Hace muchos años, en el mes de octubre de 1968, compré una pequeña casa, en una calle tranquila, en una colonia bonita. En ese lugar se criaron mis hijos, hicieron sus tareas del colegio y jugaron con sus primeros juguetes. En un terreno colindante, ocho años antes, mi vecino don Homero había plantado un nogal cáscara de papel. Cuando lo conocí, ya sus ramas habían rebasado el techo de mi casa. Era un árbol hermoso que en los meses de mayo adquiría un verde intenso y todos los octubres nos regalaba una gran cantidad de nueces redondas con un sabor exquisito.
De vez en cuando mis hijos se subían al techo de nuestra casa, recogían las que habían caído de nuestro lado, y las juntaban en una canasta. Durante 15 años vivimos en ese hogar, a la sombra del majestuoso nogal, que sin ser nuestro, aprendimos a querer y a respetar. Cuando dejé la casa y me cambié a otra en la misma colonia, lo que más me dolía era dejar mis recuerdos y alejarme de aquel árbol maravilloso en cuyas ramas vi posarse varios pericos verdes que posiblemente escaparon de alguna jaula, palomas llaneras, jilgueros que por las mañanas entonaban preciosos cantos y pájaros de hermoso plumaje que son en su conjunto un verdadero regalo de Dios.
Pasaron los años, y de pronto me di cuenta que mis niños habían crecido. Escalaron uno a uno los niveles que la educación exige, y finalmente se graduaron en diferentes especialidades. Dos de mis hijas, al casarse, emprendieron el vuelo y se fueron a vivir con sus maridos a tierras lejanas... pero jamás han podido olvidar la historia de su primer hogar, con frecuencia me dicen que recuerdan el sabor de aquellas nueces y la sombra fresca del árbol que las vio nacer.
El año pasado, intenté comprar a don Homero un pedacito de su jardín que se localiza a un lado de mi vieja casa, donde precisamente se encuentra plantado el nogal de mi historia. Me dijo que sí me lo vendía, y fijamos el precio, pero semanas después falleció. Al mes siguiente hablé con sus hijos -que se habían convertido en herederos- y me informaron que todos ellos estaban de acuerdo en vender únicamente la casa completa y no una fracción del terreno. Mientras conseguían un cliente, la casa de don Homero quedó prácticamente abandonada.
El nogal resentía el descuido y ante la falta de agua lo noté triste. Como nadie lo regaba, en varias ocasiones llevé a mi jardinero con una manguera, y brincándose la barda mojó sus raíces sedientas para que no muriese. Así transcurrieron cuatro largos meses, en los cuales una vez por semana le dimos de beber. Pero un día, el menos esperado, en el mes de enero de este año, cuando llegué a revisar mi antigua casa, voltié a ver el nogal... y ya no estaba. No lo podía creer.
A toda prisa recargué una escalera en la barda y me subí para investigar lo que había ocurrido. Alguien le cortó sus ramas y únicamente dejó dos gruesos troncos de tan solo metro y medio de alto. ¡No podía creer lo que estaba viendo, un árbol tan valioso y noble, ahora con todas sus ramas esparcidas por el suelo! En verdad que se me salieron las lágrimas. Desesperado, corrí al teléfono y llamé a una de las hijas de don Homero. Le conté lo que habían hecho con el árbol que su padre plantó con tanto cariño hace 43 años. Me dijo de inmediato algo que yo no sabía: “que semanas atrás habían vendido la casa y que ella nada podía hacer al respecto’’. Le pedí que me dijera el nombre del nuevo dueño de la casa, lo apunté en un papel, y tardé varias horas en localizarlo.
Cuando me contestó el teléfono, procuré controlar mi enojo y le pregunté ¿por qué había destruido el árbol? Me contestó “que él no conocía absolutamente nada de árboles, que no le interesaban y que al verlo seco, pensó que estaba muerto’’. Yo le dije que todos los nogales tienen ese aspecto triste en invierno, pero que eso no significa que estuviese muerto. Le pedí que suspendiera de inmediato la tala del resto del árbol y que me regalara lo que había quedado, para plantarlo en otro sitio.
Me contestó que estaba de acuerdo, porque a final de cuentas para él era un estorbo y su deseo era tirarlo a la basura. De inmediato contraté a una persona para que escarbara y cortara con mucho cuidado todas y cada una de las raíces horizontales que tenía adheridas a la tierra. Le dije que en el centro iba a aparecer una gran raíz horizontal que debía proteger al máximo porque de ella dependía la vida o la muerte del árbol.
Tres días tardó en desprender todas sus raíces, y diez hombres lo sacaron del pozo donde estaba plantado. Pesaba más de una tonelada. De allí lo arrastraron a la calle y con una grúa de mediano tamaño lo subieron a un camión de redilas. Cubrí con tela sus raíces para protegerlas del aire, y nos dirigimos a Lerdo para plantarlo en la huerta de mi padre. Hicimos a toda prisa un enorme agujero, y al bajarlo -por su peso- se dobló la grúa que me habían prestado. Bañamos el pozo con bastante agua y le revolvimos un polvo especial para que en el futuro echase raíces nuevas. Lo arrastramos con mucho esfuerzo, lo colocamos en su sitio, y arrojamos ceniza vegetal para que le sirviera de abono. Mi esperanza jamás claudicó, sobre todo porque el calendario marcaba el mes de enero, y la sabia de los árboles en esas fechas, se encuentra dormida.
Cuando terminamos, nos sentimos muy cansados y sudorosos, pero satisfechos por haber intentado salvar el árbol. Antes de retirarme, me quedé a solas con él, le pedí perdón por lo que le habían hecho, lo animé a que resistiera, acaricié su dura corteza, y pronuncié en voz baja una oración para que el Señor de la Vida le otorgase más años de vida.
Cuando algunas personas se enteraron del esfuerzo que había hecho para salvar el árbol, me dijeron que estaba loco y que jamás iba a retoñar. Cada sábado estuve preguntando al hortelano si había descubierto el más pequeño brote en sus troncos mutilados. Siempre me contestó en forma negativa, aclarándome que estaba exactamente igual que como lo plantamos.
El mes pasado -con una amplia sonrisa- vi llegar al jardinero. Me dijo que ya había brotado una pequeña ramita verde sobre uno de los troncos. Ahora, esa rama, tiene más de un metro de altura y su color verde intenso es el mismo que siempre me dejó impresionado. Estoy muy contento! Con la ayuda de Dios y el cariño que ahora le daremos, estoy convencido de que muy pronto volverá a regalarnos abundantes frutos.
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