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Mensaje del año viejo/Sobreaviso

Primera de dos partes

Se fue el año. Un año con poca política y mucho conflicto. Un año de desencuentros, en el que más de un suceso -no exento de tintes violentos- puso en predicamento la gobernabilidad política y amenazó la estabilidad económica, además de frustrar reformas estructurales. Un año en el que el gobierno se vio frecuentemente contra la pared y buscó dar salida a los problemas, sin poderles dar solución. Los pendientes se acumularon.

Desde la óptica sexenal, el año dejó un mal saldo para el gobierno. Toda la cuenta se podría facturar a la administración foxista. Sin embargo y sin restarle responsabilidades a la actual administración, desde la óptica histórica al gobierno le estallaron problemas añejos que, de no atenderse en serio, pueden perfilar una crisis de mucho mayor envergadura.

En ese sentido, el mensaje del año viejo es una seria advertencia: se realizan ajustes inmediatos cuando menos en la operación y el funcionamiento del gobierno y de los propios partidos para abonar las reformas estructurales o se anota como peligro el probable descarrilamiento de la transición mexicana.

Si no se desprenden lecciones de este año que terminó, el 2003 añadirá -a su complicación electoral- dificultades de mucha mayor envergadura: la consolidación de la democracia, la estabilidad económica y el fortalecimiento del Estado estarán en juego.

*** Desde hace años -desde antes de la era foxista- el país arrastra una serie de problemas que se mantienen intocados, el principal de ellos, el de la gobernabilidad. Los partidos políticos lo saben pero se resisten a atenderlo. Les ha ganado más el afán de buscar fórmulas de la repartición del poder, que discutir qué hacer con el poder.

Vista en su justa dimensión, la reforma económica -apertura y globalización- emprendida por el salinismo obligaba la reforma política del régimen. Aquella reforma económica descuadró el sistema político y acabó con las reglas no escritas de los grupos de poder. Por la razón que se quiera se operaron cambios en la estructura económica sin considerar su efecto secundario en la estructura política.

La privatización del sector público de la economía limitó la capacidad del régimen para emplear a cuadros políticos. El empresariado, la cúpula eclesial y los activistas de organismos no gubernamentales adquirieron enorme peso en la vida política, mientras que los partidos perdieron velocidad y capacidad de reacción ante la nueva circunstancia. Los partidos se ampararon en la práctica de la denuncia y no en la innovación de la participación política y en la renovación de sus principios y programas de acción.

El gobierno zedillista tuvo cierta claridad en relación con ese asunto. Estructural y coyuntural, la evidencia estaba frente a sí. Estructuralmente la reforma económica obligaba a emprender la reforma política y coyunturalmente el levantamiento en Chiapas, los secuestros de empresarios por parte de grupos políticos armados, los magnicidios y la descomposición política urgían esa reforma. Sin embargo y dicho con benevolencia, “el error de diciembre” vulneró aquella intención e hizo del jefe de Estado un megasecretario de Hacienda que delegó el quehacer político en operadores que no dieron el ancho y, en el mejor de los casos, redujeron la reforma política a una reforma electoral. Más no hubo. No en vano fueron cuatro los secretarios de Gobernación durante el zedillismo.

Los mismos partidos escucharon el canto de la sirena electoral y antepusieron esa reforma, desatendiendo la reforma política. Y, luego, la alternancia en la Presidencia de la República generó una expectativa superior a la que ese relevo permitía suponer. Vicente Fox -ni siquiera Acción Nacional- ganó la elección, pero no el poder. Más allá de los errores propios de la actual administración que, por cierto, no son pocos, ahí se explica el fracaso del actual gobierno.

La gobernabilidad sigue siendo el principal pendiente y no es aventurado decir que mientras ese problema no se resuelva y no se civilice en serio la lucha de los grupos de poder, poco va importar el signo político del partido que se encuentre en el poder.

*** El desencuentro que el país vive se puso de manifiesto a lo largo del año 2001. Venía de atrás, pero en el 2002 se hizo más que evidente. Ahí se borró la perspectiva nacional.

Naturalmente, los iconos del desencuentro fueron la cancelación del aeropuerto internacional en Texcoco; el secuestro de funcionarios públicos, cuyo rescate dependía de la atención a demandas o problemas; las matanzas entre grupos campesinos; el bloqueo de vías de comunicación o la toma de dependencias públicas; la toma del Palacio de San Lázaro; la amenaza de grupos políticos armados y del crimen organizado.

Esos fueron los iconos, pero la realidad fue mucho más elocuente. De tiempo atrás, la palabra desencuentro definía la situación nacional. El desencuentro entre los poderes y dentro de los poderes Ejecutivo y Legislativo. El desencuentro entre los partidos y dentro de los partidos. El desencuentro entre los poderes ejecutivos federales y estatales. Esos desencuentros marcaron la tónica del año 2002 que, por lo demás, estuvo aderezada por la creciente distancia entre las demandas sociales y los postulados partidistas, por la terrible confusión entre popularidad y gobernabilidad y el borramiento de la frontera, ahí sí, por parte del gobierno, entre las actividades públicas y privadas.

