La semana pasada asistí a una boda religiosa en la iglesia de Santa Engracia, que se encuentra en el municipio de San Pedro Garza García, N. L. Minutos antes de que diera comienzo la misa, movido por la curiosidad, me dirigí a la oficina del sacerdote diocesano que se encuentra a cargo de la misma, y le pregunté ¿quién fue Santa Engracia? Me explicó que Santa Engracia nació en Braga, Portugal, provincia entonces de España, allá por el año 285 de nuestra era cristiana. Fue en la época de una de las más crueles persecuciones de los romanos contra los cristianos, cuando Diocleciano era el Emperador de Roma y el cruel Daciano, gobernador de Zaragoza, España, que en ese entonces dominaban los romanos.
La joven Engracia había aceptado desposarse con un Duque, que vivía en la frontera de Francia y que sus padres le habían elegido para esposo, como era costumbre en esa época. Con tal fin, emprendió el largo viaje desde Portugal, entonces provincia de España, feliz porque tenía la certeza y el entusiasmo de que se cumpliría una revelación que había tenido días antes, según la cual en ese viaje sufriría el martirio en defensa de su fe cristiana.
Tomando en cuenta lo peligroso de la travesía, su padre la envió con varias damas que eran de su mayor confianza y 18 caballeros leales como escolta. Llegando a Zaragoza, el 16 de abril del año 303, a los 18 años de edad, se dio cuenta de que por órdenes del gobernador Daciano, eran sacrificados en la plaza del lugar cientos de cristianos.
Ella se bajó de la carroza y reclamó con valentía a Daciano su injusta e inhumana conducta y él, sorprendido ante la actitud enérgica de aquella dama, cediendo a sus fieros impulsos, ordenó se le atormentara con saña y crueldad inaudita al ver que su fe se mantenía firme.
Primero la arrastraron de los cabellos tirada por un caballo, después la azotaron en una columna que aún se conserva en la cripta de Santa Engracia en Zaragoza, luego con garfios le perforaron el estómago, y finalmente, viendo que aún conservaba su vida alabando y cantando al Señor, el tirano ordenó le enterraran en la frente un clavo al rojo vivo, como tiro de gracia.
Fue tan edificante el ejemplo de Engracia, que sus 18 acompañantes mostraron una actitud similar ante el tirano y éste airado, ordenó su degüello. Los restos de la Santa y de estos 18 caballeros reposan en la cripta de la parroquia de Santa Engracia en la ciudad de Zaragoza, España, relicario de mártires, pues sólo ese año fueron sacrificados 17,000 cristianos que fecundaron la tierra con su sangre que germinaría millares de soldados de Cristo. Santa Engracia ha sido declarada con toda razón patrona de la ciudad de Zaragoza, España, donde murió, y patrona de Portugal donde nació.
En la iglesia de Santa Engracia, que se encuentra en San Pedro Garza García, N. L. conservan y veneran su santa reliquia en un precioso relicario expuesto día y noche a los fieles que la visitan. Consiste en un fragmento del cráneo de la Santa cuya autenticidad les consta. La santa reliquia se les entregó a los sacerdotes católicos de la Diócesis de Monterrey -que se han convertido en sus custodios- en solemne ceremonia el 20 de noviembre de 1977 allá en España y posteriormente fue llevada a Roma donde el Papa Paulo VI la bendijo.
La historia de Santa Engracia me ha hecho pensar en la gran importancia que tiene para la futura esposa unirse a Cristo antes de contraer matrimonio. Las novias de ahora se preparan con muchas cosas superfluas previas a la boda, y lo trascendental siempre lo descuidan. No se dan cuenta que la solidez de su vida futura depende de la firme determinación que tengan de hacerse acompañar en todo momento de Jesucristo.
Si no lo hacen, con el tiempo se darán cuenta de lo vacío de sus vidas y muchas cosas habrán de salirles mal. Todos nos enteramos de la gran cantidad de divorcios que están golpeando a nuestra sociedad actual. Por todos lados observamos parejas en conflicto que se encuentran distanciadas. Abundan los suicidios de mujeres que no se sintieron comprendidas por su marido.
Para sacar adelante esa empresa es necesaria la vocación matrimonial, que es un don de Dios, de tal forma que la vida familiar y los deberes conyugales, la educación de los hijos, el empeño por sacar adelante y mejorar económicamente a la familia, son situaciones que los esposos deben sobrenaturalizar, viviendo a través de ellas una vida de entrega a Dios.
Han de tener la persuasión de que Dios provee su asistencia para que puedan cumplir adecuadamente los deberes del estado matrimonial, en el que se han de santificar. Quienes han recibido la llamada a servir a Dios en el matrimonio, se santifican precisamente en el cumplimiento abnegado y fiel de los deberes conyugales, que para ellos se hace camino cierto de unión con Dios.
Si la mujer sigue a Jesucristo, tarde o temprano motivará a su esposo y a sus hijos a que hagan lo mismo. ¡Bienaventuradas las mujeres que se dieron cuenta a tiempo de que la verdadera felicidad únicamente la encontrarán si permanecen unidas a Cristo! Conozco personas que poseen una gran cantidad de dinero y de propiedades, pero no son felices. Cuando les pregunto qué ambicionan para el futuro, siempre me responden lo mismo: “Atesorar más’’. El día menos pensado se darán cuenta que sus “graneros llenos’’ de nada les servirán, simplemente porque somos seres mortales.
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