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¡¡¡Miente, usted, diputado!!!/ Addenda

Germán Froto y Madariaga

Hace pocas semanas, comentamos en este mismo espacio lo contrastante de las emociones que se tornan evidentes, entre los diputados al Congreso Local que dejaban el cargo y los que estaban por acceder a él.

Dejamos entonces para otro momento, formular algunos comentarios en torno de lo que es el debate parlamentario. Su estructura genérica; la forma y las figuras que suelen utilizarse para hacerlo más grato al auditorio; la manera en que se puede romper éste y algunas anécdotas que viví como integrante de la LIII Legislatura y otras más que me fueron contadas por quienes las protagonizaron.

A fin de hacer más ágil estas líneas, iré entreverando los comentarios, siguiendo para ello aquella sentencia que se utilizaba en un viejo programa de televisión, en el que se cambiaban los nombres para proteger a los inocentes; sólo que aquí, cambiaremos éstos para proteger a los culpables.

Se puede pensar que si en el Congreso se encuentra la Tribuna más Alta del estado, quienes ahí llegan para hacer uso de ella es porque son grandes oradores, modernos Demóstenes que con impecable lógica abordan los temas que conforman la agenda legislativa y diseccionan con la precisión de Hipócrates los argumentos de sus adversarios a fin de rebatirlos.

Pero no es así, pues lo común es que sean contados los miembros de una legislatura que logran hacer un uso correcto de la tribuna y dominar el arte del debate parlamentario.

Es más, en cada legislatura hay buen número de diputados que si acaso suben a tribuna una vez por año y eso cuando no les queda más remedio.

Digamos sin embargo, en su descargo, que el trabajo de un diputado también se demuestra en las comisiones que le toca desempeñar y no sólo en la tribuna, de manera que hay quienes son buenos para arrastrar el lápiz y no para disertar o debatir.

Claro está que de repente se topa uno con diputados que no saben siquiera leer un texto. Solía suceder que en la LIII Legislatura, cuando alguien al dar lectura a un documento se equivocaba, de inmediato se escuchaba el grito de: “A la noiturna”, que indicaba que a aquel diputado más le valía regresar a estudiar a la escuela nocturna para que aprendiera a leer.

Normalmente un debate parlamentario se centra en puntos específicos que no deben perderse de vista a riesgo de desbarrar o hacer que decaiga la calidad del debate. Por tanto, hay que destruir los argumentos del adversario uno por uno, no de manera genérica ni sólo algunos de ellos, porque si no es así, a los ojos y oídos de los presentes el que evade pierde el debate.

Es frecuente también que, con la intención de romper la concentración del orador, algún otro diputado desde su curul lance improperios o sonoros mentís. Y si quien está haciendo uso de la tribuna los responde o interrumpe su argumentación para pedirle al Presidente de la mesa directiva que ponga orden, caerá sin remedio en la trampa y echará por tierra el valor de su alegato.

A ese respecto, recuerdo aquel debate en que un diputado se quejaba y reclamaba el que otro le hubiera llamado telefónicamente una noche antes para informarle de un acuerdo determinado y a la mañana siguiente, a la hora de la sesión, se hubiera planteado ese acuerdo de manera distinta. El diputado que se sentía engañado le reclamaba al otro diciendo:

“Usted, diputado, me llamó anoche a mi hotel para decirme que el punto de acuerdo sería éste y ahora me sale con que es otro”.

“¡¡¡Miente, usted, diputado!!!”. —-Le espetó el adversario.

El diputado que se decía engañado se desgañitaba desde su curul, gritando: “No miento. Y usted lo sabe muy bien, porque sí me llamó”.

“Repito, afirmo y sostengo que usted miente”, le respondió el primero. “Yo no le llamé a su hotel”.

“Claro que me llamó”, insistió el ofendido.

“No le llamé a su hotel. Pues hasta dónde yo sé, el Eurotel no es suyo. Si acaso podría admitir que le llamé a una habitación de ese hotel, la cual usted tiene rentada. Pero no es “su” hotel”.

El ofendido cayó entonces en cuenta de que su oponente se estaba burlando de él y sólo alcanzó a responderle desde su sitio con voz entrecortada. “Vaya usted y chin... a su madre”.

Y el otro, con una cara dura digna de mejor causa, simplemente respondió: “Pues iré. Pero insisto en que el hotel no es suyo”.

La mayoría de los diputados que no son de Saltillo, suelen amarchantarse en hoteles a los que semana tras semana llegan a hospedarse. Y cuentan que un diputado lagunero que era “travieso” desde jovencito, hacía eso y se alojaba periódicamente en un modesto hotel del centro de la ciudad, el cual era administrado y atendido por una honorable familia.

Así las cosas, resultó que el susodicho diputado aprovechaba sus viajes a Saltillo no sólo para asistir a las sesiones del Congreso, sino también para llevarse cada vez a una fémina distinta, a la que hospedaba junto a él en aquel modesto pero honorable hotel.

El dueño se dio cuenta de la maniobra y le pidió al diputado que se abstuviera de andar haciendo esas cosas, pues era evidente que las mujeres que lo acompañaban cada semana, eran de ésas a las que don Artemio de Valle Arizpe catalogaba como: “Locas de su cuerpo”.

Después de un par de ocasiones en que fue amonestado por el dueño, el diputado prometió solemnemente que no lo volvería a hacer. Pero, a la semana siguiente llegó a hospedarse con una mujer de muy mala facha, por lo que el dueño, con singular prudencia y decidido a no admitirlo en el hotel, se llevó al diputado a un rinconcito de la recepción y le dijo: “Ahora sí, diputado, se descaró usted completamente. Esta mujer que lo acompaña, a leguas se ve que es prostituta. Hágame usted el favor de retirarse”.

“Se equivoca, usted”, —le respondió el diputado. “Esta señora. Ésta, sí es mi esposa”.

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