minutos buscamos las dos sepulturas, pero no las pudimos encontrar.
Miles de abejas volaban furiosas a baja altura entre las tumbas, ¡nunca había visto un espectáculo así! Todo era tan extraño y más aún por tratarse de un desierto en el cual existen pocas flores. ¿Qué estaban haciendo allí esos miles de insectos que nos impidieron continuar con la búsqueda? La puerta del sótano del mausoleo estaba abierta, adentro todo era oscuridad. Poco faltó para que me animase a entrar.
En el interior se escuchaban extraños murmullos que de momento me atemorizaron. Después supe que eran palomas. Bajo un mezquite, junto a las tumbas, encontré tirado un pequeño huevo. Se lo entregué a mi amigo, el Dr. Juan para que lo analizara. Le rompió parte del cascarón y al devolvérmelo me di cuenta con sorpresa que algo se movía dentro. Era un pequeño pájaro -todo apretujado en el cascarón-, que precisamente en esos momentos estaba naciendo. Al ver que en las ramas no existía un solo nido, me di cuenta con tristeza, que el pobrecito, al llegar a la vida y por el abandono de sus padres al nacer, también se estaba muriendo.
Al día siguiente, cuando llegué al trabajo, busqué con insistencia en el directorio telefónico el número de don Pedro del Toro. Llamé a varias casas localizadas en Coyote, Coah. En la última tuve la suerte de que me contestara su hija. Me dijo que su padre se encontraba junto a ella, pero que no escuchaba bien por padecer de sordera.
Le hice varias preguntas que ella repetía con un volumen más alto -casi a gritos-. Me aclaró “que él conoció muy bien al padre Lucas Cervantes Arámbula, que fue un gran sacerdote, generoso y servicial, al cual jamás se le vio enojado, que bautizó a muchos niños, que oficiaba las misas en latín y que hacía largos recorridos pastorales por Escalón y Sierra Mojada’’. “Que también conoció al padre Francisco Luna, que era más fuerte de carácter, pero también un gran servidor de Cristo’’.
Cuando colgué el teléfono, me quedé unos minutos reflexionando en todo lo acontecido. Me di cuenta que por mi curiosidad, yo era el único que estaba cuestionando el por qué se encuentran los dos cuerpos incorruptos. A la gente de Coyote no le interesan los detalles, su fe es demasiado grande y ésta no se modifica si los sacerdotes fueron embalsamados por alguna agencia funeraria cuando los enterraron en el siglo pasado, o si se trata de un hecho sobrenatural, cuya explicación no se encuentra a nuestro alcance...
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