El lunes por la noche, en Culiacán, un asesino certero disparó cuatro balazos contra Jorge Chávez Castro, ex alcalde de esa ciudad y procurador de justicia de Sinaloa entre 1981 y 1985. El homicidio tiene resonancia porque la víctima era el suegro de Alfonso Durazo, secretario privado del Presidente Fox. De lo contrario, no obstante la gravedad del acontecimiento en sí mismo, hubiera sido sólo parte de la triste normalidad en que vive aquel estado nordestino.
Aparte la criminalidad cotidiana, la que practican y sufren seres anónimos, y aparte también los ajustes de cuentas de la delincuencia organizada, apenas el domingo pasado un regidor del ayuntamiento de Escuinapa, Samuel Serna Serna,miembro de Acción Nacional fue asesinado a tiros. Suerte semejante padeció una semana atrás un agente del ministerio público del fuero común, caído en la capital sinaloense. Fernando Sáinz Sánchez fue “levantado” por un comando cuando se dirigía de Culiacán a Mocorito, donde despachaba desde hace dos años. Su esposa fue testigo del secuestro, que tuvo un desenlace mortal dos días después. El cuerpo del funcionario fue hallado dentro de bolsas de plástico.
Había sido muerto a golpes. Chávez Castro, nacido el 19 de septiembre de 1934, se graduó de abogado en la universidad local en 1957, poco antes de la autonomía de esa institución. En ella enseñó durante largo tiempo, simultáneamente con el ejercicio privado de su profesión. Sólo interrumpió esas actividades cuando fue presidente municipal de Culiacán, en los últimos setenta. El gobernador Antonio Toledo Corro lo nombró procurador de justicia. No obstante que desempeñó esas responsabilidades con general aprobación, no tuvo cargos en los sexenios siguientes. Sólo cuando tomó posesión el gobernador Juan S. Millán volvió a ejercer funciones oficiales, como asesor en seguridad pública.
Hasta hace una semana era el coordinador del consejo ciudadano en esa materia. Era un hombre con la conciencia tranquila. No mantuvo escolta y paseaba solo muy temprano, a las cinco de la mañana. “Los ciudadanos de bien, los que no andamos enredados en cosas malas, tenemos la certeza de que no nos va a pasar nada”, dijo cuando se le hizo notar su desprotección. Se equivocó al suponer que no tenía por qué sentirse inseguro: “Eso de que nos tocan balazos a los inocentes no es correcto”, dijo apenas en septiembre, según recordó ayer el reportero José Alfredo Beltrán. (Noroeste, 19 de febrero). No es el primer ex procurador sinaloense que sucumbe ante matarifes. Hace diez años, el 29 de abril de 1993 fue asesinado Francisco Rodolfo Álvarez Fárber, que apenas meses atrás había concluido su tarea al frente de la Procuraduría, en el gobierno de Francisco Labastida. Los homicidas materiales fueron dos hermanos, agentes antinarcóticos en la Policía Judicial Federal, presumiblemente bajo las órdenes de Mario Alberto González Treviño, comandante de esa misma corporación, entonces preso por el asesinato de la defensora de derechos humanos, la abogada Norma Corona.
El propio Labastida fue amenazado de muerte mientras era gobernador. Cuando dejó de serlo, se sintió más vulnerable que nunca. Confió sus temores al Presidente Salinas, que no movió un dedo a pesar de que estaba localizado el origen de las amenazas. Por eso, según explicó después, Labastida aceptó la embajada en Portugal. La violencia homicida está en Sinaloa agravada por la insolencia, por la certeza de que el castigo es una consecuencia remota.
El 14 de abril de 2001, recuerda Jesús Blancornelas en El cártel, un grupo de asesinos entró como en su casa en la Clínica Hospital de Culiacán: “Se fueron directamente a donde estaba Ramón Acosta, un agricultor que dos días antes fue herido en su rancho de Cosalá; se restablecía de las heridas causadas por un par de disparos, y lo acompañaba su esposa Arcelia Silva, embarazada de cuatro meses. A los dos los mataron a balazos. Fueron tres o cuatro los asesinos. Huyeron tan fácilmente como llegaron y se fueron en un automóvil”.
Meses después, el crimen organizado desafió abiertamente a las instituciones, las locales y las de la Federación. El 11 de noviembre dos magistrados federales y la esposa de uno de ellos —-Jesús Ayala Montenegro, Benito Andrade Ibarra y María del Carmen Cervantes— fueron asesinados en Mazatlán en un despliegue de prepotencia al que ha seguido la impunidad.
El atentado ocurrió en una zona muy concurrida de aquel puerto, en la tarde de un domingo. Fueron utilizadas armas alto poder, fusiles AK 47, con los que se lanzaron andanadas, al punto de que fueron recogidos cuarenta cartuchos percutidos. Al expresar su indignación por la muerte de sus colegas, el entonces ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia Genaro Góngora llamó a esos homicidios “crímenes contra el Estado”, y demandó por ello emplear toda la fuerza del propio Estado para combatir “a las organizaciones que pretendan dañar a la sociedad o que pretendan inhibir a las instituciones que están al servicio de los ciudadanos”.
Su poderosa voz careció de fuerza para hacerse oir. Esta es la hora en que la impunidad sigue protegiendo a los homicidas de aquellos jueces. Sólo el azar, no la justicia, ha sido capaz de clausurar carreras homicidas. Hace un año —se cumplió el 10 de febrero— que Ramón Arellano Félix cayó abatido por un agente policiaco, que murió también, simplemente porque el capo de Tijuana no admitía que nadie le marcara el alto. ¿Sin azar no se frena a la delincuencia?