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Más Allá de las Palabras / La Pasión, según San Mateo

Jacobo Zarzar Gidi

El escritor Peter Farb nos comenta: Es imposible imaginar un fracaso musical mayor que el que se esperaba en la austera Academia de Canto de Berlín, aquel día de marzo de 1829. Se estaba ensayando una obra monumental que exigía dos conjuntos orquestales y dos coros: una Pasión basada en el Evangelio de San Mateo, que apenas había despertado interés en su primera audición, efectuada cien años antes.

El compositor, tan poco conocido entonces, como su música, era Johann Sebastián Bach, cuyos restos yacían en una anónima tumba desde hacía cerca de un siglo. A cargo de la ejecución de la obra estaba su desconocido “descubridor’’, un joven de veinte años de edad llamado Félix Mendelssohn, que por primera vez dirigía una combinación de orquesta y coro. De niño, Mendelssohn había encontrado un manuscrito de la Pasión en casa de su maestro y se había prendado de la obra.

A pesar de todo, como algunos individuos de la Academia habían expresado juicios favorables acerca de los ensayos, las entradas para la función pública se habían agotado. Desde las primeras notas, los oyentes se sintieron invadidos por una honda emoción religiosa, porque la Pasión, según San Mateo es, acaso, la música más profundamente emotiva que jamás se ha escrito.

La concurrencia no sólo oyó y sintió hondamente, sino que “vio’’, porque a tanto llegaba el genio de este desconocido Bach, que con meras notas era capaz de pintar brillantes decorados y crear evocativos efectos de luz. Por ejemplo, cada vez que Cristo hablaba, Bach envolvía sus palabras en un “halo’’ sonoro trazado por las cuerdas. Cuando lo llevaban al Calvario, los sonidos evocaban la imagen de sus pies arrastrándose bajo el peso de la cruz. El concierto tuvo tanto éxito que hubo que repetirlo, no una, sino dos veces, siempre con llenos sorprendentes.

Para Bach, la música era un acto de adoración, como si las notas, una vez superado el oído humano, todavía hubieran de continuar ascendiendo a los cielos en una especie de oración y alabanza armoniosa. “El único objeto de toda música -decía Bach a sus discípulos- debe ser la glorificación de Dios’’. Al margen de muchas de sus partituras escribió esta dedicatoria: “Gloria sólo a Dios’’. El hombre que alababa a Dios en sus obras, se sentía al mismo tiempo impelido a buscar empleos mejor remunerados para sostener a sus veinte hijos, once de los cuales murieron en la niñez.

Fue organista de iglesia y compositor; produjo millares de piezas, igual que un sacerdote prepara sermones todas las semanas. No se preocupó nunca de publicar una sola de sus obras religiosas; se cuenta que varias de ellas, abandonadas en el armario de una escuela parroquial, fueron usadas por los alumnos para envolver la merienda. Bach se habría quedado atónito si alguien le hubiese dicho que dos siglos después de su muerte, su música se impondría en las salas de conciertos; porque en vida fue duramente censurado por los críticos de la época.

Johann Sebastián Bach nació en 1685, en el pueblo de Eisenach, en el norte de Alemania, quedó huérfano a la edad de diez años y se fue a vivir con un hermano mayor que, celoso del talento de aquél, no le permitía tocar su colección de piezas avanzadas para órgano.

Pero él, durante meses, se encaramaba casi todas las noches en lo alto de la estantería, se hacía de las piezas, las copiaba a la luz de la Luna, y las devolvía a su sitio al romper el alba. De aquel esfuerzo nocturno sólo le quedó al niño la vista permanentemente estropeada.

Cuando Johann Sebastián tenía quince años, oyó decir que en Luneburg había buenos empleos para cantantes, y emprendió a pie un viaje de 320 kilómetros hasta esa ciudad. Permaneció allí tres años, cantando en un coro, tocando en una orquesta y ejercitándose interminables horas al órgano y con el clavicornio.

Con el tiempo adquirió tal soltura y habilidad que finalmente le ofrecieron el importante puesto de organista de la corte de Weimar, donde trabajó durante nueve años. Su fama se extendió hasta el punto de que, cierta vez de incógnito en una iglesia de aldea, al tocar un humilde órgano, el asombrado organista local exclamó: “Este no puede ser más que un ángel del cielo... ¡o el mismo Bach!’’.

Sin embargo, Bach no estaba contento con la corte de Weimar, por consiguiente, a la edad de treinta y ocho años abandonó la vida de la corte y solicitó la plaza de organista en la iglesia de Santo Tomás, en Leipzing. Su salario inicial alcanzaba apenas a la cuarta parte del que había venido cobrando. Tantos años empleados en pasar al papel y en estudiar y tocar toda la noche lo que había escrito durante el día, arruinaron su vista, ya debilitada. Sin embargo, concibió esperanzas de curación con ocasión de la visita a Leipzing de un famoso oculista inglés. Después de la operación que le practicó el médico, Bach quedó ciego, y su salud deshecha. En aquel estado escribió todavía “El arte de la fuga’’, obra de pasmosa complejidad y admirable maestría.

En julio de 1970, Bach recobró la vista de modo inexplicable. Casi enseguida, sin embargo, sufría un ataque cerebral. Diez días después, el 28 de julio, murió, pero no sin haber terminado una de sus más emocionantes composiciones, un arreglo para órgano del himno “En la hora de la extrema necesidad’’. No hay acento alguno de sufrimiento en esta composición postrera. En el último instante, Bach cambió el título del himno por el de “Oh Señor, ante Tu Trono Comparezco’’. Murió como había vivido: alabando a Dios con su música.

zarzar@prodigy.net.mx

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