Así, resultó evidente la falta de coordinación dentro del gabinete. La falta de coordinación entre las dirigencias partidistas, las coordinaciones parlamentarias y los gobiernos estatales. En esa atmósfera se buscó absurdamente sacar adelante reformas sin que las antecediera algún principio de acuerdo y, en esa medida, los factores de poder, grupos políticos de peso, empresariales, eclesiales, sociales, sindicales, sintieron que sus intermediarios o representantes habían dado de sí y, por consecuencia, pasaron al campo de la acción directa. La administración no estaba ni está gobernando el litigio por el poder. Continuará...

La advertencia de un probable descarrilamiento de la transición mexicana quedó expuesta a lo largo del año.

*** Imaginar que en un año electoral que, por su naturaleza, marca más las diferencias que las coincidencias, se podría contar con la fuerza y la inteligencia necesaria para emprender la reforma política que exige la consolidación de la democracia, ciertamente suena y es absurdo.

Sin embargo, si por parte del gobierno y los partidos no se toma conciencia de que, en el desencuentro, se está generando una atmósfera violenta y poniendo en peligro el destino de la transición, el año 2003 podría regresarnos a escenarios vistos en 1994.

De ahí la necesidad de adoptar medidas que, por un lado, le den anclaje a la transición y, por otro, abonen el terreno para en su momento emprender la reforma política estructural.

Entre esas medidas, hay varias que deberían ponerse en práctica cuanto antes.

Uno. Reconocer a la Secretaría de Gobernación no como par de otras secretarías de Estado y, en esa medida, fortalecerla. De hecho, desde el salinismo esa dependencia ha venido sufriendo un recorte considerable -en algunos casos, aceptable- de sus funciones y facultades, pero la coyuntura obliga a darle un mayor peso. El titular de esa dependencia debe ser reconocido antes que nadie por el Presidente de la República como su principal colaborador y, en esa medida, darle la jerarquía y los instrumentos necesarios para hacerle valer su autoridad. Si el mandatario no tiene confianza en su actual secretario de Gobernación debe removerlo, pero si la tiene es menester que lo apuntale cuanto antes dentro y fuera del gobierno. En ese sentido, es preciso salir de la idea de que la democracia y la pluralidad deben tener expresión dentro del gabinete.

Dos. Los partidos deben salir de la mascarada de su democracia interna que, en el fondo, deja dirigencias sin respaldo ni consenso para conducir su respectiva formación política. No deja de ser curioso que cuanto más presumen sus elecciones internas, directas o indirectas, los dirigentes partidistas menos solidez tienen. Las negociaciones políticas que detrás del escaparate democrático practican las distintas corrientes dentro de los partidos están dejando por saldo dirigencias que flotan o rebotan al ritmo de las pugnas entre los distintos grupos o corrientes partidistas. Esas dirigencias lejos están de ser interlocutores confiables tanto hacia dentro como hacia fuera de sus partidos.

Tres. El Presidente de la República tiene que replantearse su relación con el partido que lo colocó en Los Pinos, como también con algunos sectores de otros partidos, si pretende gobernar el resto del sexenio. Esa necesidad se hará evidente después de la elección de mediados de año, la correlación de fuerzas en la escala federal como en los estados de la República que pondrán en juego su gobierno, obligará al mandatario a tomar una decisión de fondo sobre el tipo de gobierno que podría desarrollar durante los últimos tres años de su mandato. A esa revisión tendrá que incorporar a factores de poder real que, ante el inminente peligro del descarrilamiento de la transición, tendrán que tomar una postura más firme y consistente.

Cuatro. El replanteamiento de esa alianza en el gobierno pasa por una cuestión principal: salir de la idea de que los índices de popularidad determinan los índices de gobernabilidad. Si el mandatario insiste en acumular popularidad sin gastarla en proyectos de gobernabilidad, al fin se quedará sin la una y sin la otra. Ese escenario sería terrible. El presidente Fox tiene que pensar seriamente cuáles de sus colaboradores son fundamentales y cuáles no, cuáles acciones fortalecen la gobernabilidad y cuáles su popularidad.

Cinco. El Gobierno tiene que reducir el número de frentes abiertos para concentrar su esfuerzo en unos cuantos propósitos, más vinculados con la estabilidad que con el cambio. Si bien la actual administración ha logrado introducir algunos cambios en el ámbito de la cultura política, no puede perder de vista que el problema que afronta no está relacionado con el cambio sino con el litigio entre grupos de poder que ven el 2003 como un año de ajuste de cuentas entre ellos. No es que al Gobierno esté confrontando a quienes se resisten al cambio, no es una confrontación del viejo régimen frente al nuevo régimen, es un pleito de grupos del viejo régimen entre sí que ya tomaron nota de la debilidad del gobierno.

Seis. Salir del concepto de que la democracia se reduce al ámbito electoral. Seguir por ese carril hará de la elección del 2003 un ejercicio frustrante porque, en el fondo, el concurso electoral no resultará determinante en el porvenir de la democracia mexicana.

*** El mensaje que deja el año viejo es bastante inquietante. El secreto a voces que la clase política sabía ya es público y notorio, el problema de gobernabilidad es cada vez más evidente y los desbordamientos naturales y artificiales son cada vez más frecuentes. Si de esa circunstancia no se toma nota, el año nuevo podría terminar siendo un año viejo que, en 1994, conoció el país.

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