Lucía, Jacinta y Francisco, los videntes de la Virgen de Fátima tuvieron grandes experiencias espirituales posteriores a las apariciones de 1917 en Portugal. Lucía -la mayor que aún vive- era prima de los hermanos Jacinta y Francisco. En sus memorias, Lucía nos cuenta que un día su madre cayó enferma de gravedad y todos sus hijos fueron junto a su lecho para recibir su bendición.
Viendo que no había esperanza de recuperación, las dos hermanas se aproximaron a Lucía y le dijeron: “Si es cierto que viste a Nuestra Señora, vete al sitio donde se apareció, y pídele que sane a nuestra madre, prométele lo que quieras... y entonces, creeremos”. Sin perder un minuto, Lucía se puso en camino. Hizo su pedido a la Virgen y allí desahogó su dolor, derramando abundantes lágrimas.
Luego volvió a casa, segura de que su querida Madre del Cielo la había escuchado. Al entrar, su madre ya se sentía mejor, y decía: “¡Qué cosa... La Virgen me sanó y yo, parece que aún no lo creo!”. A los pocos días muere su padre, que era un hombre sano y robusto. En menos de veinticuatro horas se murió de una pulmonía doble. “Dios mío -exclamaba Lucía- nunca pensé que me tuvieses reservados tantos sufrimientos; pero, sufro por tu amor y en reparación de los pecados”.
En mayo de 1918, Jacinta, que ya tiene 11 años, hace su Primera Comunión. Francisco tuvo que esperar un tiempo más. El señor párroco no podía adivinar, en este niño de aspecto tan sencillo, la profundidad de su unión con Dios. Y el día en que Francisco vio a su hermanita acercarse por primera vez a la Comunión, se le partió el corazón al no poder acompañarla, pero supo transformar esta amargura en acto de amor.
Cuando llegó el invierno, una terrible epidemia, llamada la “gripe española” azota a Europa, causando tantas víctimas como la misma guerra, recién terminada. Francisco y Jacinta también se contagiaron. Jacinta, después de varios días en cama, se recuperó, pero Francisco continuó sufriendo en su lecho. Lucía -su prima- que a menudo lo iba a visitar, dice: “Durante su enfermedad, sufría con paciencia, sin lamentarse. Le preguntaba: Francisco, ¿sufres mucho? Me contestaba: Sí, pero todo lo sufro por amor a Nuestro Señor y a la Virgen”. Un día le entregó una cuerda que le servía de cilicio, diciéndole: “Tómala y escóndela, antes de que la vea mi madre. Ya no la puedo llevar más”. Jacinta también le entregó la suya, diciéndole: “Toma, pero si sano, me la devolverás”.
Un día de marzo, Jacinta mandó a buscar a Lucía y le dijo: “-La Señora vino a vernos y a decirnos que muy pronto se llevaría a Francisco al cielo”. Me preguntó si quería seguir haciendo penitencia por los pecadores. Yo le dije que sí. Y ella, entonces, me aseguró que iría a dos hospitales sin lograr mejoría, que sufriría más por amor de Dios, por la conversión de los pecadores y en reparación por las ofensas cometidas contra el Corazón Inmaculado de María. Francisco se recuperó un poco, pero a fines de febrero, empeoró mucho. Su pobre padre sufría bastante al ver a su hijo enfermo, y lo alentaba diciendo: “-Hijito, tú sanarás, y luego serás un hombre”. “-No, papito, yo sé que la Virgen va a venir a buscarme!”.
Durante la mañana del dos de abril de 1919, le hablaron a Lucía para que acudiese lo más pronto posible con su primo Francisco que se encontraba bastante mal de salud, y le quería pedir un favor. “-Lucía, hoy voy a confesarme y a comulgar, porque voy a morir, pero quiero que antes me digas si me has visto cometer algún pecado...”. Lucía le dijo dos o tres faltas veniales que ella había observado en su primo, y todas ya las había confesado al sacerdote, pero prometió confesarlas de nuevo “porque a lo mejor, por esos pecados había entristecido a Nuestro Señor. Nunca más lo volveré a hacer. Estoy arrepentido”. Al día siguiente, cuando regresó Lucía de la escuela, lo encontró radiante de alegría: el señor cura lo había confesado y le había prometido traerle la Comunión al día siguiente.
El tres de abril, Lucía tiene el presentimiento de que verá a Francisco por última vez. “Adiós, Francisco -le dice la niña llorando-, si te vas al cielo esta noche, no me olvides... ¿Me oyes? ¿Sí...? ¡Sí!... No te preocupes, no te olvidaré”. Y le sujeta la mano con mucha fuerza; los dos se miran con los ojos llenos de lágrimas. “Adiós Francisco, nos veremos en el cielo”. Como a las diez de la noche, el día 4 de abril de 1919, Francisco dijo a su madre: “¡Mira mamá, qué bonita luz cerca de la puerta...!”. Ésas fueron sus últimas palabras. Y Francisco entregó su alma a Dios. La Señora había venido para llevarlo al cielo. Fue enterrado en el pequeño cementerio de Fátima. Tiempo después, sus restos mortales fueron trasladados al gran Santuario de las Apariciones.
Después de la muerte de Francisco, Jacinta pareció recuperarse un poco, pero muy pronto volvió a contraer una pleuritis purulenta, tan aguda, que ya no la pudieron atender en casa. Montándola en un burro, su padre la llevó al hospital. Allí le abrieron el costado para colocarle una sonda, pero sin lograr mejoría alguna. A fines de agosto, Jacinta vuelve a su casa con una larga llaga en el pecho. Días después el doctor de la familia pidió llevársela a su hospital para operarla.
El diez de febrero, el cirujano le saca dos costillas sin haberle aplicado anestesia. El 20 de febrero, a las diez de la noche, sola, en una inmensa sala de hospital, Jacinta se va al cielo. Quince años después se abrió el ataúd para trasladar sus restos mortales, los asistentes, sorprendidos, los descubrieron incorruptos. Lucía, actualmente de 96 años de edad, se encuentra en el convento Carmelo de Coímbra, viviendo su vida de silencio, oración y penitencia.
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